Creí que era esa la peor noche de mi vida. Triste fue darme cuenta que había sido sólo la primera de las peores e incontables que le prosiguieron.
El apacible sueño de los pobladores de aquel caserío entre pinos, fue abruptamente interrumpido por aullidos furiosos, disparos, maldiciones, gritos de dolor, muerte y confusión.
Eran los secuaces de Dionicio Figueroa que venían a cobrar venganza porque los hombres del Rancho Barranca del Venado nos negamos a unirnos a sus filas.
No encontrábamos sentido enrolarnos en una guerra que sólo favorecía al gobierno; que hacía improductivas las tierras y las haciendas; que enfrentaba al pueblo contra el pueblo y a los más pobres los hacía tomar las armas, hermanos contra hermanos.
Nadie esperaba ese ataque tan cobarde. Ocultos en la oscuridad de la noche, cuando todos dormíamos profundamente, incendiaron el caserío y acribillaban a balazos a quienes despavoridos huíamos del fuego.
Apresaban a algunas mujeres y a los hombres que podrían serles útiles para la lucha.
Me abalancé como una fiera cuando vi como un grupo de rufianes arrastraban a tu madre contigo aún dentro de su vientre. Todo fue inútil. Sólo recuerdo un fuerte golpe en mi cabeza, una luz cegadora y después nada.
Desperté muy lejos de ahí, atado a un árbol; me habían dado por muerto.
Pasé escondido entre cuevas y árboles por varios meses. Conforme recobraba las fuerzas, mi tristeza se convertía en odio y sed de venganza.
No podía regresar. No podría soportar la vergüenza de ver mi jacal y todo aquel paraíso destruido. Me mataría la tristeza al clavar una cruz con el nombre de la única mujer que he amado en mi vida, tu madre.
No podía unirme a las hordas asesinas de Dionisio Figueroa. Tampoco a las de Federico López. Ellos tenían su guerra, y no era la mía. Era una guerra que, según yo, había matado lo que más amaba; yo mismo era un difunto penando entre tanta destrucción.
Me sentía como una piltrafa humana; cubierto de odio, bañado de vergüenza, sin esperanzas, sin rumbo. Todo eso me llevó a pelear en mi propia guerra. Era yo mi comandante, mi soldado, mi enfermero, mi capellán y mi verdugo. Un solitario y vil salteador de caminos.
Más creció mi infierno cuando me enteré que tu madre y tú aún vivían. Que tú contabas ya con cuatro años. Que tu madre seguía sola, aguardando en cama cada noche el milagro de mi regreso.
Cuando supe que tu madre te contaba que tu padre habría muerto como un héroe en la guerra, y que una foto mía siempre recibía de ti una florecilla del campo, apreté el anillo sin dedo de una boda llena de amor y de esperanza, que ahora es un recuerdo que me atormenta.
Nunca pude conseguir una foto tuya, para apretarla contra mi pecho en esos días angustiosos oculto en las trincheras, temblando de miedo, de frío. Rezando incansable y atropelladamente el Rosario, pidiendo vida, pidiendo muerte, pidiendo… nada.
Sí Valentín. Tu héroe lloraba. Y cobardemente se ocultaba. No fui capaz de regresar a tu lado.
No quise que vieras mi cuerpo mutilado. Que las quemaduras de mi rostro te asustaran. Que mis eternas pesadillas, que me hacían despertar gritando cada madrugada, sobresaltaran tus sueños.
Qué futuro te esperaba a ti al lado de un conscripto, buscado por la ley, odiado por todos, hasta por mi propia conciencia.
Eso es la guerra Valentín. Si Valentín, eso es la guerra. En una guerra todos mueren; aun los que quedan vivos. En una guerra todos pierden; aun los que se coronan con la victoria.
La guerra son novias que se nutren con letras manchadas de sangre, con esperanzas que en cualquier momento pueden extinguirse.
Madres abandonadas que se convierten en soldados para defender y alimentar a sus hijos.
Hijos que no tendrán un padre quien los enseñe a montar un burro, a pialar un becerro, a sobrevivir en el monte.
Hijos que se volverán diestros lanzando el balón contra un tronco o una pared, porque no está cerca papá para que se los regrese.
Hijos que cargaran con la vergüenza o la honra del incierto resultado de las batallas de sus padres.
Que sólo heredarán una chaqueta agujereada, un bello recuerdo contado por la abuela… o nada.
Sólo fui capaz de enviar de cuando en cuando algunas monedas a la tienda de Don Remigio, para que se las hiciera llegar a tu Madre.
Al igual que esta carta, que te será entregada cuando tú seas mayor. Cuando tal vez puedas comprender mi ausencia, porque sólo eso pido, tu comprensión. Tu perdón no lo merezco.
Hoy por la noche, me acercaré con el Cura del Templo del Señor del Perdón, del pueblo donde tú vives. Postrado de hinojos confesaré mis culpas e imploraré la misericordia del Altísimo.
Y ahí mismo me entregaré al gobierno. Para que mañana, al clarear el día, un pelotón fusile a este cadáver, que falleció aquella infernal noche, hace ya casi siete años.
Gabriel Valdovinos Vázquez
Colima, MÉXICO. 1970.
Autor de los libros Jubileo, Destellos, Desafíos y Naufragios. Colabora en diversas revistas de España, EUA, México, Perú, Colombia y Argentina. Escribe narraciones cortas, sobre temas sencillos y cotidianos; pretende llevar al lector, a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que convivimos todos los días.
Fotografía de Антон Дмитриев (en Unsplash). Public domain.
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