Suelo tomar prestadas novelas policíacas de una biblioteca muy pequeña que está al fondo de una de las múltiples tiendas de regalos y postales que llenan las calles del Village. Anoche, como no lograba encontrar un libro, estuve mirando las estanterías de cestas artesanales, porcelana moderna, ceniceros de cerámica y etcétera, y vi una casa construida con cartas de juego pero que se erguía muy sólida, porque las cartas tenían un corte para hacerlas encajar. Compré una baraja de cartas y luego seguí mi camino hacia mi casa, el hotel de Washington Square donde ahora vivo.
Tengo dos habitaciones, en la octava planta. Hay un tosco balcón de hierro, apreciado por las palomas, construido muy cerca contra las ventanas, de modo que tapa casi toda la vista. Era una tarde agradablemente clara y salí al balcón para admirar la escena que se negaba a ofrecerme.
Allí, ocho pisos más abajo, estaba Washington Square. Las aceras que cercan el parque, los caminos que discurren hacia el norte, sur, este y oeste desde la fuente y hasta las aceras, y los bancos que hay al borde de la hierba estaban abarrotados. En la esquina, en diagonal desde donde yo estaba, un hombre había puesto su carrito de helados, un cuadrado blanco, con una alta sombrilla erguida y extendida con rayas rojas y amarillas. No muy lejos del carrito de los helados, pero en la hierba, había una mujer de pie, sola, estirando los brazos. Por sus gestos podía ser que tuviera un ataque o que estuviera maldiciendo a alguien, pero había una gran conmoción de palomas a su alrededor, y me imaginé que les estaba dando de comer, o que ya les había dado y ahora les explicaba que la bolsa de migas estaba vacía. Un minuto más tarde las palomas se levantaron en multitud y descendieron en picado entre los árboles. La mujer se alejó.
Hace poco me dijeron —supongo que es solo un rumor— que se habla de excavar un paso subterráneo a través de Washington Square. Supongo que significa que excavarían esa parte de la plaza. Después de eso difícilmente recobraría su aspecto original.
Cuando llegué a Nueva York por primera vez, viví un tiempo en el hotel Holley, en el lado oeste de la plaza. El Holley ha sido derribado este año y después, siempre que paso por ahí, veo el estrecho hueco —sorprendentemente estrecho— donde el pequeño hotel se agazapaba entre los altos bloques de pisos vecinos. En la época en que yo vivía allí, hace solo doce años, una hilera de edificios de estudios con aire decadente se extendía a medio camino hacia el lado sur de la plaza. Aquellos edificios me parecían preciosos y románticos y anhelaba tener un apartamento, o incluso una habitación, en uno de ellos, pero siempre estaban llenos. Ahora han desaparecido y un edificio educativo de aspecto aburrido se yergue en su lugar.
En aquella época y más tarde, yo fui visitando la mayoría de las casas bonitas del lado norte de la plaza buscando un lugar donde vivir. Algunas de aquellas casas fueron derribadas para hacer sitio a nuevos bloques, uniformes y sombríos, y la mayor parte de los que quedaban se han convertido en oficinas. El hotel donde ahora vivo es antiguo, y anoche me pregunté, no por primera vez, si se acercaban sus últimos días. Han cerrado la agradable entrada lateral, y eso parece un mal signo.
Dejé el balcón, entré y me senté en el confortable y pequeño sofá que constituye el principal elemento decorativo de mi salón. Es una habitación bonita, con puertas correderas que dan al dormitorio. La chimenea ya no funciona, naturalmente. Cogí las cartas que me había comprado, las saqué de su estuche y las miré. Tenían forma y textura de cartas de juego, pero en lugar de corazones, diamantes y todo eso, estas cartas estaban decoradas con flores y signos geométricos. Me pregunté por qué las había comprado. Nunca he sido entusiasta de la construcción de castillos de naipes.
