«El reparador», un cuento del traductor y bibliotecario, Dan Zamora

El local estaba abierto todo el día, todos los días, en horario corrido, a toda hora. Ella había empezado a trabajar en un local que quedaba del otro lado de la galería hace unas semanas y lo miraba, y no entendía cómo podía. El empleado que atendía allí era un hombre mayor, de pelo blanco y bastante calvo. Sus bigotes hacían parecer que estuviera sonriendo todo el tiempo.
Ella lo observaba, desde atrás de su mostrador, todos los días. Ella trabajaba en un local de ropa, cintos y accesorios de cuero para hombres. Había tenido suerte, mucha suerte, de tener una tía que le ofreció ese trabajo. La pandemia había golpeado bastante fuerte la economía de todos y ella había tenido que dejar la facultad ese año. Tenía intenciones de regresar cuando se normalice todo, pero en el entretiempo tenía intenciones de no morir de hambre, así que no le quedaba otra opción más que trabajar. Y ese trabajo le había salvado la vida. No literalmente, porque en la casa de sus padres siempre tenía comida, pero sus ingresos eran intermitentes y no quería arriesgarse a quedarse en la nada si algo les sucedía a sus padres. Así que estaba trabajando en ese local.
No era muy concurrido, porque estaban en plena pandemia, pero habían cambiado a horario corrido, así que se ahorraba dos boletos de colectivo y tenía el resto de la tarde para hacer otras cosas. Pero de todas formas, los pocos clientes que iban a su local mantenían un pequeño flujo de dinero que ingresaba, y eso siempre era algo que agradecer.
Pero en aquellos días en los que parece que no pasa nada, en los que el centro está desierto, que no pasa ni un auto por las calles ni personas por las veredas, no hay nada mejor que hacer que mirar a los otros locales. Y así descubrió al reparador.
Un local pequeño, pequeñísimo, ínfimo. El vidrio del frente cubierto de estantes con aparatos y aparatitos. De metal, de madera, de plástico. Pequeños, grandes, medianos. Altos, cortos, circulares y sin una forma determinada. Tenía un cartel de madera, pintado a mano, que leía “Arreglos Don Rogelio”, que en alguna época habría sido blanco y ahora estaba amarillento por el paso del tiempo.
El hombre que estaba adentro siempre tenía algo en sus manos, algún pequeño aparato que, ella asumía, no funcionaba, y él se tomaba todo el tiempo del mundo para arreglar, con calma y parsimonia. Tenía una lupa, o una lente, o lo que sea, que se colocaba en un solo ojo, y con eso miraba los detalles de lo que sea que estaba arreglando. Su postura no era la mejor, siempre bastante encorvado sobre la mesa de trabajo, o a veces, cuando levantaba una pierna con la ayuda de un taburete, colocaba el objeto sobre su rodilla y se acercaba a esta por comodidad.
Pero por más que tenga objetos grandes y pequeños en los estantes, con más o menos forma, y que siempre esté reparando algo, ella nunca, nunca, veía ningún cliente entrar en el local. Siempre estaba abierto, con la luz encendida, y él siempre estaba reparando algo, pero nunca entraba nadie en su local.
—¿Sabés si tiene algún cliente? —le preguntó a una de las chicas que también trabajaba con ella y señaló el local con la cabeza.
La chica miró en esa dirección y pareció verlo por primera vez en su vida.
—Ni idea, la verdad, nunca le presté atención.
Pero ella sí le prestaba atención y el hombre siempre estaba solo, todo el día, todos los días, en horario corrido, a toda hora. Y siempre, siempre, estaba reparando algo. Todo el día, todos los días, en horario corrido, a toda hora.
Un reparador. Era una profesión extraña hoy en día, en la era de la obsolescencia programada, cuando las cosas están hechas con fecha de caducidad, para que se rompan y se las reemplace con algo mejor, más nuevo, más moderno. Y este hombre reparaba cosas.
Si prestaba atención al vidrio podría identificar algunas. Tenía algunos relojes, una máquina de coser a la altura del piso, una vez lo vio reparando un par de anteojos, una linterna, unos patines de esos que tienen cuatro ruedas en dos filas paralelas y no las cuatro en una sola fila. Y era tan extraño. Eran objetos que tampoco eran muy usados. Todo el mundo usa la linterna de su celular, o se compra rollers nuevos. Nadie usa esas cosas viejas hoy en día.

