A medida que nos acercábamos a Nueva York sentí, primero, interés y asombro; luego, cierta estupefacción, dada la actitud precavida de la gente y las historias macabras que circulaban por allí. Cualquiera hubiera pensado que íbamos a desembarcar en una isla habitada por caníbales. No hables con nadie por la calle, porque no te dejarán en paz hasta que te hayan desplumado y pegado una paliza. Para entrar en un hotel te aconsejaban que aplicaras precauciones militares. Lo mínimo que podías esperar era despertarte una mañana sin dinero ni equipaje, o sin una prenda de ropa sobre el cuerpo, como un rábano solitario, pinchado en un tenedor, sobre una cama. En el peor de los casos podías desaparecer de súbito, misteriosamente, de entre las huestes de la humanidad.
Casi siempre he considerado que esas historias se correspondían con la realidad sólo en una mínima parte. También me advirtieron, lo recuerdo bien, contra las fondas de carretera de Cevennes, y fue un profesor instruido quien lo hizo; y cuando llegué a Pradelles supe el porqué de aquella advertencia: era un rumor que se había ido multiplicando y que tenía su origen en una única historia, aterradora, de medio siglo de antigüedad y medio olvidada ya en el escenario de los hechos. Así que sentí cierta inclinación a comprobar todos aquellos informes contra América. Pero teníamos a bordo a un hombre cuyas pruebas no eran desdeñables, pues había estado a punto de sufrir aquellos ataques en carne propia: se había metido en una fonda de ladrones. El público se siente muy atraído hacia esta clase de incidente, y esa atracción tiene su fundamento. De modo que les gratificaré lo mejor que pueda.
Mi compañero de viaje, al que llamaré M’Naughten, había ido de Nueva York a Boston con un compadre, a buscar trabajo. Eran un par de culos de mal asiento y, tras dejar su equipaje en la estación, anduvieron por las tabernas bebiendo cerveza hasta media noche, muy animados. Luego se dispusieron a buscar alojamiento, y anduvieron por las calles hasta las dos de la madrugada. Llamaban a las puertas de algunos locales de diversión y, o bien les negaban la entrada, o eran ellos quienes no aceptaban sus condiciones. Para esa hora la inspiración del licor había empezado a desvanecerse. Estaban cansados y desanimados y, tras un largo recorrido se encontraron en la misma calle donde habían comenzado su búsqueda, ante un hostal francés donde ya habían buscado acomodo. Al ver que la casa aún estaba abierta, volvieron a la carga. Había un hombre con una gorra blanca sentado en una oficina, junto a la puerta. Pareció darles la bienvenida con algo más de calidez que antes, cuando entraron por primera vez, y el precio del alojamiento por noche había caído, de modo incomprensible, de un dólar a un cuarto. Les pareció que el hombre no tenía buen aspecto, pero pagaron cada uno su cuarto de dólar y él les condujo a una pequeña habitación en el piso superior del edificio. Allí el hombre de la gorra blanca les deseó felices sueños.
El mobiliario se componía de una cama, una silla y algunas comodidades: la puerta no se podía cerrar con llave desde dentro, y el único ornamento eran dos cuadros enmarcados, uno sobre el cabecero de la cama y otro frente a los pies. Ambos tenían unas cortinillas como esas que se ponen a veces en las acuarelas de gran valor o en los retratos de los difuntos, o en obras de arte de temática algo más que frívola. Tal vez con la esperanza de encontrar algo parecido a esto último corrió el compadre de M’Naughten la cortinilla del primero. Sufrió una terrible decepción: no había cuadro alguno. El marco rodeaba lo que la cortinilla estaba destinada a ocultar: un orificio rectangular en el tabique que daba a un corredor. Desde allí, cualquiera podría haber cogido fácilmente una bolsa de dinero que el huésped guardara bajo la almohada, incluso estrangularle mientras dormía. M’Naughten y su compañero se miraron uno al otro como los tripulantes de Vasco, «con un gesto de furiosa conjetura». Después, el compañero cogió el candil y se dirigió a toda prisa al otro marco, y abrió con fuerza la cortina. Se quedó petrificado por lo que vio. M’Naughten, que le había seguido, le agarró el brazo horrorizado. Vieron otra habitación, más amplia que la que ocupaban ellos, y tres hombres agachados en la oscuridad, en silencio. Durante unos segundos los cinco se miraron a los ojos; luego dejaron caer la cortina y M’Naughten y su amigo salieron de la habitación como almas que lleva el diablo, y bajaron corriendo. El hombre de la gorra blanca no dijo nada cuando pasaron delante de él. Y ellos se sintieron tan felices al verse de nuevo en medio de la noche que abandonaron cualquier ansia de cama y volvieron a recorrer las calles de Boston hasta que amaneció.
