«La recta», un relato del escritor mexicano Carlos A. Limon

—Cuéntame una historia…

—Me lleva la chin… ya viste qué hora es…

—Sip, pero cuéntamela, ¿no?

Por un instante pensó en mandarla “reteharto lejos, al

carajo esquina con la chingada”, pero la suite del Atenas, la generosa cena (como dijera un exfuncionario priista recalcitrante), el estimulante baile y el increíble acto fornicatorio de una entusiasta, aunque borracha amante, hicieron que lo pensara mejor.

Levantándose con dificultad de la cama, dirigió los pasos hacia la tina del jacuzzi. Aún seguía algo borracho pero el agua todavía tibia le reconfortó.

—Okey, okey… ven, acércate… es una historia vieja, no esperes un inédito, pero es una de las que más me gusta…


La Recta


La Recta a Cholula (Vía Quetzalcóatl, nombre real), un highway a la poblana y antaño famoso matadero de perros, tiene pocas señales de tránsito, nulas acotaciones, los pasos a desnivel apenas se construyen y realmente no hay seguridad para los peatones que cruzan por esta carretera de alta velocidad que acorta distancias pero al atravesar varias colonias, centros de diversión de niños ricos (fresas algunos, otros no tanto), así como diversos lugares —aunque varias de ellas deben su creación a la vía rápida— ha sido pródiga en accidentes y su consiguiente mala fama. Cerca de doscientas cruces, algunas más ocultas por los muros de contención en algunos tramos del camellón central y las bardas construidas cerca de Cholula. En un panteón de respetables dimensiones se ha convertido con el transcurrir de los años.

¿Accidentes de la imprudencia? ¿Negligencia de las autoridades? Todo eso y más.

Pero eso lo saben todos.


La autopista, la Recta a Cholula, es blanda, suave, un nuggat de chapopote. De brillante, de babosa consistencia en unos tramos; fría, llena de cuarteaduras en otros, une como cordón umbilical la metrópoli con el municipio satélite de inmemorial historia. Y, después de todo, ¿no será al revés?

Olvidada en el corazón de una ostentosa casa de dioses que nadie recuerda, la enorme serpiente duerme satisfecha. Sin embargo, un día se hizo verbo en las mentes de los ingenieros que la hicieron carne, carne negra que se tiende suave bajo el inclemente rigor del día y la noche, en perpetua lucha. Y si bien no hay casetas de cobro ahí, la serpiente negra pide, exige su cuota.

Los autos pasan. Blancos Golfs y Jettas del año, Mercedes gris platinado, rojos Audis, Grand Voyagers, PT Cruisers, Beetles y Chevys como chocolates confitados. Pasan veloces sin detenerse, a más de cien; sólo un zumbido anuncia su presencia. Los grandes autobuses Dina blancos con franjas rojas y grises, con el logo de una serpiente emplumada en un costado, arrojan un vaho cálido cuando se acercan demasiado a los bordes de la carretera, un vaho como exhalación de moribundo.

Porque, a pesar de todo, tal vez la carretera no esté viva ni las leyendas sean ciertas, pero se riega con sangre. Con carne. Con huesos.

La noche sabe historias. Pero casi nunca las cuenta, se las guarda. De eso está hecha su memoria. El día también las sabe, pero no le importan.

Auto rápido, noche profunda de azul casi negro, reflejos lentos (el alcohol pesa). Auto que sale del camino, que se vuelca con estrépito, el golpe seco. Más golpes, los gritos. El dolor. Ese dolor que atenaza, que no deja pensar. Una punzada que se extiende desde un costado del cuerpo e invade todo.

Recuerdo a José Gabriel Galindo Jiménez. Amor eterno. Sus papás y hermanos. 7 de julio de 1996. Murió a los 18 años.

Inmovilidad, cuando no inconsciencia. La sangre que corre fuera de las venas, fluyendo incontenible. La misma sangre invadiendo la garganta con su sabor amargo, a fierro. Es espesa e irrita, duele, pica, no deja hablar. Y continúa fluyendo.

Gonzalo Lezama R. 24 de octubre de 1997. Recuerdo de sus compañeros del club.

La vista se nubla por la sangre, por el dolor. Los recuerdos se agolpan, se confunden en un sólo instante. 

El último aleph. No sabes dónde estás. Poco a poco llega la tranquilidad, el cansancio reparador; mañana será otro día, el olvido cierra los ojos, pesa tras los párpados, justo ahí donde se escapa el alma.