Estaban en pleno invierno y su voyerismo había llegado a un punto que ni ella se esperaba. Había estado observando al hombre desde que llegaba, porque siempre estaba abierto cuando ella llegaba. Y no lo había visto moverse de esa posición en ningún momento. Estaba sentado, encorvado sobre la mesa, revisando una cerradura con un picaporte que parecía bastante antiguo. Lo había abierto, había revisado algo en su interior y lo había vuelto a cerrar. Luego había sacado distintas pomadas y cremas, y lo estaba puliendo hasta dejarlo como nuevo. Pero habían pasado cinco horas y no había hecho ni una pausa, ni para beber agua.
Sabía que no estaba del todo bien observar a alguien por cinco horas seguidas, pero ella misma había necesitado un café a media mañana y dos pausas para ir al baño. Se estaba preocupando, cada vez más, pero el hombre se veía calmo y tranquilo. Sus manos no temblaban, nunca lo había visto refregarse los ojos por el cansancio, ni masajearse la nuca después de estar en esa posición incómoda por horas.
Durante la mañana le había llegado un mensaje de una amiga, diciendo que iba a estar en el centro a la tarde, y la había invitado a comer algo a la salida del trabajo, ella aceptó sin siquiera pensarlo. Verse con una amiga no era algo que pase muy seguido cuando estás en plena cuarentena. Pasó el resto de su turno dirigiendo su mirada hacia el hombre, pero seguía lustrando con calma y cuidado hasta dejar ese picaporte tan brillante como un espejo.
Llegó el final de su día y salió del trabajo, se despidió de sus compañeras y fue a encontrarse con su amiga. Alcohol en gel y besos con barbijo de por medio, se sentaron en un barcito que había expandido su territorio hasta la plaza que quedaba en la vereda de enfrente. Comieron una merienda abundante, porque ella no tenía tiempo para almorzar apropiadamente en el local. Y durante toda la reunión con su amiga estuvo pensando en el hombre. No mencionó nada, pero no podía evitar pensar en ese anciano, sentado solo, reparando objetos y sin recibir clientes. ¿Cómo pagaba sus cuentas? ¿Y el alquiler del local? ¿Cómo sobrevivía reparando picaportes y anteojos durante una pandemia?
La merienda terminó y su amiga se despidió. Ella tenía que caminar hasta la parada de su colectivo, pero la preocupación fue más fuerte que ella y regresó a la galería. No perdía nada con cruzarla, solo tendría que caminar una cuadra más después. Pero al pasar por ahí sus sospechas resultaron ciertas, el pequeño local seguía abierto. Ya casi era la hora a la que cerraban las puertas de la galería, y él seguía sentado allí, ahora arreglando otro objeto que nunca había visto antes.
Salió por el otro extremo de la galería rodeándose el cuerpo con los brazos, sintiendo frío y pena, mucha pena.

Estaba en un pequeño kiosco que estaba afuera de la galería, media hora más temprano de lo normal, y estaba comprando un café. La imagen del hombre solo, sentado en ese local vacío, le había taladrado el cerebro toda la noche. Había terminado por levantarse antes de que suene su alarma y salir bastante antes del horario al que estaba acostumbrada. Pagó el café y llevó también una medialuna que no tenía mucha apariencia de estar fresca. Entró en la galería y comprobó que el local de ropa todavía esté cerrado. Siguió avanzando y llegó hasta el local del hombre, miró el cartel amarillento y los objetos sobre los estantes que daban a la vidriera. Había un cascanueces de bronce. Nunca había visto uno tan de cerca. Tocó la puerta suavemente y el hombre levantó la cabeza sorprendido. Dejó lo que tenía en sus manos, se levantó y caminó hasta la puerta, la abrió y ella oyó una campanilla.
—Buen día, señorita —dijo con una sonrisa amable.
Ese simple gesto fue suficiente para que ella tenga que reprimir un par de lágrimas que amenazaban con asomar.
—Buen día —respondió, también con una sonrisa—. Yo trabajo en el local que queda del otro lado —Lo señaló con la mano—, y solo le quería dejar esto, hace mucho frío temprano a la mañana.
Le entregó el vaso plástico con el café humeante y la bolsita con la medialuna. Él se mostró sorprendido, pero sonrió amablemente.
—Ay, niña, no hacía falta —Recibió ambos y los sostuvo uno en cada mano.