Nadie mostró inquietud alguna al oír estas historias, pero todos preguntaron si alguien podía darles las señas de un hotel respetable. Yo, por mi parte, me dejé llevar por el señor Jones. Antes del mediodía del segundo domingo avistamos las orillas que hay en la parte exterior del puerto de Nueva York; los pasajeros de tercera tenían que quedarse a bordo para pasar por Castle Garden a la mañana siguiente, pero los de segunda podíamos largarnos junto con los señores de primera clase. A las seis de la mañana Jones y yo desembarcamos en la Calle Oeste, y nos sentamos sobre la paja que había en el suelo de un vagón abierto para equipajes. Llovía milagrosamente, y desde aquel momento hasta la noche siguiente, la de mi partida de Nueva York, no hubo ni un claro ni cesó el aguacero. Las calles parecían ríos. El sonido estridente del agua cayendo llenaba el aire; los restaurantes despedían un fuerte olor a gente mojada y a ropa mojada.
Nos llevó unos minutos apenas, aunque nos costó bastante dinero, llegar en aquella carreta por la Calle Oeste hasta nuestro destino: «Reunion House, Calle Oeste n.º 10. A pocos minutos a pie de Castle Garden. Muy cerca del puerto de desembarco de los Vapores de California y los Barcos de Liverpool. Alojamiento completo: 1 dólar/día; 1 comida: 25 centavos. 1 noche: 25 centavos. Habitaciones privadas para familias. No cobramos almacenaje de equipajes. Satisfacción garantizada para todo el mundo. Propietario: Michael Mitchell». Reunion House era, no tengo que decirlo, un alojamiento modesto. Se entraba por una sala de bar alargada, de ahí se pasaba a un pequeño comedor, y de ahí a una cocina aún más pequeña. El mobiliario era muy sencillo, pero el bar estaba decorado al gusto americano, lleno de inscripciones de ánimo y hospitalidad.
Conocían mucho a Jones, y nos dieron una calurosa acogida. Dos minutos después yo ya había rechazado una invitación a beber del propietario y me disponía, según mis costumbres europeas, a rechazar un cigarro, cuando el señor Mitchell intervino, severo, y me explicó la situación: estaba intentando agasajarme. Según parece, cuando el propietario de una taberna en América te ofrece algo, está intentando agasajarte. Si yo no deseaba beber nada, al menos tenía que aceptar el cigarro. Lo acepté tímidamente, con la sensación de que estaba empezando con mal pie mi andadura en aquel país. No disfruté aquel cigarro, por numerosas razones: hasta el mejor cigarro puede no gustarte si te fumas tres cuartas partes bajo una lluvia torrencial.
Durante muchos años América fue para mí una especie de tierra prometida: «La marcha del Imperio de dirige hacia el Oeste»[113]; la carrera es de los jóvenes: lo que ha sido y lo que es nosotros lo conocemos sólo de un modo imperfecto y oscuro, pero lo que aún puede ser está más allá de lo que nuestra imaginación alcanza a volar. Grecia, Roma y Judea han desaparecido, dejando a las nuevas generaciones el legado de su obra; China resiste: una antigua casa habitada en la nueva ciudad de las naciones; Inglaterra ya ha iniciado su declive, porque ha perdido los Estados Unidos. Y es a estos a los que se vuelven los ojos de los jóvenes ingleses, como es natural en ese momento esperanzado de su vida: a los Estados Unidos, un país aún por hacer, lleno de posibilidades inciertas y creado, como una nueva Eva, de la costilla de una tierra antigua. Para un americano tal vez sea difícil entender ese espíritu, pero seguramente sí podría imaginarse a un joven que se ha criado en un ambiente rígido y estrecho, siguiendo modas ya pasadas y educado en la desconfianza de sus propios instintos, nuevos y desconocidos; un joven que oye hablar de pronto de sus primos, todos más o menos de su edad, llevan la casa solos y viven al margen de limitaciones y tradiciones. Si dejamos que un joven americano imagine eso, tal vez pudiera hacerse una idea, aunque solo fuera una idea imperfecta, del sentimiento y el espíritu con el que sus coetáneos ingleses vuelven la vista a la República americana. Porque ellos creen que allá en el oeste la guerra de la vida se lucha todavía al aire libre, con la libertad de los bárbaros, y no en estrechos saloncitos, no: ni se empieza ni se continúa, como sucede con algunas normas injustas y deprimentes, por puro compromiso social, por la fuerza de la costumbre y del proceder y de la triste -y sin sentido- negación de uno mismo. Cuál de estos dos ambientes preferirá un hombre al que le quede juventud: sea cual sea, querrá decidirlo él mismo. Preferirá no tener casa a que le nieguen una llave. Preferirá no tener un poco que pan que llevarse a la boca antes que un trozo de buey engordado en una sociedad respetable y encorsetada. Preferirá que le quiten de en medio de un balazo antes que vivir una vida que se rige por los dictados del mundo.
