Caminaba por la calle y vi a un hombre disparar a otro. Observé su caída, el orificio de la bala en su frente y la sangre saliendo del orificio. Pero llegó el forense y me explicó que en determinadas situaciones de estrés, proyectar asesinatos por armas de fuego es normal y que, en realidad, lo que había visto fue un suicidio.
No existían disputas, ajustes de cuentas, nada de lo que mi mente estaba considerando era real. Al principio tuve mis dudas y me extrañé. Escuché con desconfianza al forense, pero luego decidí irme y comentarlo en grupo. Una de las personas puntualizó con calma que le había pasado lo mismo. Relacionó el suceso del asesinato con la política y habló de los trucos inconscientes de la mente. Lo había leído en libros y lo había escuchado en la televisión.
Lo mejor era ir al hospital. Él ya había ido y le habían recomendado un medicamento muy efectivo para controlar la disociación de elementos. Aunque después de tomarlo se había vuelto lento y olvidadizo, ya sabía distinguir entre la realidad y la ficción. "Hay que tener más confianza en las autoridades", dijo. "Más confianza en los informativos y en los jefes, en los médicos, en las pastillas, en la política". No paraba de repetirlo. "El mundo siempre ha sido lo mismo. No podremos hacer cambios. Todo está dicho, todo está hecho". Rápidamente, el resto de las personas se sumaron a su apreciación y afirmaron con la cabeza.
Quedé a medio camino, gesticulando entre la nada. Ya no me distinguía de los demás porque no podía. La verdad había sido instaurada y me habían dado el beneficio de recuperarme, hundiéndome. Escuché el discurso y en la soledad de mi opinión no era nadie. Corría el riesgo de ser una firma como un antecedente. Los informes estaban a medio hacer y el regulador observaba desde la distancia.
Fotografía por Nareeta Martín (en Unplash). Public domain.
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