—No es nada —dijo ella con una sonrisa y miró hacia adentro del local con curiosidad, siempre había mirado a través del vidrio, pero estaba mayormente cubierto por los estantes y la enorme cantidad de cosas y cositas que había en ellos.
—¿Quiere pasar un ratito? Entre tranquila —dijo el hombre y volteó, dejó el café y la medialuna sobre la mesa y se sentó de nuevo en su silla.
Ella entró nerviosa y cerró la puerta detrás de sí. La campanilla volvió a sonar y vio que estaba colgada en la puerta.
—¿Me vio porque está en el local del frente? —preguntó el hombre, mientras se colocaba de nuevo la lupa en el ojo.
Ella asintió, pero no dijo nada, se tomó unos minutos para mirar los estantes y todas las cosas que había a su alrededor. Se sentía un poco fuera de lugar, bien vestida, con sus jeans modernos y sus botas de taco alto, rodeada de objetos que probablemente sean más antiguos que ella misma.
—Sí, me había dado cuenta de que alguien me observaba.
Ella se quedó paralizada. Volteó y el hombre estaba buscando algo en un cajón de su escritorio. Sacó su teléfono y se fijó la hora. Todavía era temprano, pero no quería que su tía la vea salir de ese local.
—Ehm... —comenzó, titubeando un poco—. Debería ir yendo, mi jefa va a llegar enseguida.
—Espere un segundito, creo que está aquí... —dijo el hombre y abrió otro cajón.
Ella miró a su alrededor de nuevo y vio que su local todavía estaba cerrado.
—Aquí está —dijo finalmente y sacó una bolsita que parecía de terciopelo.
Se puso de pie y le indicó que abra la mano, ella lo hizo. Abrió la bolsita y colocó lo que tenía en su interior en la palma de su mano.
—Ay, que hermoso... —dijo ella y lo acercó a sus ojos, para verlo mejor.
—Ese fue un anillo que me entregó una clienta hace muchos años para arreglar, pero nunca lo retiró. Lo tengo guardado desde entonces —dijo el hombre con una sonrisa.
Ella lo observó mejor un momento y se lo devolvió. El hombre lo recibió y lo levantó hasta tenerlo frente a los ojos.
—Tiene un secreto.
Le mostró el interior y presionó en un punto específico, un compartimiento secreto se abrió, mostrando un espacio vacío. Ella sonrió y lo tomó de nuevo, miró el compartimiento con detenimiento, fascinada. El hombre regresó a sentarse en su silla y tomó de nuevo el objeto que estaba arreglando. Ella se acercó a la mesa después de observar el anillo y se lo tendió de nuevo.
—Es muy lindo —dijo, todavía tendiéndole el anillo.
Él le dio la bolsa de terciopelo como respuesta. Ella abrió los ojos y la rechazó.
—No, no... —dijo y dio un paso atrás.
Él tomó el anillo, lo metió en la bolsa y se la entregó de nuevo.
—Jovencita, la amabilidad se paga con amabilidad.
Ella se sonrojó, y no pudo rechazarlo una segunda vez. Lo tomó, un poco temerosa. Él sonrió ampliamente y dio el primer sorbo a su café.
—Puede parecer que mi trabajo ya es obsoleto, pero le puedo asegurar que tengo mis clientes. De todos los tiempos y de todas las épocas, tengo mis clientes. A la mayoría no le gusta venir durante el día, eso es todo.
Ella asintió, segura que él había logrado deducir lo que ella había estado sintiendo estas últimas semanas. Guardó la bolsita en su cartera y el hombre se puso de pie, le abrió la puerta.
—Muchas gracias por el café, y ya sabe —Sacó una tarjeta de su bolsillo y se la dio con una sonrisa—, si necesita arreglar algo, estoy aquí todos los días.
Ella tomó la tarjeta con una sonrisa y salió del local después de despedirse. Salió de la galería y dio una vuelta a la manzana, porque una ola de lágrimas había inundado sus ojos sin previo aviso, pero no eran de tristeza.

Ya era de noche y su tía le había pedido que la acompañe ese día, su proveedor llegaba poco antes de las nueve y no quería estar sola en el local, ya había tenido una situación incómoda con él y quería evitarse otra. Desafortunadamente, si bien el horario corrido les hacía ahorrarse dos pasajes de colectivo, los días que llegaba el proveedor tenían que quedarse hasta el horario en el que siempre se había manejado él.
—Tengo un amigo que vive aquí cerca, lo puedo llamar para que nos acompañe si querés.
