Al subir a bordo del vapor, vi, oí y olí que había traspasado una frontera; había visto una de las caras amables de Inglaterra: la casi bucólica Kent, después de rozar apenas el milagro topográfico de Londres, y luego una de las caras sombrías: Liverpool; pero aquí, en el vapor, se había acabado Inglaterra: aquí ya olía a turba, sonaba el celta gutural por el bar y el entrepuente, aquí el orden social de Europa adquiría otras formas: la pobreza no solo ya no era «una vergüenza», sino tampoco una honra: resultaba —como índice de posición social— tan trivial como la riqueza;
los pliegues de la ropa habían perdido su agudeza, y el imperdible, la vieja fíbula céltico-germánica, volvía por sus fueros; donde el botón del sastre habría puesto un punto, colgaba la coma del imperdible; signo de improvisación, hacía posibles los pliegues allá donde el botón los habría impedido. También lo vi sosteniendo etiquetas de precios, prolongando tirantes, sustituyendo gemelos, y hasta en funciones de arma con la que un niño pinchaba a un hombre por el fondillo de los pantalones: al ver que el hombre no reaccionaba, el muchacho se sorprendió y luego se asustó; entonces lo tocó con el dedo índice para comprobar si vivía todavía: vivía, y, risueño, le dio una palmada en la espalda al niño.
Iba alargándose la cola ante la ventanilla donde se servía en generosas porciones y a bajo precio el néctar de Europa Occidental: el té; como si los irlandeses se empeñaran en mantener a toda costa ese otro récord mundial que ostentan, algo por delante de Inglaterra: en Irlanda se consumen anualmente casi cinco kilos por cabeza; año tras año se derrama por cada garganta irlandesa una pequeña piscina de té.
Mientras avanzaba lentamente en la cola, tuve tiempo para evocar los restantes récords mundiales irlandeses: este pequeño país no solo ostenta el de consumo de té, sino también el de vocaciones sacerdotales (la archidiócesis de Colonia, por ejemplo, tendría que ordenar anualmente casi mil sacerdotes para poder competir con cualquier pequeña archidiócesis irlandesa); el tercer récord mundial de Irlanda es el de espectadores de cine (de nuevo seguida de cerca por Inglaterra: ¡cuánto en común pese a tantas divergencias!); y por fin el cuarto récord, muy significativo, que no me atrevo a afirmar que esté en relación causal con los otros tres: Irlanda es el país del mundo con menos suicidas. Los récords de consumo de whiskey y tabaco no han sido todavía homologados, pero también en esas disciplinas lleva la delantera Irlanda, ese pequeño país con la superficie de Baviera pero menos habitantes que los que viven entre Essen y Dortmund.
Una taza de té a eso de la medianoche, tiritando al viento oeste, mientras el vapor penetraba poco a poco en alta mar; luego un whiskey, arriba en el bar, donde el celta gutural resonaba todavía, pero ahora a través de una sola garganta; en la antesala del bar, un grupo de monjas se acurrucaban como grandes aves de corral para pasar la noche, abrigadas bajo las tocas y los largos hábitos, recogiendo los largos rosarios como se recogen las amarras al zarpar un barco; en la barra, a un hombre joven con un niño de pecho en brazos le negaron la quinta cerveza, y a su mujer, que estaba a su lado con una niña de dos años, el cama- rero le retiró también el vaso sin volver a llenárselo; el bar se vaciaba lentamente, ya había enmudecido el tono gutural del celta; las monjas cabeceaban silenciosas, presas del sueño; una se había olvidado de recoger el rosario, y las gruesas cuentas rodaban por el suelo al compás del barco; la pareja con los niños en brazos, que se había quedado sin el último trago, se cruzó conmigo tambaleante, rumbo al rincón donde había alzado su pequeña fortaleza de maletas y cajas de cartón: allí dormían otros dos niños, recostados a ambos lados contra la abuela, cuyo mantón negro ofrecía por lo visto calor suficiente para tres; al niño de pecho y a su hermanita de dos años los metieron en un cesto y los taparon; los padres, silenciosos, se colaron entre dos maletas, se arrimaron el uno al otro, y la mano del hombre, blanca y delgada, extendió luego sobre la pareja un impermeable, a modo de techo de tienda de campaña. Silencio; solo las cerraduras de las maletas tintineaban suavemente al ritmo de la marcha.
Yo, que había olvidado asegurarme un sitio para pasar la noche, crucé por encima de piernas, cajas y maletas; en la oscuridad brillaban cigarrillos, y me llegaban fragmentos de conversaciones a media voz:
—En Connemara… nada que hacer… de camarera en Londres.
