Después de casi cuarenta años de promesas incumplidas, postergaciones, de esperar un algún día, decidí volver.
Peiné a mi pequeña con dos colitas, y sendos moños azules sobre esos rulos rebeldes. Un jumper escocés tableado sobre una polera también azul. Medias tres cuartas blancas y unas guillerminas de charol negro prendidas con un botoncito a la derecha.
Las dos nos reíamos mucho, habíamos planeado con ansias este paseo. Aunque los recuerdos eran todos míos, ella estaba más entusiasmada que yo por ir. Preparamos un bolsito y fuimos en tren hasta Retiro. En la Plaza tomamos el Expreso, que ahora es rojo. Un viaje de una hora nos esperaba.
Portaba ilusiones y recuerdos en mi mente y sobre todo en mi corazón; alegría y nostalgia.
Por el camino, veíamos por la ventanilla la Avenida Calchaquí, que parece haberse detenido en ese tiempo y para siempre.
Cerca del Cementerio me entristecí, aunque ella, mi pequeña no entendía por qué; para no angustiarla, no le conté que mis papás descansaban allí.
Cuando llegamos al Cruce nos tomamos fuerte de la mano. Un nudo en mi garganta, una sensación de asombro en sus ojitos. Cruzamos la ruta y empezamos a recorrer el barrio de mi ayer. Lo primero que ví fue que la estación de servicio grande e imponente de la esquina, había sido reemplazada por un supermercado.
En el fondo de la estación de la competencia, enfrente, primer trabajo de mis hermanos, ya no estaba el local de mueblería de Don Anselmo, ni la perra Diana, su lazarilla. En su lugar había un moderno Open 24 ¿Cómo olvidar la tan particular voz del encargado Rivero, repartiendo en la camionetita garrafas a los vecinos?
El camino que había trazado me llevaba irremediablemente a la Escuela. Mi Escuela. Nuestra Escuela. Lugar de travesuras y sueños. De peleas, risas, amigos que recuperé gracias a Facebook. La Escuela, que cambió de nombre y de número. Y de fisonomía. Ahora es un imponente edificio de dos pisos, con grandes ventanas, pintado de amarillo, con paredes que llegan a la vereda. Cruzamos las miradas mi pequeña y yo. No era así como yo la recordaba, ni como yo lo contaba. Mi escuela era una Casita enorme, de una planta, sencilla, gris, con un jardín lleno de árboles. Sin rejas, y con tres patios que se veían desde afuera.
Había casas alrededor que no habían cambiado casi nada, y cuadras enteras que parecían recortadas de otro barrio. El almacén de Chichina, tenía la persiana baja, arrumbada, vaya a saber desde hacía cuántos años. El bar y billar del Colorado había sido anexado a la panadería de al lado, y ahora era un salón para eventos. La panadería, sí estaba. Como siempre, con ese perfume a tortas de mamá.
La librería de Oneto, la tienda de Roselli, la carnicería de Ramos, la peluquería de Andrés ¿dónde se habían ocultado? Le recordaba a mi pequeña anécdotas de esos amigos. El Trescientos seguía parando a mitad de cuadra, pero ahora ya no era verde, sino blanco y de la Ciento cincuenta y nueve.
Entonces doblamos por la vieja calle 210, así se llamaba, cuando todavía ni nombre propio tenía. Con el corazón latiendo con fuerza. Mi niña quiso caminar por el medio de la calle. Pero ya no era de tierra, ahora estaba asfaltada y pasaban autos, así que no se lo permití, aunque se disgustó. Además, de ninguna manera iba yo a soltarle la mano. Ella no lo sabía, pero su manito era mi único soporte para no romper en llanto. En los lotes vacíos, más cercanos a la esquina, como si hubiesen plantado semillas, brotaron casas nuevas. Más adelante, la casa de Raquel y Fernando, la más linda de la cuadra, que ahora era una más. La casa de Gago, había sido loteada en tres, y ya no había un pinar ni muchos perros. Cada casa mantenía convenientemente algunas plantas. Extrañé los ladridos del Negro, Jazmín y Panchito.
