Hace unas horas pensé mucho en el pasado, en dónde estábamos y dónde terminamos. Pensar en lo que queríamos hace unos años es como tomar en serio a un niño cuando dice “Quiero ser un astronauta cuando crezca”, porque siempre da igual: nos vemos invencibles, nos vemos con posibilidades, pero al final, incluso siguiendo un mismo camino recto, inevitablemente, terminaremos girando en algún punto.
Y partiendo de esto, yo no soy la excepción, y para ser sincero, me gustaría omitir el porqué, solo he de decir que, de pequeño, yo quería ser director de cine; y, al fin y al cabo, aún teniendo sueños grandes, sigo viviendo en el pequeño Detéramo.
Ayer por la tarde, mientras terminaba de lavar mi ropa y pensaba en lo que comería aquel día, me llamó una amiga de la carrera, me preguntó por lo que hacía y si quería quedar con ella a pasar la tarde, le dije que sí, así me ahorraría el trabajo de cocinar, y salí vestido con unos pantalones de mezclilla, una camisa azul marino y tenis negros. Fuimos al centro, a un restaurante llamado “Cena Lusa”, un lugar con un atractivo peculiar, los muebles no han sido cambiados desde 1960, en una pared blanca cuelgan fotografías del dueño junto con celebridades menores que pisan el local y, el mayor atractivo, quesadillas empapadas en manteca con una salsa picante tan deliciosa, que nadie, ni un aficionado a la nutrición, puede decir que no. Pues bien, mi amiga Malinali me hablaba de su trabajo, de los problemas comunes que existen cuando convives diariamente con más de cuatro personas en un mismo cuarto, hasta que sonó mi celular. Lo primero que pensé, cuando leí aquel mensaje fue: “¡Con qué noticia empiezo hoy!”; y lo siento, pero Balmes no dejó margen para esquivar o ignorar que, aquella frase, es perfecta en aquellos momentos de tristeza y amargura.
Verónica, compañera del alma, mi más grande amiga, mi confidente, aquella a la que no podía soltar de la mano cuando andábamos en primaría, dejó esta vida como quien renuncia a quedarse en su casa un día más, como quien abandona una fiesta sin despedirse. Lo último que le dije fue “Yo te marco”. La conocía de toda la vida; sus padres, al igual que los míos, tenían problemas económicos, por ello es que nos inscribieron desde el kínder a un maldito centro escolar llamado Panecléctico, lleno de niños idiotas que no conocían la palabra “no”, futuros violadores y profesores incompetentes faltos de empatía. Un infierno donde ser diferente amerita condena, donde si no te gusta pelear eres la víctima, y donde Verónica se volvió mi Virgilio, mi luz de esperanza, mi mejor amiga. Aquellos días, en la hora del recreo, nos podías ver sentados en el suelo compartiendo alguno que otro juguete, anécdotas de nuestras vacaciones y hasta secretos, ella nunca me dio la espalda ni yo a ella, éramos los únicos aliados de aquella tierra llena de imbéciles que gustaban de hombres sudorosos y deportes absurdos. Para revivir aquella veladora del recuerdo y remembranzas, puedo contar que, cuando estábamos en cuarto de primaria, Gabriel, el bastardo sin padre, llegó junto a nosotros solo para agarrarme del cuello y enterrar mi cabeza en un hormiguero, y antes de que cumpliera su cometido, llegó Verónica y le dio un codazo en la nariz tan fuerte, que todos a nuestro alrededor callaron al oír el tabique de mi agresor romperse; claro que no hubo castigos, claro que no hubo represalias, solo un “No vuelvan a pelear, muchachos” y yo agradecido eternamente de mi salvadora. Llegamos juntos al final de la primaria, me cambiarían de escuela en razón de mis insistentes quejas sobre el trato que daban los malditos tutores y ella se iría al mismo internado que una de sus primas, más por el prestigio que otra cosa. Pasaron los meses, seguíamos hablando por mensaje, al llegar a la preparatoria se me hacía más difícil seguir en contacto, y la última vez que la vi fue por coincidencia en la calle, parecía preocupada, lo atribuí a su trabajo y sin más, continué con mi vida sin preocuparme por ella. Lo último que le dije fue “Yo te marco” cuando me invitó a salir por mensaje, y no lo hice.