Me acurruqué entre botes y chalecos salvavidas, pero el viento oeste soplaba cortante y húmedo; me levanté y eché a andar por el barco, que más parecía un barco de emigrantes que de gente que volvía a casa; piernas, ascuas de cigarrillos, fragmentos de conversaciones entre susurros, hasta que un cura me cogió por el borde del abrigo y, con una sonrisa, me invitó a sentarme a su lado; me recosté con la intención de dormir, pero delante del cura, a la derecha, una voz clara y suave hablaba desde debajo de una manta de viaje a rayas verdes y grises.
—No, father, no, no… Si pienso en Irlanda me pongo triste. Bastante hago con volver una vez al año a ver a mis padres. Mi abuela todavía vive. ¿Conoce usted el condado de Galway?
—No —dijo en voz baja el cura.
—¿Y Connemara?
—No.
—Pues debería ir por allí a echar un vistazo. Y a la vuelta, pásese por el puerto de Dublín y fíjese bien en lo que exporta Irlanda: niños y curas, monjas y galletas, whiskey y caballos, cerveza y perros…
—Hija mía —dijo en voz baja el cura—, ¿cómo se te ocurre mencionar todas esas cosas de un tirón?
Bajo la manta de viaje verde y gris se encendió una cerilla; por unos pocos segundos se hizo visible un enérgico perfil.
—No creo en Dios —dijo la voz clara y suave—. No, no creo en Dios, así que ¿por qué no voy a juntar curas, whiskey, monjas y galletas? Tampoco creo en Kathleen ni Houlihan, la Irlanda de los cuentos de hadas. He trabajado dos años de camarera en Londres. He visto cuántas chicas de vida fácil…
—Hija mía —dijo en voz baja el cura.
—… cuántas chicas de vida fácil exporta a Londres Kathleen ni Houlihan, la isla de los santos.
—¡Hija mía!
—El cura del pueblo también me llamaba «hija mía». Los domingos venía en bicicleta a decir misa, desde muy lejos; pero él tampoco podía evitar que Kathleen ni Houlihan exportara lo más valioso que tiene: sus propios hijos. Vaya usted a Connemara, father; seguro que no ha visto nunca tantos paisajes bonitos con tan poca gente; venga a decir misa allí y me verá el domingo arrodillada en la iglesia, como una buena creyente.
—¿Pero no dices que no crees en Dios?
—¿Usted cree que, por respeto a mis padres, puedo permitirme el lujo de no ir a misa? «Nuestra hija querida sigue tan piadosa como siempre; qué buena chica es». Y mi abuela, cada vez que vuelvo, me da un beso, me bendice y me dice: «Sigue siempre así, tan devota, hija mía»… ¿Sabe usted cuántos nietos tiene mi abuela?
—Hija mía, hija mía —dijo el cura en voz baja.
El ascua del cigarrillo se iluminó, dejando ver de nuevo por un instante el severo perfil.
—Treinta y seis. Mi abuela tiene treinta y seis nietos; tenía treinta y ocho, pero uno que era aviador murió en la batalla de Inglaterra, y otro se hundió con un submarino inglés; todavía viven treinta y seis, veinte en Irlanda y los otros…
—Hay países —dijo en voz baja el cura— que exportan higiene y pensamientos suicidas, cañones atómicos, ametralladoras, coches…
—Sí, todo eso ya lo sé —dijo la voz clara y suave de muchacha—; lo sé, padre: yo misma tengo un hermano que es cura, y dos primos: son los únicos de la familia que tienen coche.
—Hija mía…
—Voy a ver si duermo un poco; buenas noches, father, buenas noches.
El cigarrillo encendido voló por la borda y la manta de viaje verde y gris se ciñó en torno a los frágiles hombros. El cura meneaba sin parar la cabeza, consternado; o tal vez la movía solo el ritmo de la marcha.
—Hija mía —volvió a decir en voz baja; pero no obtuvo respuesta.
Se reclinó suspirando y levantó el cuello del abrigo; llevaba en el revés de la solapa cuatro imperdibles de reserva: cuatro de ellos, colgados de un quinto, transversal, se bamboleaban al ritmo del suave cabeceo del vapor, que penetraba en la gris oscuridad rumbo a la isla de los santos.
(Texto perteneciente al libro «Diario Irlandés», Heinrich Böll).
Fotografía por Carl Raw (en Unsplash). Public domain.
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