Pauline sale del metro. Luz blanca, abandona las cosas grises y frías. Venden flores allí mismo, tenderete atiborrado de colores, fuera de contexto. La adelanta un patinador, estilo grunge blandengue, bien limpito él. Pasa una señorita increíble, con poses de pantera, botas altas piernas finas chaqueta de cuero blanco parece de otra época. Pasando a su altura, la chica le sonríe.
Le duele la cabeza, demasiados cuelgues acumulados, sólo se te pasa con el primer trago de vino.
Esperar para cruzar, el frío le sube por los brazos.
Ahora ya está acostumbrada a esas miradas que la escrutan cuando pasa. La tienen sin cuidado, incluso le sorprendería pasar desapercibida mañana.
Sesión fotográfica. Un estudio de estar por casa en los recónditos de un patio cutre.
El fotógrafo está resfriado, tiene mal día. Cuando ella ha llegado, la ha examinado con cara de entendido. En diez segundos, tenía decidido cómo había que «tratarla», ha dado instrucciones a la maquilladora y a la modista. Sin siquiera mirar a Pauline: «¿Qué te parece?». Se ocupa de todo. Ha encontrado una casilla donde meterla. Sólo falta borrar todo lo que no encaja. Ella se queda mucho tiempo, sentada en una silla de cualquier manera, mientras una joven le pinta una cara nueva con sus potingues. Ésa tampoco le hace caso y chismorrea con su colega.
Así Pauline se entera de que les pagan una miseria, sí que empezamos bien, que el tipo se enchufa coca, cuando no la tiene es un infierno, y que fulano presentó el otro día una colección de lo más hortera.
Luego, le toca un repaso con la modista, le dice que no quiere llevar esos zapatos porque son horrendos y demasiado pequeños. La otra levanta la mirada al cielo. Finalmente, se encuentra de pie frente a él. Él empieza por mostrarse desagradable:
—Tenía entendido que dominabas el tema del objetivo… Por lo visto Marilyn, a tu lado, parecía un petardo. Entonces, haz un esfuerzo, ¡joder!
Se siente tan incapaz de quedarse más tiempo en esa luz absurda que decide mandarle a la mierda. Pero están zumbados. Una visita para el fotógrafo. Desaparece diez minutos. Y vuelve todo pimpante, se frota las manos, pone música. Le dice: «Baila un poco, que te vea», y eso sí que sabe hacerlo. El tipo se va calentando, da vueltas a su alrededor:
—Dame tu mirada, ahora, dámela.
Él ordena y ella ejecuta, la anima sin parar: «Así, muy bien, sigue».
Se acabó, le alarga mecánicamente la mano. Por fin en la calle. Se le revuelven las tripas. Humillación, deseos de tirarse a la basura. Cómo ha podido llegar a hacer exactamente lo que él quería que hiciera. Por qué no se habrá ido. Lo estaba sintiendo, mientras que daba parte de su intimidad, incluso la excitó de un modo asquerosamente conmovedor entrar en ese juego. Le salieron unos gestos que nunca había hecho. Unas posturas de mujer lasciva que se rebajó a imitar. Le bastó oírle murmurar: «Dale, sí, muy bien», y sentirle revolotear cerca para exhibirse como una guarra. Como si fuera su otro yo. La hostilidad masiva que solía provocarle ver a una chica que «no se respetaba a sí misma». Entonces lo tenía clarísimo: lo que uno hace, él mismo lo decide. Aún no sabía lo fácil que es dejarse arrastrar.
Se había atrincherado hasta el punto de no topar con ningún falso guía, a salvo de cualquier bocazas. Ahora que ha dado un paso fuera, siente que todo se le escapa. El recuerdo de Claudine la visita a menudo. Sus ascos cambian con el tiempo. Cuando estudiaban, la otra se transformó en chica de golpe. Una mutación tan rápida como radical. Aplausos generales para recibirla.
Claudine, que hasta entonces sólo recibía bofetadas y no tenía ningún interés, era finalmente «una muchacha hermosa». Lo suficiente para que la aceptaran. Y no le costó comprender que sería suficiente para que la adoraran.
Ella, que había cogido la costumbre de quedarse pegada a la silla y pasar lo más desapercibida posible, había encontrado de golpe un chanchullo genial: hazte la mujercita, y podrás levantarte.
Y se lo había tomado en serio: dedicación completa.
Pauline asistía a la metamorfosis y a la celebración que la acompañaba como a una desviación de la realidad. Estupefacta, primero había esperado que toda esa gente despertara y se comportara como Dios manda. Pero toda la parentela se había mostrado unánime y categórica: estímulos generales.
En contrapartida, Pauline se había transformado en el único testigo divino de la niñez de ambas. No perdía la menor oportunidad de recordarle a la otra lo que era, lo que nunca debía olvidarse de ser. Lenta, patosa, tontaina. Idiota. De un modo desolador. Profundamente imbécil.
Claudine no se quedaba atrás, pillaba cualquier oportunidad para que la hermana volviera a lo que era: nada atractiva, nada amable, un adefesio sin interés y ni siquiera agradable.
