El corazón de Alicia latía cada vez más aprisa, conforme las manecillas del viejo reloj se acercaban lentamente a la hora tan esperada.
Repasaba en su mente una y otra vez el plan trazado, cuidando que no quedara ningún detalle por atender.
En una pequeña maleta había reunido algunas prendas de vestir y artículos de uso personal, ocultándola tras una planta en el jardín frontal de la casa.
Las puertas que tendría que cruzar al salir, las había engrasado previamente y cuidado que las pudiera abrir y cerrar sin llave alguna, para no generar ruidos que pusieran en alerta a su Tía Feliciana.
La posibilidad de escapar de la casa de su tía la llenaba de una mezcla de sentimientos por demás diversos: angustia, miedo, tristeza, alegría y una inexplicable emoción, tan sólo al imaginar cómo sería la vida lejos de las cuatro paredes en que había pasado los veintidós años de su monótona existencia.
En realidad, su tía no era mala; simplemente la ahogaba entre presiones y chantajes, con la eterna cantaleta de que la excesiva supervisión e intromisión en sus escasas relaciones sociales, eran con el fin de protegerla y que a cambio sólo le pedía que permaneciera a su lado para hacerse cargo de las dolencias propias de su vejez.
Alicia sólo pudo acceder a la educación escolar básica, manipulada siempre con los mismos argumentos. Sus únicos pasos fuera de la casona, eran para acompañar a Doña Feliciana al doctor o a sus devociones religiosas.
Desde muy temprano iniciaba las labores domésticas y su descanso era ya muy entrada la noche, agobiada no solo por la intensidad del trabajo físico, sino por la sombría rutina que la ahogaba en interminables sollozos nocturnos.
Una tenue luz empezó a iluminar el corazón de Alicia hacía apenas unos meses, cuando de manera inesperada, cruzó por primera vez su mirada con la de un alegre joven que con entusiasmo pregonaba de manera muy peculiar por todo el barrio al amanecer y a punto de oscurecer, todos los días.
Cuando se acercaba la hora de los circunstanciales encuentros, de manera inconsciente se esmeraba en su arreglo personal, aumentando con ello la natural belleza de su rostro, el brillo de su mirada y la discreta sonrisa que la lúgubre soledad en que vivía, no había logrado extinguir.
Al escuchar a lo lejos los melodiosos versos con que Enrique el panadero anunciaba su presencia, un incontrolable temblorcillo en su labio inferior y la sudoración de sus manos se apoderaban de ella.
La mutua atracción de aquellos jóvenes inició con tímidas y sencillas miradas, con sonrisas cada vez más delatadoras e insinuantes, y una que otra galletita en forma de corazón que, acompañada de un intenso, “la hice yo, para ti”, iba a parar al envoltorio de pan de Alicia.
La relación no podía ir más allá, pues el desarrollado instinto, la vista acuciosa y la puntillosa perversidad de las vecinas habían detectado aquel incipiente enamoramiento y puesto sobre aviso a la Tía Feliciana, quien desde entonces no permitía que Alicia saliera a saludar a Enrique.
Pero para el amor no hay imposibles. Desde el balcón superior de la casa, Alicia miraba con ansiedad a Enrique, quien con un discreto guiño, la saludaba a lo lejos todos los días.
Una mañana, Alicia observó cómo Enrique, mediante señas trataba de decirle algo, cuando su tía quedó de espaldas a él.
Intrigada, la joven revisó con cuidado el envoltorio del pan una vez concluido el desayuno, y descubrió un mensaje escrito en la parte interior del mismo.
“Te invito a que vivamos nuestro amor en completa libertad y para siempre. Paso por ti el viernes a la media noche”.
Los tres días que faltaban para el atrevido encuentro, parecieron eternos. A cada momento Alicia cambiaba de opinión y de sentir, conforme por su mente pasaban los posibles acontecimientos que le esperaban.
Preparaba y vaciaba la maleta dos o tres veces al día. Cambiaba de estrategia cada cinco minutos. Pensaba en las consecuencias de su decisión no sólo para ella, sino para su tía y para Enrique. No era menor el problema y la incertidumbre que tenía enfrente.
Había momentos en que se consideraba a si misma completamente loca; ¿cómo podía enamorarse de quien no conocía? ¿cómo sería capaz de arriesgar su presente y su futuro de esa manera? ¿qué gustos, costumbres o ideas tendría ese hombre de quien sólo sabía su nombre y su humilde ocupación? ¿qué pasaría con su tía tras abandonarla de esta manera? ¿era correcto su proceder hacia quien se había hecho cargo de ella desde que su madre, según sabía, la abandonó al nacer?