Trabajo en un edificio del midtown. Mi oficina está en la planta número veinte, y desde ese promontorio, ayer por la mañana contemplé el derribo de un edificio de ladrillo rojo mucho más abajo. Debía de haber mirado la azotea de aquel edificio mil veces, pero ahora que había desaparecido, no lograba recordar cómo era. Por la tarde, cuando fui a comer, me encontré que había desaparecido toda una manzana de la Sexta Avenida y no tenía ningún recuerdo de aquellas casas desaparecidas, excepto que podían tener un color rojizo. O quizás fuesen grises. Es muy desconcertante que de pronto aparezca un hueco en un lugar sin que puedas recordar haber visto esas paredes.
Las paredes de mi habitación de hotel son de un azul verdoso brillante, un color de huevo de pájaro. Es un tono bonito, aunque yo nunca me habría atrevido a elegirlo si hubiera tenido que pintar la habitación. Siempre me han gustado las paredes blancas, pero le he cogido afecto a este color tan alegre. Ahora, mirando las paredes, me descubro pensando que deberían ser aún más brillantes, más azules, para afirmarse más. ¿Cuándo? Cuando derriben el hotel, como parece su destino. Veo las paredes interiores del edificio que están derribando hoy bajo mi oficina. Amarillo, verde, marrón; con feos tonos pálidos de esos tres colores, las paredes ofrecen un pobre panorama. Parecen tristes, como si nunca hubieran esperado nada mejor que ser derruidas. Esta habitación de hotel mía no parecerá triste cuando le quiten el tejado. Los inquilinos del alto bloque de pisos de enfrente se fijarán en este color. Nunca se confundirá con los escombros que sembrarán el suelo.
Tenía paredes blancas en el pequeño apartamento de la calle Nueve que el año pasado derruyeron los obreros de la demolición, bajo mi vista. Mis ventanas frontales daban a un gran bloque de pisos de fachada lisa, muy parecido al que tengo enfrente de este hotel. Temo que mis paredes blancas debieron parecer desamparadas al quedar expuestas a la vista. Un violeta deslumbrante o una mano de pintura escarlata las habría salvado de la insignificancia.
He extendido las cartas con hendiduras en la mesa, mirando sus dibujos, pero luego las he reunido y las he vuelto a meter en su caja. Era demasiado. La ciudad se tambaleaba ante mí, el suelo bajo mis pies ya temblaba bajo las botas de los obreros de la demolición, por decirlo así, y me iba a poner a construir un castillo de naipes con garantía de duración. Me irritaba la escena, me fastidiaba. Ojalá no hubiera visto esas cartas, con su insulsa y pequeña carga de presentimientos. Allí estaba yo, admirando mi habitación porque se vería bien cuando le arrancaran el tejado. Estaba felicitando a mi habitación y a mí misma, porque se convertiría en un cadáver meritorio.
Supongo que toda mi vida he salido por piernas de los edificios justo antes de que llegaran los obreros del derribo, y no puedo resistir preguntarme, cada vez que pinten el lugar, si las paredes hablarán una vez que la habitación quede expuesta.
Estas cartas podrían convertirse en una manía. Puedo imaginar a gente en toda la ciudad sentada en apartamentos de edificios condenados construyendo castillos de naipes que sí durarán. Y pintando las paredes con colores estridentes para sorprender a los inquilinos de los grandes edificios que los rodean. Podría instaurarse una histeria masiva, con los pintores de casas celebrándolo. Voy a deshacerme de estas cartas. Las separaré como si fueran puntos de libro. Aunque me gustaba hacer solitarios. Podría comprarme una baraja para hacer solitarios. Sin asociaciones, ni significados, solo con paciencia, y jugar tal como yo juego, con mi impaciencia, será suficiente para mí.
16 de julio de 1955
(Texto perteneciente al libro «De Dublín a Nueva York», Maeve Brennan.)
Fotografía por Banter Snaps (en Unplash). Public domain.
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