Estaban junto al agujero de la ventana. El cristal tenía apariencia de haber sido reventado con una piedra. O puñetazo.
—Riña de piratas— dijo ella.
En la superficie del vidrio se tallaban caminos estriados. A través del orificio se filtraba la fantástica opacidad del crepúsculo escarlata. Bebieron el ron desde la botella y penetraron sus miradas inocentemente. Como niños prisioneros en cuerpos marchitos, de chatarra.
Flotaba polvo en la atmosfera del bar. En diferentes ángulos de la estancia se proyectaban sombras que sin prisa se extendían para cubrir definitivamente los muros y expresiones briagas dobladas en el resto de las mesas.
— ¿Qué sensibiliza a una persona? —preguntó él.
Contemplando, ahora: el bulevar, el firmamento, pájaros planeando circularmente, mujeres hermosas. Otras: grasientas. Todo un paisaje visto por medio de una perforación afilada. Capaz de amputar dedos. O lo que sea. Y derramarlos como lagos de sangre que manchan el suelo y se mezclan con alcohol.
La chica sonrió con guapa melancolía. Encendió el cigarrillo colgado en su oreja. A pesar del claroscuro encontró unos ojos diáfanos al frente. Besó los labios del chico. Expulsó el humo en su cara y después introdujo el índice en el hueco del vidrio. En su dedo se acumuló una burbuja de sangre.
—Esto—dijo, mostrándoselo.
Y, en el área entre las cejas del muchacho, dibujó una espiral con la huella cortada.
—Palizas. —continuó—. Escupitajos a los tres o cuatro años. Cigarrillos apagados en la piel de tu espalda. Drogas. Licor. Cenizas. Jesús. Almas de hoz. Insultos. Amor. Contradicciones. La muerte de una flor, de leones del Atlas. Cementerios. Crecer. Engordar. Cuatrocientos golpes contra la pared…
Al terminar la última frase, guiñó su ojo negro que, fugazmente, robó el color de la miel a causa del débil resplandor que la alumbraba. Se partieron de risa, casi hasta mearse.
Un hombre y una mujer, ubicados en la barra, bebían en silencio. De repente la mujer lo llamó hijo de puta. Le dio un zarpazo con sus uñas de borracha. El hombre vomitó. Pero de una patada la tiró del asiento. Una patada grotesca, sin sentido común. Los echaron a la calle. Como basura al cesto.
Permanecieron un rato tendidos al lado de una rendija de alcantarilla. Tomaron fuerzas. Se incorporaron y agarrados de la mano se largaron para siempre. Fumando cigarrillos y bebiendo de una botella diminuta. Toda la escena sucediendo mientras otro tipo, dentro del bar, cantaba desde un micrófono oxidado una canción sobre alguien que era rey cuando deambulaba por su cuenta. Luego algo sobre barcos que iban a la deriva en el océano. Haciéndolo, lloraba como si tuviera tres o cuatro años.
Sebastián Trujillo. Comunicador social y periodista colombiano residente en Berlín, Alemania.
ILUSTRACIONES: El retrato ha sido remitido por el autor de la obra.
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