Para llegar a la discográfica, conoce el camino al dedillo. Con el tiempo que pasa allí dentro para ver eso, solucionar aquello, hablar con fulano y firmar historias.
La telefonista es siempre amable con ella. La cree idiota, como todos los de la casa. Nadie se molesta en hablarle, todos están al corriente: tiene un cuerpo que quita el hipo, pero le falta cerebro.
Al principio era desconcertante, captar miradas huyendo hacia el techo siempre que pronunciaba una frase, y risotadas mal contenidas apenas opinaba sobre algo. Siempre que abre la boca, la gente está pendiente de la barbaridad que por fuerza tiene que soltar. Incluso «¿Podría tomar un café?» es motivo de pitorreo.
Y eso que, en general, la casa no alberga precisamente lumbreras. Sentada en el despacho de Martin. Siempre que pasa a visitarle, él está pegado al teléfono, dice tres palabras, suena, serán sólo quince minutos, luego tres palabras más, suena, y dale otra vez quince minutos más.
Está resentido. Lo hace todo como se debe porque el jefe está vigilando. Pero no le ha gustado que le impusieran a alguien. Siempre le toca a ella pagar el pato por los demás.
Hoy la observa en silencio, pensativo, luego frunce las cejas.
—Tienes que operarte la nariz.
—Mañana mismo.
—Hablo en serio, Chloé nos lo ha dicho. Hablaré con ella.
—Ya me contarás, me interesa.
Cuchichean sobre ella en su ausencia. Y cuando aparece sueltan sus «habrá que» y demás «no te olvides de». Les sobran las ideas fantásticas, exclusivamente originales. Les encuentra sencillamente tronchantes. Le nota más cáustico que de costumbre, porque ayer el jefe se puso histérico. Ella dijo que sí al letrista, sí al tipo del sonido, y lo mismo a la modista. Tienen lo que ella quiere: mucha pasta, y espera el día propicio para meter la mano dentro. No quería que sustituyeran a Nicolas. Pensaba que escogiendo un único punto de resistencia, podría aguantar. No soportan trabajar con semidesconocidos. Han encasillado el talento, lo han anotado en su agenda y no andan buscándolo en ningún otro sitio. Es una especie de reflejo: debe girar en torno a unos pocos, si no adiós fortunas. Entonces la llamó el jefe, más cabreado que de costumbre:
—Escucha con atención, Claudine: si no se hace el disco, lo lamentaré profundamente, pero no estaré desesperado cuando me levante mañana.
Ella estaba sentada en su despacho, y el jefe mosqueado esperando que tomara la decisión acertada. Lo hace por su bien, entonces ¿a qué viene tanta historia?
Le dio la razón. Y llamó a Nicolas al llegar a casa. Tiene que verle esta noche. Espera que Martin termine de explicarle algo sobre cómo funcionará todo en el estudio. Podría caber en cuatro o cinco frases, se extiende sobre siete u ocho párrafos. Un jodido incoherente. Antes de que se vaya, Martin le dice que aún no ha terminado:
—El jefe quiere verte.
Con una sonrisa despectiva, para mostrarle que conoce el motivo. Puede ponerse su sonrisa despectiva donde le quepa. Cuando se le sienta delante, el otro pierde el hilo de la conversación apenas ella decide mover una pierna. Pauline atraviesa el local. Hay en medio una enorme sala con un montón de gente atareada. Algunos levantan la cabeza, insisten, y cuchichean a sus espaldas. Están todos al corriente, por qué se ve con el jefe a menudo, y que ha firmado porque se la folla.
Ella llama antes de entrar, pero Martin había telefoneado para avisar que la mandaba. Cuando se dirige al jefe, habla de ella con sumo respeto. A veces se inventa una excusa. Pero se ve obligada a pasar, regularmente, por el despacho del jefe. Le hace las mismas cosas que le hacía Sébastien a Claudine. Como si se conocieran o hubieran ido al mismo colegio. Llegado el momento, se repiten los gestos y las palabras, incluso se parecen las caras.
Es una sala inmensa, magníficamente amueblada, con su pequeño mueble-bar. Tiene una mesa de despacho amplia y maciza. Ella cabe ahí completamente estirada y con él encima.
—¿Alguna novedad?
Cada vez el mismo numerito. Un cuarto de hora de tertulia, se ocupa personalmente del disco, da consejos, órdenes, apunta todo lo que no debe olvidarse de hacer para ella. Que nunca se olvida de hacer. Cuida estupendamente a su nueva cantante. Le sirve copas, se preocupa por el menor de sus problemas. La trata como a una reina, forma parte del número. Es la idea que tiene de las mujeres, el deber de ser galante con ellas. Porque son puras, bellas, respetables. Es de la vieja escuela, cuando ellas eran auténticas bestias inalcanzables, extrañas y alejadas de todo salvo de su placer. Por eso la mima al máximo. Si no, no tendría el mismo sabor cuando se la mete por todos los orificios tratándola de puta guarra. Hay que venerar primero para, luego, poder blasfemar.