Contuve las lágrimas frente a Malinali, pagamos la cuenta, le dije lo que había pasado y me dijo “Cualquier cosa que necesites, si necesites hablar, márcame”. Lo hice hace unos minutos.
La persona que descubrió el cuerpo fue su madre, habían pasado cuatro días desde la última vez que habían hablado y la encontró en la bañera, por el olor y la hinchazón, el forense dictaminó que habían pasado dos días desde que tomó la decisión, la última persona a la que llamó fue a su novio, este dijo que le preguntó si podía irse con una amiga de vacaciones, él le contestó que sí y ahora se siente como la mierda, dicen que lo último que comió fue plátano frito con quema, sus favoritos desde niña, y que lo último que vio en su computadora fue un episodio de Los Simpsons, su programa favorito. No fui a su casa, nadie fue, solo su madre y el equipo especializado para esos casos, yo fui a un supermercado para comprarme un paquete de aspirinas y una botella de jugo; siempre que me estreso, aquello es lo que me ayuda. Intentaba distraerme caminando por los pasillos de aquel Walmart, y me encontré con alguien que nunca creí ver, de hecho, el no debía estar ahí. Jorge, maldito bastardo.
Jorge y yo fuimos amigos desde secundaria, compartíamos muy pocas aficiones, nuestros intereses eran poco afines, pero nos llevábamos muy bien, es decir, como si por nuestras diferencias, estuviéramos destinados a juntarnos; mientras él tenía aquella actitud relajada de la década de mil novecientos sesenta, con su postura rozando con la ideología hippie, yo era más cerrado, como esperando que todos tomaran la misma conducta que los hijos de puta de la primaria, y aún así llegamos a ser grandes amigos. Él tocaba el bajo y yo la guitarra, todos los días de receso, siempre canciones de rock clásico, siempre con aquellos movimientos improvisados pero medidos, como si quisiéramos crear una nueva canción que ya fuera escrita hace años. Éramos inseparables, de vez en cuando me animaba a cantar y él me seguía el ritmo, con el tiempo se integraron otros, pero nunca duraban tanto, nadie tenía esa chispa que Jorge presumía y que decía que también yo tenía. Mientras que a mí me daba pena hablar con nueva gente, a él le encantaba conocer nuevas personas, a duras penas podía pasar al frente de la clase para dar un discurso de oratoria o para hacer una exposición, pero “el pasitos”, como lo bautizó mi madre cuando lo conoció, podía mantener la atención de todo un foro y sin sudar. Primero en calificaciones, primero en la lista por su apellido “Andrade” y hasta fue el primero de toda nuestra generación en saber lo que quería hacer de su vida de adulto. A sorpresa de todos, de absolutamente todos, aquel chico de tez blanca, pelo castaño y ojos color miel, teniendo todas las posibilidades para ser alguien en la vida, incluso, teniendo el físico perfecto para intentar ser un galán, la habilidad para ser un gran músico, y la inteligencia para comerse al mundo, él prefirió elegir la vocación sacerdotal. Desde los cinco años quería ser sacerdote, sus padres y compañeros creyeron que era solo una idea pasajera; pero, acercándose peligrosamente a los diecisiete años, el propósito iba fortaleciéndose cada vez más y más. El instituto Adrián Esteves era escolapio, de esos atendidos por sacerdotes, con más mala fama que buenas calificaciones, donde las chicas salían siendo expertas en ligues y plantas recreativas, mientras que los niños terminaban con algún hijo no deseado o ansiedad; y tras todo aquello, Jorge quiso ser sacerdote. El niño pródigo siempre era el primero cuando íbamos a misa, era el monaguillo predilecto, el padre Marcos, el director del colegio, siempre lo felicitaba al final de cada año escolar por su dedicación y servicio a la comunidad; ya que, no conforme con demostrar que su fe era más grande la nuestra, también salía a misiones al norte del estado, cada primero de mes llegaba con más de diez despensas para los menos favorecidos (Privilegios de tener un padre, dueño de una cadena de tiendas de supermercado) y, hasta el momento en el que lo conocí, nunca decía groserías. Fue un amigo grandioso durante toda la secundaria y preparatoria, incluso me hizo replantear mi relación con Dios. La penúltima vez que lo vi fue en la graduación, me despedí de todos mis compañeros, con algunos lloré porque no los volvería a ver, y cuando me paré junto a Jorge lo abracé, le dije que se cuidara y me dijo “si salgo de vacaciones, no dudaré en buscarte”.
