«La medusa», un relato del escritor estadounidense Thomas Ligotti


Antes de salir de la habitación, Lucian Dregler anotó unos cuantos pensamientos sueltos en su cuaderno.
Lo siniestro, lo terrible, jamás nos engaña: el estado que nos aporta es siempre un estado de lucidez. Y sólo ese estado de descarnado conocimiento nos permite una comprensión total del mundo que tenga en cuenta todas las cosas, de la misma manera que la gélida melancolía nos permite estar en pleno uso de nosotros mismos.

    · · ·

Sólo podríamos escondernos del horror en las profundidades del horror.

    · · ·

¿Es que quizás yo, entre todos los soñadores, sea un espécimen excepcional y haya logrado cortejar a la Medusa (mi primera y más antigua compañera) excluyendo a todos mis rivales? ¿Sería capaz de que me respondiera a estas dulces palabras?
  
Aliviado tras plasmar estos fragmentos en una hoja y no sólo en un precario cuaderno mental, donde probablemente terminarían emborronados y desvaídos, Dregler se echó por los hombros un viejo abrigo, cerró la puerta de la habitación y bajó unos cuantos tramos de escaleras por la parte trasera del edificio de apartamentos. Habitualmente tomaba una ruta zigzagueante, llena de esquinas y callejones, hasta cierto local que visitaba de vez en cuando, aunque por cuestiones de tiempo (es decir, para no malgastarlo) optó en esta ocasión por desviarse de su ruta habitual en varios puntos. Iba a encontrarse con un conocido que no había visto desde hacía bastante tiempo.

El local estaba muy oscuro, aunque no más que en pasadas ocasiones, y mucho más abarrotado de gente de lo que en principio percibieron los ojos de Dregler. Se detuvo unos segundos en la entrada y se quitó los guantes lenta y distraídamente, mientras ajustaba su visión a las débiles aureolas de luz que ofrecían las lámparas de metal deslucido en las paredes, tan separadas entre sí que la luz de cada lámpara apenas se fundía con la de su vecina, ni llegaba a reforzarla. Entonces, gradualmente, la oscuridad fue desvaneciéndose y se revelaron las formas que escondía: una frente que brillaba con el resplandor de las gafas de montura de alambre que había debajo, unos dedos ensortijados que sostenían un cigarrillo dormitaban sobre una mesa, zapatos de piel brillante que acompasaban ligeramente los pasos de Dregler cuando éste cruzó cautelosamente la sala. Al fondo se alzaba una columna de escalones que subía en espiral al siguiente nivel, que era más una plataforma anexa, un pequeño altillo, que una parte integral del propio edificio. Ese nivel estaba cerrado por una barandilla construida con el mismo frágil y delgado metal que el empleado en las escaleras, otorgando a esa zona una apariencia de andamio provisional. Dregler ascendió las escaleras con gran parsimonia.

  —Buenas noches, Joseph —saludó Dregler al hombre que estaba sentado a una mesa situada junto a una ventana inusualmente alta y estrecha. Joseph Gleer observó durante unos segundos los viejos guantes que Dregler había lanzado sobre la mesa.

  —Aún conservas estos mismos guantes —le contestó, luego levantó la mirada y sonrió—: ¡Y ese abrigo!

Gleer se puso en pie y ambos hombres se estrecharon la mano. Luego los dos se sentaron y Gleer, señalando el vaso vacío que había entre los dos sobre la mesa, preguntó a Dregler si todavía bebía coñac. Dregler asintió, y Gleer dijo:

—Marchando —tras lo cual se asomó ligeramente por la barandilla y sostuvo en alto dos dedos a la vista de alguien entre las sombras de la planta inferior.

—¿Es esta una reunión meramente por motivos sentimentales, Joseph? —inquirió Dregler, que ya se había despojado del abrigo.

—En parte. Espera hasta que hayamos tomado unas copas y puedas felicitarme así de forma apropiada.