Y llegamos, finalmente a la casa que buscábamos. A esa casa. A mi casa de la que ya no quedaba nada. Sólo recuerdos. Ella reía sin cesar, empezó a saltar, aunque para mí el impacto de ver unos duplex en el terreno donde había habitado la prefabricada de madera, me hizo estremecer. Sólo quería irme. Esto no era lo que yo buscaba, no era lo que yo recordaba. ¡Todo había cambiado tanto!
La papelera a cuyo alrededor se había formado el pequeño barrio de Villa Giambruno, había desaparecido en los 90. Todo cayó en manos de constructoras y ellas hicieron su negocio.
Doblamos por la esquina de Antártida Argentina, pero yo ya no quería ver más nada. Ella, sin embargo, abrió grandes sus ojos, se soltó de mí y se fue corriendo hacia la calesita de la plaza. ¡Todavía estaba! Ahí, igual, con los dibujos de Anteojito, Hijitus(1). Con la lona verde recogida. Mi calesita. Allí, esperando a mi niña. Sin dudarlo se montó en el Dumbo(2), mi favorito, ese que con sus orejas aladas me llevaba a volar en cada vuelta.
Empezó a girar y ella estiró su manito, alcanzó la sortija, y todo fue felicidad.
En los caballitos montaban unos mellizos vestidos de marrón. En la sillita, dos nenas que charlaban sin cesar y saludaban a sus madres. Otra nena bien morocha paseaba su muñeca en el avioncito. Finalmente cuatro chicos de unos diez años, algo grandes para calesita, se movían de una baranda a otra entre risotadas, todos vestidos con camisetas de futbol.
El sortijero me sonreía. Vaya a saber si no habíamos sido compañeros de primaria, pensé. Decidí no averiguar. Hay cosas, como esta calesita, que mejor dejar como están.
Al comenzar la segunda vuelta, uno, dos, tres giros… ¿dónde estaba ella? Creí que había cambiado de lugar, pero no. No veía a mi pequeña; corrí como loca alrededor de la calesita, desesperada la llamaba. Pero mi pequeña no respondía. Busqué al calesitero, pero tampoco estaba. Me ahogaba, corría y gritaba mirando la sonrisa de un Dumbo que comenzaba a desdibujarse, como también se desdibujaba la calesita.
Gritaba el nombre de mi niña, mi nombre, y corría alrededor de un arenero donde dos mellizos vestidos de marrón jugaban con unos caballitos de madera. Dos amiguitas charlaban tomando sol. Cerca, una niña morocha le hacía un castillo de arena a su muñeca. Y más allá, cuatro pibes jugaban al futbol.
Me detuve bruscamente. Respiré profundo, callé, sequé mis lágrimas y antes de que las madres llamaran a la Policía me fui de la plaza, mi plaza, dejando a mi pequeña para siempre volando feliz, sostenida de las orejotas del Dumbo en mis recuerdos.
(1) Anteojito/ Hijitus. Personajes dibujos animados de García Ferré
(2) Personaje dibujo animado. Disney
1º lugar concurso Rotary Club de Flores, Bs. As. 2018. Obra inscripta en Registro Derechos de autor Argentina RE-2019-08890761-APN-DNDAMJ.
Paulina Luisa Sarfson, Buenos Aires, Argentina, 1962. Publicó cuentos a través de selección Editorial Dunken, Buenos Aires. Primer Lugar Concurso Rotary Club Flores, Ciudad de Buenos Aires 2018/ Primer Lugar Concurso Plaza de los Poetas Quequén, Buenos Aires 2019/ Mención especial concurso ASBAN, Buenos Aires 2020. Autora Club Fuentetaja, España. Publicación en Revistas Literarias Latinoamericanas.
Periodista Graduada. Redactora. Correctora. Producción en medios escritos y audiovisuales. Postítulos en Escritura y Literatura, Ministerio de Educación Argentina. Coordinadora Talleres de Periodismo y Publicidad, Escuelas Medias Buenos Aires y de Talleres de Escritura de manera autónoma. Invitada eventos Secretaría de Cultura, Municipalidad de Vicente López, Buenos Aires, donde reside desde 2010.
Fotografía de Julian Larcher (en Unsplash). Public domain.
El cuento MI NIÑA fue ganador del Primer Lugar wn el Concurso Rotary Club de Buenos Aires en 2018.
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