Cuando escuchó el chirrido de la puerta de entrada, el dueño del motel en Esterbrook, ubicado cerca de la carretera, se levantó con dificultad de su torcida silla de madera y paja.
—No tengo más habitaciones, le dijo al hombre de sombrero de huaso pita que acababa entrar.
—Busco a John Taylor. Quizás esté alojado aquí.
—Nadie con ese nombre está parando acá.
—¿Podría fijarse si estuvo durante estos últimos tiempos?
Ante la mirada renuente del viejo, agregó:
—Por favor
—¿Quién lo busca?
—Un antiguo amigo
El hombre tomó un cuaderno de abajo del mostrador, lo abrió y leyó:
—Nadie con ese nombre ha estado acá. Y si hubiera estado, lo recordaría. Pasa muy poca gente por este lugar.
—¿Está seguro que …?
—Tres huéspedes, ninguno con ese nombre.
—¿Tres?
—Solo hay tres habitaciones.
John Taylor, que estaba saliendo de su habitación próxima a la entrada, permaneció inmóvil, al escuchar que alguien preguntaba por él. El no registrarse con su nombre era algo a lo que estaba acostumbrado.
Los Taylor habían vivido en un pueblo pequeño y casi olvidado del lado este del condado de Wyoming, en donde el viento sopla con cautela y el silencio del lugar enmudece a los pájaros que pasan por allí, no atreviéndose a que su canto altere o interrumpa el reposo de sus escasos habitantes.
John era un niño que, quizás por no haber tenido hermanos con quien jugar o compartir, había desarrollado una frondosa imaginación. Él desconocía que ese mundo imaginario era parte de una ilusión, una ilusión que se desvanecería ni bien se confrontara con la realidad, con el afuera. Es probable que lo intuyera y, justamente por eso, posponía el encuentro con el mundo real, guareciéndose en sus pensamientos. Quizás como casi todos los mortales. Casi todos, dije, porque su amigo Juan- uno de los pocos latinoamericanos asentados en aquel recóndito lugar- sabía muy bien que esa ilusión, tarde o temprano, llegaría a su fin.
Se conocían desde muy niños y si bien ambos vivían vidas muy diferentes (de hecho, Juan vivía con los pies bien plantados sobre la tierra), Juan se permitía soñar en esos ratos compartidos, durante esas tardes robadas a la siesta en que, tirados sobre el pasto al sol, John relataba historias de caballeros y reinas y héroes.
La ficción en que vivía John terminó abruptamente el día en que sus padres retornaban de la ciudad capital de Wyoming, llevando unas cuantas cervezas en su organismo, acumuladas durante los diez días que duró el festival el Cheyenne Frontier Days, un evento de monta de toros y de caballos broncos sin silla que se celebraba todos los meses de julio, considerándose el rodeo al aire libre más grande del mundo.
El desvencijado Ford Falcon se inflamó en circunstancias poco entendidas: algunos, los más fantasiosos, conjeturaron que el alcohol que los Taylor llevaban consigo había facilitado la quema del auto y su rápida posterior explosión; otros, los más técnicos: que había habido una falla en el sistema de escape, provocando una deflagración del mismo. El hecho es que el incendio produjo una voladura inmediata del vehículo, frente a la entrada a la casa, siendo John testigo de la muerte de sus padres.
Desde hacía dos años, Bob y Sarah iban a la ciudad capital a participar de ese encuentro, dejando al niño solo, considerando que, a la edad de 12, perfectamente podía arreglárselas sin ellos por unos días, y, sin embargo, no lo suficiente grande como para presenciar el evento donde muchas veces había habido muertes de cowboys.
John los odiaba por no llevarlo con ellos, sabiendo que querían estar solos, librándose de su hijo por unos días en que gustaban emborracharse. Después del trágico accidente, lamentó el haberse despedido de tan mala manera el día que partieron hacia el festival y recordó que, en aquel momento de ira, había golpeado el auto con un martillo, rozando el caño de escape. Les había deseado la muerte. Ahora se preguntaba: ¿Él había provocado tal desgracia?
El niño tuvo que abandonar su casa para irse a vivir con unos tíos. Si bien nadie conocía bien el detalle del parentesco de John con esos tíos, ninguna persona podría entender el por qué los Denver albergarían a alguien que no fuera un familiar. Se podría pensar que el que se apiadaran de un niño huérfano revelaba que era gente bondadosa y solidaria. Sin embargo, se sabía que los Denver no pertenecían a esa clase de personas, que no acostumbraban hacer nada que no les significara algo a cambio. Así es que no se cuestionó que esta familia compuesta por el matrimonio, Will y Dorothy, y sus hijos Mark, Paul, Daniel y Nancy, en orden de aparición, decidiera cobijar a John después de semejante tragedia, si no fuera un sobrino. Y a nadie en ese pueblo chico le importó mucho tampoco.