Pues bien, eran las tres de la tarde, quería despejar mi mente y, en aquella tienda de autoservicio, de aquella cadena gringa, Jorge portaba un chaleco rojo y un botó que decía “Empleado en entrenamiento”. Me daba pena hablarle al inicio, no es como que estuviera en su mejor momento, trabajando en aquel lugar que su padre odiaba por ser la competencia, pero aún así, sin que pudiera evitarlo, él me vio y me saludó, perdí la timidez al escuchar su ya clásico “¿Qué hay, hermano?” y me alegró mucho estrecharle la mano. Hablamos largo y tendido, no le dije nada sobre el incidente de Verónica, por obvias razones, simplemente con dedicamos a charlar sobre el pasado y los días de buena música junto al asta bandera. “Es que no sabes, hermano”, me dijo muy indignado “Allá en el seminario escolapio, las cosas son muy diferentes. Hasta cierto punto, creo que me faltó fe, ¿Sabes? Hubo cosas que quise ignorar, otras que tuve que enfrentar, y cuando me pregunté ¿Qué quiero hacer realmente? Me di cuenta de que no quería estar ahí”. Después de aquella platica, salí de ahí un poco intrigado, pensado que, tal vez, lo que el resto de la clase catalogaba como “Fiel religioso”, era en realidad un “compromiso a una falsa realidad”, o tal vez era otra cosa; aunque, lo que fuera, dejó como consecuencia, a un excelente alumno, un excelente chico, como empleado en entrenamiento en una cadena extranjera de tiendas de autoservicio.
Siendo ya de noche, se me ocurrió que podía distraerme de todo eso en algún bar con alguna jarra o botella de alcohol, y sé que se dirá que de los cobardes es la alteración de la conciencia, pero hasta los guerreros más fuertes parpadean antes de la batalla. El lugar se llama Gooblins, me encanta ese lugar por su decorado, porque pone buena música, y porque conozco al dueño, el cual me hace descuento desde que lo ayudé en un conflicto legal hace tres años. En aquel lugar también trabajaba una amiga mía, la conocía de antes, de hecho, yo fui quien conectó a ella con el lugar, pues ella buscaba trabajo y Aguirre, el gerente, necesitaba una mesera. Llegué, me senté en la barra y, en lugar de que Lida tomara mi orden, lo hizo una chica nueva. Con tarro de cerveza oscura en la mano izquierda y mi celular en la derecha, esperaba que llegara el mensaje confirmando el día en que velarían a Verónica, aquel licor atravesando mi garganta aflojaba los nudos de esta y ahogaba lentamente mis ganas de llorar, aunque sabía que de noche, en el silencio de mi cuarto, aquellos mismos demonios que dejan los corazones rotos, aprenderían a nadar, y solo para distraerme y borrar aquella imagen de mi mente, le pregunté a la barista si Lida había tomado el turno de la mañana. “Lo siento amigo”, me contestó, “Lida ya no trabaja aquí”. En realidad, fui yo quien dejó de ir a aquel lugar por más de un mes, todo por un propósito de año nuevo de tomar conductas más sanas. Sin darme cuenta, Lida, aquella chica perdida, con deudas y dos almas que alimentar, terminó en una privilegiada firma de abogados.