—No, no... —dijo su tía, mientras revisaba su celular—. El tema es cuando estoy yo sola, si hay alguien más no va a meter mano.
El proveedor llegó y se veía molesto por algún motivo. Bajó las cajas con la mercadería y les hizo firmar las fichas de los pedidos. Quiso detenerse a hablar con su tía pero ellas no se separaron ni un momento y terminó yéndose sin decir nada. Al final su tía le dijo que la espere afuera mientras cerraba todo, porque la iba a acompañar a tomar su colectivo.
Estaba caminando lentamente hacia la entrada cuando vio que el guardia estaba hablando con un hombre que estaba sin barbijo y se veía molesto.
—Mira viejo, no podés entrar sin barbijo, ¿bueno? ¿Cómo te lo hago entrar en la cabeza? No podés entrar —dijo el guardia, frustrado.
Una mujer entró y el guardia le tomó la temperatura en la muñeca y le colocó alcohol en las manos. La mujer entró refregándose las manos.
—¿Por qué la dejó entrar a ella? ¿Y qué le puso en las manos?
El guardia rió sin poder creerlo.
—Uh, el loco este. Ahora me vas a decir algo de la vacuna seguro.
—¿Qué vacuna?
Ella observaba la conversación y notó algo... raro. El hombre se veía un poco... fuera de lugar. ¿Era su ropa? ¿Era su tonada? ¿Era su corte de pelo? ¿Eran las palabras que habían intercambiado en esa conversación?
—Mire, no sé de qué me está hablando. Tengo que retirar algo que traje a arreglar. Nada más. Entro y salgo.
Ella abrió mucho los ojos.
—¡Hola! —dijo, y se acercó al hombre rápidamente—. Disculpe, ¿puedo hablar un ratito con usted?
Los dos la miraron sin entender. Ella le indicó al hombre que se acerquen a la vereda, para poder hablar con él sin que el guardia los escuche.
—Señorita, la verdad tengo apuro, y es imposible razonar con este hombre.
—¿Le puedo preguntar algo que va a sonar raro?
El hombre la miró con un gesto difícil de entender.
—¿En qué año cree que estamos?
El hombre se mostró aún más nervioso. No respondió.
Ella esbozó una sonrisa, porque estaba en lo correcto. O por lo menos sospechaba estar en lo correcto.
—Ahora –dijo y señaló hacia el suelo— estamos en una pandemia, y para entrar se va a tener que poner esto —Abrió su cartera y sacó un barbijo sin usar—. El guardia le va a tomar la temperatura y le va a poner alcohol en las manos. No debería tener problema para entrar con esto.
El hombre todavía la miraba, sin entender del todo lo que sucedía. Tomó el barbijo con desconfianza y lo sacó de la bolsita, ella le mostró cómo colocárselo. El hombre se lo puso, todavía sin saber qué decir. Caminaron de regreso hasta el guardia, que le tomó la temperatura un poco reacio y lo dejó entrar. El hombre volteó para mirarla una vez más, pero entró sin decir nada. Solo un momento después su tía salió de la galería con su teléfono en la mano.
—¿Me esperás un ratito que atienda esta llamada? De ahí te acompaño a que tomes el colectivo.
—Sí, sí.
Su tía volteó y atendió su llamada, y ella siguió mirando en dirección a la entrada de la galería. Todavía no podía entender muy bien lo que había sucedido, pero en el fondo estaba segura de que lo había descifrado, por lo menos algo había descifrado. El reparador se lo había dicho aquel día también, pero no podía recordar las palabras exactas. Su tía todavía estaba hablando por teléfono cuando el hombre salió de la galería y la buscó con la mirada. Caminó en su dirección y ella pudo ver que llevaba un teléfono de disco en sus brazos.
Se sacó el barbijo en cuanto estuvo frente a ella.
—Le agradezco —dijo, y se lo tendió.
Ella lo rechazó con una sonrisa, aunque él no habría podido verla.
—No, no... Déjeselo puesto hasta que regrese a... —Hizo una pausa, sin saber bien cómo ponerlo en palabras— ...de donde haya venido.
El hombre la miró con el ceño fruncido. No se veía molesto, pero sí un poco preocupado. Se colocó de nuevo el barbijo, al revés esta vez, y habló en voz baja.
—Le pido discreción, ¿sí? Creo que ya lo sabe, pero don Rogelio es... especial. Le agradecería la discreción.