A lo lejos luces, sonidos de sirenas que se acercan, pero eso ya no importa mucho.

Juan de Dios Dávila Gómez. 08 de Marzo de 1975-26 de abril de 1997.

Primero el golpe seco, el crujido del cuerpo cuando se rompe. El cofre abollado, el cuerpo unos metros más allá y, triangulando la topografía del accidente, un zapato solitario. Otras veces el ligero brinco del auto, que opone resistencia por el bulto inesperado. Más sangre, más carne abierta. Más dolor que supura. 

A veces ni un “que…” o un “¡no…!” escapan de la boca. Sólo yacen ahí en la carretera; solo para explorar ese instante eterno en que el cuerpo está roto, cuando se asoma la otra arquitectura.

Francisco Javier Rosas Ipatlán. Murió el 28 de noviembre de 1998. Murió a los 31 años.

Si la suerte es buena se puede observar cómo asoma un hueso allá, a lo lejos, en el horizonte de la visión donde termina la piel, donde empieza la realidad. El dolor amenaza con volverse negro. Puede que de los labios se escape un “¡ay, mis hijos!”, gemido que se pierde entre los sonidos inarticulados de la noche.

Sra. Yolanda Méndez Villegas. Murió en 1996 a la edad de 30 años.

El dolor grita a través de los poros de la piel, la luz ciega, sus destellos danzan alocadamente, siempre centrífugos. Las manos no sirven, los pies no sirven. La boca no funciona. La noche es un estrobo de negro, rojo y azul epilépticos. 

El cuerpo es ligero, el alma pesada: se niega a partir. Caras por todos lados agitándose, gesticulando cosas que se saben pero que no tienen sentido. Un flashazo, la noche se transforma en una cabina. Aullidos de sirena a lo lejos. Y los papeles se invierten: el cuerpo se hace más pesado, el alma escapa ligera hacia los dos blancos: el de las distantes luces y aquél que está detrás de ellas.

Los autos pasan.


Dicen, pero nadie sabe qué tan cierto sea, que ciertos días del año los costados y el camellón de la Recta a Cholula se llenan de gente para cruzarla. No son prostitutas, amas de casa, padres de familia, obreros, niños fresa o borrachines desahuciados, pero lo parecen. 

Son Legión.

Cruzan la carretera, se detienen frente a las cruces negras de hierro pintado, con letras en dorado o blanco, miran los botes de leche Nido enterrados en la tierra, llenos de agua sucia, plantas marchitas o quemadas por el sol; a veces ni eso. Miran con sus cuencas vacías y en sus bocas hay palabras sin sonidos, huecas.

Los autos pasan. Blancos Golfs y Jettas del año, Mercedes gris platinado, rojos Audis, Grand Voyagers, PT Cruisers, Beetles y Chevys como chocolates confitados. Pasan veloces sin detenerse, a más de cien; sólo un zumbido anuncia su presencia. Los grandes autobuses Dina blancos con franjas rojas y grises, el logo de una serpiente emplumada en un costado, arrojan un vaho cálido cuando se acercan demasiado a los bordes de la carretera.

Los muertos tienen autopistas nuevas.


Carlos A Limón nació en la ciudad de Puebla, México, en mayo de 1972. Cursó la educación básica en el DF (hoy CDMX) y San Fernando (Tamaulipas); estudió la educación media superior y la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP.

Ha trabajado como corrector de estilo, editor, reportero y columnista en diversos medios locales como El Universal de Puebla, El Heraldo de México en Puebla, Revista Intolerancia, Intolerancia Diario, Sexenio Puebla, 24 Horas Puebla y Alcance Diario. Ha colaborado con revistas especializadas de ciencia ficción y fantasía como Umbrales, Azoth y La langosta se ha posado. Apareció en la antología de cuentos ciberpunk Silicio en la memoria, de Llaca Editores, y en la antología de literatura poblana realizada por la revista Ítaca, coeditada por la BUAP y Periódico Síntesis.

En 1994 recibió el premio Más allá en la categoría de “Cuento inédito”, otorgado por la CACYF (Argentina), y en 2000 el premio nacional “Puebla” de cuento de ciencia ficción y fantasía.

Correo electrónico: carlosalbertolimon6@gmail.com


Fotografía de  SOCMIA Fotografía (en Unsplash). Public domain.


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