No sabe nada, ni piensa en ello, de las Leyes del Maine, de la amargura de los puritanos, del sórdido y voraz apetito por el dólar, de la sombría existencia en las ciudades de provincias. Unos cuantos libros de relatos sobre la vida salvaje que deleitaron su niñez han sentado las bases de la imagen que tiene de América. Con el paso del tiempo se han ido añadiendo a este cuadro un sinnúmero de detalles estimulantes: enormes ciudades que crecen como por ensalmo, pájaros que vuelan al sur en otoño y vuelven en primavera a sus pantanos, donde encuentran otros miles de ellos, acampados; los faroles iluminan las calles más pobladas y las más apartadas; los bosques desaparecen como la nieve; hay países más grandes que Gran Bretaña en los que se asienta la gente: primero un hombre solo, que avanza a toda prisa cargado con sus dioses domésticos, y luego otro: los osos y los indios apenas perciben su llegada; de la tierra brota un aceite crudo; el oro baja por el agua del río, o se excavan minas para buscarlo en los riachuelos y en las cañadas de las Sierras. Y todo ese bullicio, ese coraje, esa acción, esos cambios caleidoscópicos constantes que Walt Whitman ha captado y expuesto en sus versos, alegres y locuaces.
Allá estaba yo al fin, en América. Enseguida me lancé a las calles de Nueva York, escrutando todo lo que había de nuevo. Encontraba yo que el lugar tenía cierto aire a Liverpool, pero la lluvia era tal que ni siquiera aquel paraíso me parecía acogedor. Éramos un grupo de cuatro, refugiados bajo dos paraguas: Jones y yo y dos tipos escoceses que habían emigrado hacía poco y estaban encantados de acoger a un compatriota. Llevaban seis meses en Nueva York y ninguno de ellos había encontrado nunca trabajo ni ganado un solo penique. Hasta aquel momento no habían reunido todavía el dinero del billete.
Los muchachos se marcharon pronto. Yo había jurado por todos mis dioses que iba a darme para cenar un banquete que levantaría a un muerto: no había muchas cosas en las que dudara si gastarme el dinero. Aunque lo liara el diablo, Jones y yo íbamos a cenar como reyes. Me puse manos a la obra, a la búsqueda de un restaurante. Elegí, para inquirir, a los transeúntes con aspecto más adinerado y gastronómico. Aun así, aunque les aseguré que estaba dispuesto a pagar lo que fuera, todos acababan mandándome a alguna casa de comidas barata, de esas de precio único, donde no habría yo cenado esa noche por el precio de veinte comidas. No sé si esto es típico de Nueva York, o si es que Jones y yo teníamos tan poca pinta de ir a cenar que no animábamos a los transeúntes a sugerirnos algo. Al cabo, llevados por nuestra propia sagacidad, descubrimos un restaurante francés con camarero francés y buena cocina francesa, algo de vino supuestamente francés y, para terminar, café francés. Nunca he sentido ese dicho que reza «en tierra de nadie» con tanta fuerza como cuando degusté aquel café.
Supongo que la que teníamos nosotros era una de aquellas «habitaciones privadas para familias» de Reunion House. Era muy pequeña y estaba amueblada con una cama, una silla, y algunos ganchos para la ropa. En ella entraba todo cuanto es preciso para la existencia de un animal humano a través de dos huecos: uno que daba al pasillo y otro, sin marco, que daba a otro apartamento donde dormían tres hombres que, o bien roncaban, o murmuraban sombríos entre ellos cuando se despertaban en medio de la noche. Habrán observado que la disposición era exactamente la misma que la de aquel cuarto de la historia del M’Naughten. Jones se quedó con la cama y yo senté mis reales en el suelo. Él no durmió hasta casi el amanecer. Yo, por mi parte, no cerré el ojo en ningún momento.
Al amanecer oí un disparo de cañón, y poco después los hombres de la habitación de al lado paraban de roncar y empezaban su ritual de aseo. Hablaban en voz baja, como esa gente que cuida de un enfermo. Jones, que al final había cogido el sueño, se revolvió y murmuró algo, y de vez en cuando abría los ojos y me miraba inconsciente. Yo me di cuenta de que estaba cada vez más asustado, creo que tal vez algo febril por no haber descansado en toda la noche, y me apresuré a vestirme para bajar.