Ella asintió, todavía con una sonrisa, el hombre se despidió rápidamente y se alejó. De inmediato su tía se acercó y lo señaló, preguntándole si pasaba algo. Ella negó con la cabeza y siguió esperando, con una sonrisa detrás de su barbijo.

Estaba caminando por el centro cuando pasó frente a la galería, se desvió de inmediato y entró. Hace unas semanas había estado buscando algo en un cajón cuando encontró la bolsita. La miró y su contenido regresó a su memoria de inmediato. Cómo la había obtenido también regresó a su memoria de inmediato. Sacó el anillo y se lo puso, le quedaba perfecto. Se lo sacó y apretó en un punto en particular, el compartimiento se abrió y dejó un espacio vacío a la vista. Ella sonrió y lo volvió a guardar. Se había dicho a sí misma que la próxima vez que pase por el centro entraría a la galería y ahora lo estaba haciendo. Solo quería corroborarlo.
Llegó hasta la esquina donde solía estar la tienda de ropa en la que había trabajado durante esos meses, pero al mirar al frente una sonrisa iluminó su rostro. Amarillento por el paso del tiempo, el cartel todavía leía “Arreglos Don Rogelio”. El vidrio del frente todavía estaba cubierto por estantes que tenían objetos más grandes, más pequeños, de metal, de madera y de plástico. Caminó hasta el local y miró adentro. Sus ojos parecían estar mintiéndole. En el mismo lugar, en la misma posición, con la misma cantidad de pelo y de arrugas, estaba sentado el hombre, arreglando una cámara de fotos a rollo. No había visto una en por lo menos treinta años.
Dio un par de pasos atrás y salió de la galería rápidamente. Unos minutos después estaba de nuevo frente a la puerta, golpeó con una mano y tenía un café en la otra. El hombre levantó la mirada, todavía con la lupa en el ojo, y sonrió antes de ponerse de pie. Caminó hasta la puerta y la abrió, la campanilla sonó igual que aquel día.
—Buenas tardes, señorita —dijo todavía con esa sonrisa.
Ella también le sonrió.
—Le quería dejar un café, porque aunque sea verano, hace frío a la mañana.
El hombre sonrió y lo recibió. Le indicó con la mano que entre.
—¿Se acuerda de mí? —preguntó ella, y cerró la puerta detrás de sí.
—Por supuesto —respondió él, y dejó el vaso sobre la mesa—, ¿le gustó el anillo?
Ella sonrió y asintió, pero lo miraba incrédula. No había cambiado. El local no había cambiado. El hombre no había cambiado. Habían pasado más de diez años, pero nada había cambiado. El hombre sonrió también y se colocó la lupa de nuevo en el ojo, ella se tomó un momento para observar todo a su alrededor, igual que aquel día, igual que lo recordaba. Lo miró de nuevo y no supo cómo preguntar. Pero él se le adelantó.
—Gracias por la discreción —dijo, y la miró con una sonrisa.
Ella sonrió, porque sabía de dónde habían salido esas palabras. De alguna forma el silencio en ese local no se sentía incómodo. Se quedó solo un momento más, viendo las cosas que había en los estantes, y terminó por despedirse, porque tenía que hacer otras cosas, pero cuando el hombre le abrió la puerta y se despidió ella no pudo evitar preguntar.
—Mis clientes siempre me encuentran. De todas las épocas y de todos los tiempos —respondió él, con una sonrisa.
Ella salió de la galería con una sonrisa, ahora sí, completamente segura de que había estado en una cápsula del tiempo. ¿Era ese lugar? ¿Era la presencia de objetos de distintos tiempos lo que le permitía mantenerse inmóvil en el tiempo mismo? ¿Era el reparador mismo? Porque verdaderamente hay personas que tienen esa capacidad. Y también hay lugares que tienen esa capacidad. Y objetos. Tal vez todos estamos rodeados de distintos tiempos, sin saberlo. Tal vez todos necesitamos un reparador que nos haga regresar al presente de vez en cuando. Desde todas las épocas y todos los tiempos.





Dan Zamora. Nacido en Tucumán, Argentina, Dan Zamora es un hombre trans de 27 años, escritor aficionado y traductor inglés-español. Actualmente es presidente de la asociación civil, Ayelén Biblioteca Popular de Cultura LGBT+, donde también desempeña su trabajo allí como bibliotecario.


Fotografía de 再一 王 (en Unsplash). Public domain.


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