Se sentía como la protagonista de esas películas cursis y de esas tele novelas baratas que ella tanto criticaba.
Enrique no la estaba pasando mejor; desde que había enviado el recado, Alicia no aparecía en el balcón. ¿Acaso sería Feliciana y no Alicia la que leyó primero el recado? ¿Será por eso que Feliciana le sonríe de manera pícara como no lo hacía antes? ¿Le ocasionaría ese imprudente recado algún problema grave a Alicia? ¿Y si el viernes a la media noche, en lugar de Alicia lo está esperando Feliciana?
Llegado el día, sentía los latidos de su corazón retumbar en los oídos. Las campanas del templo marcaron la hora convenida. La puerta de servicio de la vieja casona se abrió lentamente.
La luz de la luna proyectó una sombra por demás alargada, lo que contrastaba con la figura menuda y grácil que de Alicia él esperaba.
Este pequeño detalle lo hizo entrar en pánico, y a punto estaba de emprender la veloz huida en su destartalada bicicleta, cuando la negra cabellera de Alicia asomó por aquel umbral.
No disminuyó la tensión de su cuerpo, al contrario, la encantadora belleza de la joven, contrastada con la plateada luz de aquella noche de plenilunio, lo impresionó sobremanera.
Con gracia, la chica tomó su pequeño equipaje del jardín, montó ágilmente en el lugar que habitualmente ocupaba el canasto del pan, y se sujetó con fuerza a la cintura de aquel ciclista que temblando de miedo y emoción cruzó a toda velocidad las callejuelas del pueblo, hasta perderse en una vereda entre frondosos árboles para intentar ponerse a salvo.
Las sombras del camino y los sonidos de los animales nocturnos, aceleraban aún más la ruidosa respiración de aquel par de enamorados fugitivos en busca de libertad y felicidad compartida, uno al lado del otro… y para siempre.
De pronto, la vereda topó con una pendiente bastante inclinada, que ascendía hacia la cumbre de una pequeña loma, pero que era imposible cruzar en bicicleta, y menos aún con el desgaste físico que tenía a Enrique exhausto y sin aliento. Eso hizo obligatorio detener la marcha y tomar un descanso, para definir cuál sería el siguiente paso.
Fue hasta ese momento que, frente a frente, muy cerca uno del otro, se fundieron en un fuerte abrazo, intercambiando el sudor frío que empapaba sus temblorosos cuerpos.
No había tiempo para palabras, preguntas o saludos, ya que sus labios se encontraron y sólo atinaron a conocerse mutuamente mediante suaves roces e intensos y apasionados besos.
Las dudas, los temores y los cuestionamientos, pasaron a segundo término. Ni siguiera el sinuoso camino que deberían transitar tenía la más mínima importancia.
Ahora, el temblorcillo de sus cuerpos era ocasionado sólo por el amor advenedizo, la pasión incontrolable y el mutuo deseo de poseerse.
En ese solitario paraje, en ese incierto momento, al lado de ese desconocido, Alicia estaba viviendo el momento más feliz de su vida. Ese sólo momento valía lo que el futuro próximo quisiera presentarle.
Y mientras con sus atrevidas manos Enrique la empezaba a despojar de sus vestidos, le susurraba unas suaves palabras a sus oídos.
Sintió sobre su espalda desnuda el viento fresco que entraba por su ventana y a lo lejos el matutino pregón de Enrique, anunciando su cotidiana presencia en el vecindario.
Rápidamente se incorporó de la cama, mientras caía en la cuenta que Enrique sólo contaba con cinco minutos, un lápiz y una envoltura de papel para, mediante un romántico sueño, rescatarla de las garras de su malvada tía; y a ti, curioso lector, de tu afanosa rutina.
Gabriel Valdovinos Vázquez
Colima, MÉXICO. 1970.
Autor de los libros Jubileo, Destellos, Desafíos y Naufragios. Colabora en diversas revistas de España, EUA, México, Perú, Colombia y Argentina. Escribe narraciones cortas, sobre temas sencillos y cotidianos; pretende llevar al lector, a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que convivimos todos los días.
Fotografía de Niklas Hamann (en Unsplash). Public domain.
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