Cuando entré a la universidad, después de aquellas experiencias tan desagradables y abandonos prematuros, sentía que muy pocas personas me comprenderían. En el bachiller tenía amigos, pero solo Jorge me entendía, en la primaria solo tenía a Vero, y en la universidad llegó Lida. En mi primer día de carrera mi madre me dijo “Ten cuidado, porque van a haber muchos momentos de peligro, en los que te pedirán los malos amigos que tomes cosas que no necesitas tomar, por eso mismo abre bien los ojos, ellos solo quieren traer más gente al abismo junto a ellos”; sin embargo, lo que realmente quería Lida era terminar la carrera, encontrar un trabajo estable y que legalizaran la mariguana. Ella era la típica chica que en clases participaba, estudiosa y muy artística, en sus ratos libres dibujaba grandiosos paisajes, escenas fantásticas que creaba en su mente y hasta podía hacer retratos solo con descripciones de manera impresionante. Era el claro ejemplo de que la naturaleza le reserva sus mejores dones a gente que carece de oportunidad. Me volví su amigo, iba a su casa a comer y siempre nos podían ver hablando cuando no había nada más que hacer; aunque, detrás de la droga, los dibujos y su inteligencia, estaba su novio, aquel desagradable sujeto era el típico caso de ser inferior, complejo de castración y pito chico (No soy psicólogo, pero puedo asegurar que tenía, al menos, uno de estos trastornos). Jair, mi estómago me gruñe de rabia con tan solo pensar en él, y lo peor de todo era que, donde todos veíamos a un idiota que no terminó la secundaría, que tenía trastorno de Peter pan, a un inútil y fracasado, Lida veía algo completamente diferente; de hecho, creo que el tiempo ha pasado y puedo confesar que fue aquella relación la inspiración de varios de mis cuentos con finales deprimentes. Cada que escuchaba una noticia en la radio de alguna tienda, que leía alguna nota con el titular “Novio mata a su novia”, o cada que oía a dos chicas de mi mismo salón cotillear pensaba: “Por favor, que no le haya hecho nada”. Era violento, le dejó más de tres rajadas en la espalda con una cadena, y toda la generación se enteró de lo horrible que era Jair como ser humano, cuando, en una exposición, aquel maquillaje color piel, no logró cubrir por completo el moretón que aquel imbécil le dejó en la mejilla; ella me dijo tiempo después que le dolía cada que pronunciaba la letra R y T, yo me pregunté si no le preocupaba otra cosa. Al final, ella dejó la carrera en el tercer semestre, un examen de orina indicó que estaba embarazada y sus amigos solo podíamos ver con impotencia como, aquella puerta de oportunidad, se cerraba detrás de nosotros, dejando a Lida del otro lado. Es gracioso, porque muchas compañeras de la clase de “Metodología de la investigación”, compartieron en su momento una imagen que decía: “Desearía una relación como las de 1960” junto con una fotografía de una pareja en blanco y negro bebiendo malteada del mismo vaso; después de lo de Lida, casi todas borraron aquella publicación de su perfil. Dejé de hablar con ella durante tres años, más por culpa de su novio que por otra cosa, seguíamos siendo amigos en Facebook y, cuando publicó que necesitaba un trabajo, pensé en el bar, además de tomarlo como excusa para hablar con ella en sus horas laborales.