Breve silencio. Y empieza:
—Hace calor. ¿Por qué no te desabrochas un poco la blusa?
Mira cómo lo hace. Le gusta que sea lento, primero un botón, luego otro. Luego tiene que acariciarse el pecho, puede durar unos buenos cinco minutos, un espectáculo que le fascina.
—Echate un poco hacia atrás, acaríciate las tetas, así…
Ahora, quítate el sujetador, quiero ver esas hermosas tetas. En ese momento, empieza con sus ruidos extraños. No es una risa, no es un quejido, es el ruido extraño que hace al enloquecer. Ella obedece, siempre resulta desconcertante que, sólo por enseñarle el cuerpo, el otro se ponga así. Es porque lo hace para él, es el impudor o quién sabe qué. En cualquier caso, tiene miga.
—Ahora ábrete de piernas, quítate las bragas, déjalas caer, así… Tócate delante de mí, acaríciate la almeja.
Ahora toca gemir un poco. Sólo con pensar que pueda estar excitada, se queda completamente lelo. Es cada vez una especie de gran milagro, algo que le hace volar: una mujer corriéndose, ahí mismo, impunemente, eso le teletransporta a otras galaxias.
Cuando saca su salchicha, una asquerosidad empalmada a pesar de los años, ella siente vergüenza ajena. Con su cosita delgaducha y rojiza se pega unos viajes de la hostia, hay que ver cómo se la menea, como si fuera un sable.
—Ven aquí, arrodíllate, ponte debajo de la mesa para darme un gustazo.
Es alucinante la falta de complejos que tienen los hombres. Por lo menos de momento. Lo tiene hecho una mierda, la naturaleza no le ha hecho ningún favor, pero se encuentra comodísimo, sólo piensa en su enorme placer. Tiene que ser fantástico ser así, gilipollas para aquellos que tienen que aguantarle, pero amante de la vida. Sólo pensar en la mirada que tú proyectas, y no pensar en la que te devuelven. Luego, a cuatro patas, ella pega esos gritos que a él le gustan tanto, y se la deja clavar mientras oye:
—Haré que te corras.
Él le golpea las nalgas, y al final las tiene completamente rojas.
Está convencido de que a ella le encanta. Una vez, sin embargo, le preguntó: «¿No estarás fingiendo conmigo?». Ella contestó: «¿Por qué iba hacerlo?», quitándole un peso de encima. Su polla le enloquece, nunca se repone del hecho milagroso de tener una polla que se le empalme. Cuesta poco convencerle de que le funciona, de que a ella se lo remueve todo por dentro. Él ya se lo figuraba. Piensa que si ella es capaz de hacerlo con él, es forzosamente porque a ella también le pirra. Debe de creer que las prostitutas han nacido con una marca en la frente que las distingue de las otras mujeres. Debe de imaginarse que si no le molara, su agujero permanecería cerrado, o sus muslos completamente soldados. Porque se cree un montón de cosas, porque adora a las mujeres, esas bestias esplendorosas y diferentes.
Una vez llegó a decirle: «Hay gente que sospecha lo nuestro. Se imaginan que lo haces por interés». Sonrió, feliz, al tanto de los secretos ignorados por los demás: «No saben lo increíble que llegas a ser». No es un cumplido cualquiera. La encuentra liberada, independiente, una auténtica mujer como a él le gustan. Si supiera el efecto que le produce, en realidad, la punta de su nabo, daría por sentado que ella tiene un problema. Porque, de los dos, si alguien tiene un problema tiene que ser ella. Las mujeres nunca están tan taradas como llegan a estarlo los hombres, siempre obsesionados en querer hacerlo con cualquiera y de todas las maneras. Las mujeres tienen un orificio, siempre funciona y siguen ahí, con sus vientres capaces de hincharse y de fabricar una criatura. No se pasan el tiempo preocupadas con su chisme y preguntándose si puede crecer y maravillándose cuando endurece.
Virginie Despentes (Nancy, 13 de junio de 1969) es una escritora y realizadora francesa que en la actualidad reside entre París y Barcelona. Es miembro de la academia Goncourt desde del 5 de enero de 2016. Antes de alcanzar reconocimiento como escritora trabajó como prostituta, doncella, vendedora de discos y crítica de cine pornográfico. Aunque al principio fue rechazada por varias casas de libros, Fóllame fue finalmente publicada por Éditions Florent-Massot, una editorial nueva que no dudó en lanzarse a publicar un tipo de literatura menos convencional y más «trash». De este modo vio la luz la primera novela de Virginie, que en ese momento decidió adoptar como apellido artístico la referencia a los Pentes de la Croix-Rousse, el barrio de Lyon en el que vivió antes de llegar a París y antes de la publicación de Fóllame. Despentes es una de las representantes de la nueva generación de jóvenes narradores franceses. Es una de las escritoras más vendidas y reconocidas de Francia.
Foto: Grasset
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