Así es que John pasó de vivir en Lost Springs a Little América, un lugar cercano de 20 kilómetros cuadrados y con una mayor población. Si bien Little América no dejaba de ser considerado un pueblo, el ruido del lugar y de sus cuatro primos, y el tener que levantarse tan temprano a ordeñar vacas y ocuparse de las gallinas y los cerdos, le fue desarrollando y resaltando a John un carácter indisciplinado y rebelde. Tenía desavenencias constantes con los Denver que le provocaban ataques de ira y era muy cotidiano verlo pelearse a las trompadas con los hijos mayores del matrimonio.
Aún viviendo en pueblos diferentes, la amistad con Juan continuó. John solía irse sin permiso de la casa de sus tíos para encontrarse con su antiguo amigo y sentir y creer por unas horas que aún seguía viviendo en Lost Springs.
Pero un día tomó algunas ropas, algo de comer y el dinero que su tío guardaba en una cajita de lata vieja y se fue de Little América con la idea de no volver jamás. Sabía que su tío no se quedaría de brazos cruzados, que lo buscaría hasta encontrarlo. Pero John estaba decidido y emprendió un viaje sin destino, vagando de pueblo en pueblo, albergándose en hoteles de mala muerte, o en la calle, dependiendo de si había conseguido hacer alguna changa. Sin embargo, John se sentía libre por primera vez, pero la alegría de vivir a su antojo se enturbió, cuando descubrió que alguien lo estaba persiguiendo. Al principio trató de desestimar la idea, pensando que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, hasta que confirmó que un mismo hombre le seguía los pasos a cada pueblo en que él intentaba establecerse.
Así comenzó una vida de martirio para John, no pudiendo permanecer mucho tiempo en cada lugar; una vida de nombres falsos, de estar en alerta, confundiéndose con la gente del lugar, sabiendo que cuando llegara a sus oídos que había un hombre de sombrero de huaso pita buscando a un tal John Taylor, debía partir.
Hacía unos meses en que John se encontraba viviendo en el motel de Esterbrook, haciendo pequeños trabajos para el dueño, queriendo creer que la persecución del hombre de sombrero de huaso pita había concluido.
Pero aquella mañana, cuando salía de su habitación próxima a la entrada, su esperanza se desmoronó.
- Busco a John Taylor. Quizás esté alojado aquí. Busco a John Taylor…Busco a John Taylor…, resonaba en su cabeza.
Después de que aquel hombre saliera del motel y habiendo escuchado el ruido del motor del Chevy alejarse, John tomó sus pocas pertenencias y partió. A unos pocos kilómetros, se sentó a un lado del camino, desbastado, agotado de esa vida sin vínculos, de esa vida de clandestinidad, cuando alguien lo tomó desde atrás y por el cuello, ahogándolo, sin dejarlo respirar.
-Date cuenta, John, que no vas a poder huir por siempre…
En el forcejeo, John vio caer el sombrero de huaso pita.
—¿Por qué esta obstinación? ¿Por unos pocos pesos que robé? ¿Por la muerte de mis padres? Yo no quería que se murieran, yo sólo estaba enojado.
El hombre lo soltó y John, totalmente confundido, pudo mirarlo a la cara.
—¡Sos vos Juan, sos vos! ¿Por qué, Juan? ¿Por qué me perseguís?
—Yo no te persigo John. Yo siempre estuve para ampararte de tu ira, de tu culpa, de tu locura y no me lo permitís.
—Juan, estoy cansado de huir.
—Es que no te das cuenta John, mírame bien, ¿no te das cuenta?
John se separó unos pasos de Juan, cerró los ojos y cuando los abrió, se encontró solo, solo en el medio de aquella carretera solitaria. Confuso, turbado, desesperado, volvió a cerrarlos, apretando fuertemente sus párpados y cuando los abrió, allí estaba Juan otra vez.
—Juan, ayúdame, no entiendo…
Juan lo apretó fuertemente contra sí mismo, quedando ambos unidos en un abrazo.
—¿No te das cuenta, John, que estas huyendo de vos mismo? ¿No te das cuenta, John, que ambos …?
Alejandra Ruth Favini, nacida en la ciudad de La Plata, es profesora en Lengua y Literatura Inglesa, egresada de la UNLP. Actualmente dicta clases en dicho establecimiento. Es actriz, ha actuado en teatro y televisión, escribiendo textos propios y creando sus propios personajes en el programa El Viejo Ascensor (premio Martín Fierro Mejor Programa de Humor de cable).
También ha incursionado en la radio, siendo la escritora, conductora, productora y actriz, interpretando roles variados en el programa de ficción semanal en Radio Rocha AM 1570 Esta noche, Sharon esta de Humor.
Ha estudiado guión cinematográfico con directores y guionistas tales como Diego Lerman y María Meira; se ha formado en la escritura de narrativa y teatro con las dramaturgas Diana Amiama y Mariela Anastasio.
Ha publicado cuentos varios y ha recibido el Premio Emilia por su obra teatral Escenas de las Últimas Semanas de Rita, habiendo participado en el Sexto Concurso Nacional de Humor.
Fotografía de Mana5280 en Pixabay
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