Cuando aquella chica nueva me dijo que Lida se había ido pensé “El idiota de Jair la obligó a renunciar por culpa de sus celos” y fue en ese momento cuando me topé con Aguirre, con sus malas bromas de siempre, con su manera peculiar de hablar de sus hijos y con una sonrisa cálida de quien está agradecido con el mundo. Obviamente le pregunté por Lida y, lo que me dijo me dejó mudo. “Ay, Dios, esa chica”, dijo limpiándose el sudor de su frente “Si supieras. Hace unos meses me preguntó si conocía a algún abogado, le di el número de mi primo Gerardo y, dos días después, me voy enterando que se divorció, ganó la custodia de su hija y ahorita anda en casa de su madre. Cuando me dijo que mi primo Gerardo le había ofrecido empleo, le dije que estaba bien y pues así. Ahora la veo los lunes, cuando Gerardo y yo vamos a las luchas acá en el centro, solo hablo con ella cuando recojo a mi primo y ella siempre me saluda de vuelta con una linda sonrisa”. Si conocías a Lida, conocías a Jair, pregunté por él y Aguirre no pudo decir algo más maravilloso que aquello: “Lo arrestaron, el pendejo se quiso meter a la fuerza a la casa donde estaba Lida, ella le dio una rajada en la mano y creo que está en espera de proceso”. Toda la noche la pasamos brindando por Verónica, por la hija de Lida, por el futuro de Jorge y por nuestra amistad.
Son las tres de la mañana ahora, pensé que escribiendo esto me daría sueño, pero no puedo más que pensar en Verónica, en que Jorge no debería estar donde está ahora, y que Lida merece todo lo bueno que le está pasando y más. He bebido ya cuatro vasos de ron y siento que Morgan me ve decepcionado o muy molesto, desde mi ventana veo el bulevar cinco de mayo y el viento sopla tranquilo. Mi sentido maduro me pide ir a la cama, ya no sé lo que estoy haciendo, pero mi sentido más sentimental me pide enviarle un mensaje a aquella amiga artística de la universidad, preguntarle por su hija y si quisiera beber un café algún día; obviamente lo haré mañana. Por otro lado, creo que no podré seguir visitando aquel Walmart de reforma, tal vez sea incómodo ver al desertor atendiendo la sección de verduras con su chaleco rojo; sin embargo, es mi amigo, tal vez no lo visite, pero sí puedo invitarlo a beber, a rememorar viejos días de gloria y tal vez me animaría a tocar alguna canción con él de nueva cuenta; al fin y al cabo, el bar de Gooblins siempre acepta nuevos talentos para las noches de banda en vivo. Y, por último, Verónica; aún me duele, estoy a la espera del velorio, estoy dispuesto a visitarla mientras pueda, más por mí y mi alma con sentimiento de culpa, mirando aquel chat abandonado con aquel último mensaje tan cargado de hipocresía.
No tengo ni treinta años, no he vivido lo mejor de mi vida aún, y ante mis ojos todos mis amigos han cambiado, sería ridículo que aún tuvieran las mismas ideas o las mismas intenciones de cuando nos conocimos, y claro que es necesario cambiar, es parte de estar vivo. Solo me hubiera gustado saber cuando sería la última vez de cada cosa: la última vez que Verónica me diría que me quería, la última vez que cantaría en la escuela junto con Jorge y la última vez que vería a Lida dibujar, y aunque puedo cantar con mi amigo en otro lado y ver dibujar a la hija de mi amiga, nadie más me dirá “Te quiero” de la misma forma que Verónica lo hacía.
El día de ayer fue un choque de emociones tan duras que sé que no podré dormir, me iré a furmar mientras contemplo el amanecer con tres horas de anticipación. Todo lo que me queda por decir es que, me gustaría saber qué cambios ven mis amigos en mí.
Originario del estado de Puebla, en México, O. S Cranston (Oscar Raúl Gil Zarza) es considerado un escritor emergente de carácter práctico y realista. Varios de sus cuentos publicados en revistas como ¿Ese era yo? (UserName No.2, septiembre 2020), El misionero (135Magazine, 1ra convocatoria, diciembre 2020), Jorge Alfonso (Caza de Versos, Relatos de una pandemia inesperada, enero 2021), El último monstruo del planeta (Monociclo, No. 21, 2021) y Dos Ángeles a la puerta del infierno (Small Blue Library, Marzo 2021) son un ejemplo del compromiso que tiene el autor con la literatura.
Fotografía de Moritz Schumacher (en Unsplash). Public domain.
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