Miró a todos reunidos a su alrededor; estudió sus rostros, recordó los malos momentos vividos, sus preguntas, sus burlas, sus insinuaciones. Siempre sintió que, al comentar sobre su vida, les daba un motivo para burlarse de él: que no le gustara el fútbol, que jugara ajedrez, que su hobbie fuera la filatelia, que tuviera un gato Siamés, que saliera a caminar en las noches... Esta situación lo llevó a cansarse de sus compañeros, del trabajo y hasta de su solitaria y aburrida existencia. También despertó en él la necesidad de hacer algo que le devolviera esas ganas de vivir que le habían robado.
Miró a la secretaria del jefe, esa bella morocha —sus cuarenta y pico parecían sentarle cada día mejor— a quien se cansó de invitar a salir y que de forma invariable le respondía con excusas.
—Este fin de semana viene mi tía de Córdoba —le contestó tiempo atrás ante su propuesta de ir juntos al cine. Como la película le interesaba, resignado fue sin compañía a verla; con su cabeza apoyada en la ventanilla del colectivo —mientras miraba las gotas de lluvia caer en las veredas—, la descubrió en la puerta de un bar abrazada con un muchacho más joven que ella.
¡Qué desilusión!
Miró a su jefe, quien desde el principio lo observó con desconfianza, y al que cierta vez le escuchó decir:
—Este es un tipo jodido, los que son tan callados al final te traicionan.
No obstante, jamás lo echó, a pesar de la cantidad de despidos que hubo en esos largos años; era responsable y trabajaba mejor que nadie, así que se tornó imprescindible para el buen funcionamiento de la oficina.
Miró a esas personas con las que compartía sus jornadas, pero que consideraba extrañas, ya que de ellas solo había recibido engaños y burlas, nunca un gesto amistoso; compañeros de ese maldito trabajo que consumió parte de su vida encerrado dentro de cuatro paredes. Mas hoy terminaba: era su último día, mañana sería un jubilado más. Ellos miraban con mucha curiosidad su maletín, apoyado encima del escritorio. ¿Cuál sería la sorpresa? ¿Qué era lo que les quería mostrar?
Sus caras de ansiedad le dieron ganas de prolongar ese momento. Meses le llevó revolver perdidos locales en sótanos de galerías en busca del material necesario; armar, probar y buscar al detalle —de manera obsesiva— que todo dentro del maletín funcionara a la perfección.
—Quiero despedirme de ustedes con un regalo —les dijo entretanto la tensión se sentía en la atmósfera, tanto que ésta parecía a punto de estallar.
Si, de estallar…
Al llegar el suspenso a su punto culminante, cuando los segundos parecieron hacerse eternos, abrió el maletín; al quedar al descubierto su contenido, sin levantar la vista percibió el terror en sus caras y cuerpos. Luego los miró: transpiraban, estaban pálidos; alguno no pudo contener su estómago, y el olor que despidió inundó la oficina.
La secretaria lloraba y preguntaba:
—¿Por qué?
El perverso jefe se orinó mientras temblaba.
Los cables que unían el explosivo plástico con el detonador se movían al compás de las agujas del viejo reloj; junto a ellos, una gran caja ubicada en el centro del maletín completaba la escena. El segundero se encontraba en el número nueve; nadie atinó a correr, paralizados por el miedo. Sus miradas suplicantes parecían rogar clemencia.
Al llegar al once, la secretaria gritó:
—¡Perdón! —El resto la miró agradecido, con la esperanza de que ese gesto significara su salvación.
Cuando la aguja arribó al doce se escuchó la explosión; el sonido fue menor al esperado, sin embargo hizo que se tiraran al piso. Pasados unos segundos se incorporaron y sacudieron sus ropas en un ambiente repleto de papeles que flotaban y caían sin prisa. La detonación no se había producido en el explosivo plástico —en realidad, simple plastilina muy bien modelada— sino por un par de petardos que se hallaban dentro de la caja. Confundidos descubrieron que del maletín emergía un resorte de cuyo extremo se balanceaba la cabeza de un grotesco y colorido payaso, quien les mostraba su larga y azulada lengua, acompañado de una horrible música circense que los aturdía aún un poco más.
Los observó desde la puerta entreabierta, sonrió satisfecho y bajó las escaleras rumbo a la calle y a su nueva vida.
Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, República Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004 obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Ensayos Memoria y Dictadura. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, Cuba, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. En 2018 fue editado su primer libro: Lápiz clandestino. Actualmente prepara el segundo.
Foto. (Public domain).
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