Para llegar hasta el aseo, al otro lado del patio, había que salir al exterior, donde la lluvia aún caía persistente y sonora. Había tres soportes para palanganas, unas cuantas toallas arrugadas y algún trozo de jabón húmedo, blanco y resbaladizo como un pez. No puedo olvidar en esta descripción el espejo y un par de dudosos peines. Había allí otro escocés, frotándose la cara con afán. Llevaba tres meses en Nueva York y no había encontrado ningún trabajo ni ganado un solo penique. Por el momento, no tenía dinero ni para el billete. Y yo empecé a estar hasta las narices de los compañeros emigrantes.
No voy a hablar aquí de mis vagabundeos de pesadilla por Nueva York. Tenía mil cosas que hacer, sólo un día para hacerlas y un viaje por delante, a través del continente, que iniciaría al final de la jornada. Llovía con una furia paciente. De vez en cuando tenía que ponerme a cubierto para dar a mi impermeable un respiro, porque bajo aquel torrente ininterrumpido empezó a calarse. Entré en bancos, oficinas de correos, oficinas del ferrocarril, restaurantes, editoriales, librerías, cambistas… En cualquier lugar en el que entraba se formaba un charco a mis pies, y los que cuidaban el suelo me lanzaban una mirada de pocos amigos. A todas partes donde fui me sorprendió encontrar gente cortada por el mismo patrón: sorprendentemente grosera y sorprendentemente amable. El cambista me interrogó como si fuera un comisario francés: me preguntó la edad, cual era mi oficio y cuánto ganaba y, naturalmente, a dónde me dirigía. Así acabó con cualquier intento mío de evadirme, y recibió mis respuestas en silencio. Luego, cuando terminó, me estrechó la mano enérgicamente y mandó a su ayudante que me acompañara, casi un cuarto de milla y bajo la lluvia, hasta un lugar donde me harían un descuento en los libros. Entré entonces en un establecimiento enorme de edición y venta de libros y un hombre, que parecía el gerente, me recibió como nunca me ha recibido nadie en ninguna tienda del mundo y declaró abiertamente que no tenía fe alguna en mi honradez; luego rehusó buscar los títulos de los libros y ofrecerme la más mínima ayuda o información sobre el tema, como aquel sobrecargo que decía que no era asunto suyo. Al final perdí la compostura, dije que era extranjero allí en América y desconocedor de su protocolo, pero que si preguntaba a cualquier librero inglés, a mí tenía que tratarme con más consideración. Tal vez el farol fue un poco exagerado, pero como suele suceder con las apuestas arriesgadas, me hizo ganar el oro. El gerente fue enseguida al otro extremo de la tienda. A partir de aquel momento me cubrió de atenciones, me dio todo tipo de consejo, me escribió las direcciones que yo buscaba y salió, descubierto, a la calle, para indicarme un buen restaurante donde podía almorzar. Aun así, todo aquello no le pareció suficiente. Así es (aunque esta sea también una afirmación audaz) el carácter americano. Y es precisamente esa oposición la que tanto me ha sorprendido encontrar en gente de todas las clases sociales, del este al oeste. En un momento hay un hombre tenso, con esa actitud de «vas a acabar conmigo» y con un comportamiento ofensivo, y al minuto siguiente empieza a deshacerse en atenciones y servicios, mostrando total confianza. Yo sospecho, aunque me he encontrado con gente así en todas partes, que ese debe de ser el carácter de un determinado estado, o de un grupo concreto de estados, porque en Estados Unidos e, insisto, en todas las clases sociales, se encuentra uno con los caballeros de modales más refinados del mundo.
Estaba tan empapado cuando regresé donde Mitchell, al caer la tarde, que tuve que despojarme de los zapatos, los calcetines y los pantalones y dejarlos allí, para beneficio de la ciudad de Nueva York. Para empezar, no había fuego que pudiera secar aquello, y meterlos en el equipaje en aquellas condiciones hubiera supuesto la ruina del resto de mis pertenencias. Con gran tristeza me despedí de las ropas cuando las dejé amontonadas en el suelo de la cocina. Me pregunto si ya estarán secas. Mitchell contrató a un hombre para que me llevara los bultos a la estación, que estaba allí mismo, a pesar de lo cual me acompañó él y me recomendó al cuidado de uno de los encargados. No puedo imaginar a nadie más amable. Aquellos que estén sin blanca pueden ir con toda tranquilidad a Reunion House, donde encontrarán una comida decente y un casero honrado y solícito. Le debo este agradecimiento, antes de entrar de lleno en el segundo, y menos agradable, capítulo de mi experiencia como emigrante.
Fotografía de Vita Vilcina (en Unsplash). Public domain.
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