No es nada nuevo afirmar que el tiempo es la única esencia del ser humano, su metáfora y paradoja más definitoria. Que seamos tiempo, es ya un tópico. Eso es lo que explica, de otra forma no puede ser, la curiosa obsesión del hombre por darle una forma a esta sustancia que por definición es un inexorable y continuo fluir. Medir el tiempo fue la primera de las formas de la consciencia humana del sí mismo, y a partir del momento en que se creyó inventar la forma idónea —medir era siempre fragmentarlo— se selló la más básica de sus condiciones: una perdurabilidad.
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