Dregler volvió a asentir y escudriñó con la mirada el rostro de Gleer sin manifestar ningún tipo de curiosidad. Gleer era un antiguo compañero de clase de la época escolar de Dregler y siempre había poseído una abierta afición por las pequeñas intrigas, ya fueran académicas o de otro tipo, y una adicción por los detalles de ritual y protocolo, por cualquier fórmula repetida y con precedentes. También le gustaban los secretos, siempre que él estuviera al tanto de ellos. Por ejemplo, en discusiones (ya fuera sobre filosofía o sobre viejas películas), Gleer se deleitaba abiertamente confesando, normalmente en un punto avanzado de la disputa, que él había apoyado de forma totalmente consciente algunas escuelas de pensamiento peligrosamente absurdas. Tras reconocer su perversidad, ayudaba e incluso superaba a su contrincante en demoler lo poco que quedara de su antiguo posicionamiento dialéctico, supuestamente para mayor gloria de los intelectos desinteresados del mundo entero. Pero al mismo tiempo Dregler captaba perfectamente las intenciones de Gleer. Y aunque no siempre era fácil entrar en el juego de Gleer, era esta contrainformación secreta lo único que proporcionaba a Dregler cierto entretenimiento en estas competiciones mentales, porque

Nada que requiera argumentos vale la pena ser argumentado, al igual que no vale la pena creer en nada que precise de nuestra fe. Lo real y lo amado cohabitan en nuestro terror, la única «esfera» que importa.
  
Entonces, quizás fuera ese hermetismo lo que unía a ambos hombres, un hermetismo imperfecto en el caso de Gleer, y uno consumado en el caso de Dregler.

Y en ese momento allí estaba Gleer, manteniendo a Dregler en supuesto suspense. Los ojos de Dregler se dirigían hacia la ventana alta y estrecha, tras la cual se veían las ramas desnudas más altas de un olmo que bailaba con espectrales movimientos bajo los focos instalados en la fachada. Pero cada cierto tiempo Dregler miraba a Gleer, cuyos aniñados rasgos habían cambiado sorprendentemente poco: los labios con forma de arco de cupido, las mejillas mofletudas, los diminutos ojos grises casi totalmente enterrados bajo la carne de un rostro retorcido con demasiada frecuencia por la risa.

Una mujer con dos vasos sobre una bandeja con el fondo de corcho estaba de pie al otro lado de la mesa. Mientras Gleer pagaba las bebidas, Dregler alzó la suya y la sostuvo en alto a modo de indolente brindis. La mujer que les había llevado las bebidas echó una breve mirada inexpresiva al maestro de ceremonias Dregler. A continuación se marchó y Dregler, fingiendo total ignorancia, exclamó:

—Por tu próximo o recientemente pasado acontecimiento, sea lo que sea o haya sido.

 —Espero que sea para toda la vida en esta ocasión, gracias, Lucian.

 —¿Cuál es este, quintus?

 —Quartus, si no te importa.

 —Por supuesto, mi memoria es tan mala como mis dotes de observación. De hecho, esperaba ver algo brillante en tu dedo, cuando debería haberme fijado en tus ojos. Pero ¿ningún anillo de la novia?

  Gleer metió la mano en el cuello abierto de su camisa y tiró de una delicada cadena, de la que pendía un pequeño diamante rosado sobre una sobria montura de plata.

 —Es la moda —dijo con tono neutro, guardando la cadena y la joya—. Los modernos necesitan ir cambiándolas, supongo, pero el matrimonio sigue siendo el matrimonio.

 —Por la Edad Media —brindó Dregler con desvergonzado hastío.

 —Y por los de edad mediana —replicó Gleer.

Los hombres permanecieron sentados y en silencio durante unos minutos. Los ojos de Dregler recorrieron una vez más el altillo en penumbra, donde unas pocas mesas compartían la luz de una sola lámpara. La mayor parte de su tenue brillo se proyectaba sobre la pared, revelando las espirales concéntricas de la nudosa superficie de madera. Tras dar un pausado sorbo a su bebida, Dregler quedó a la espera.

 —Lucian… —comenzó a explicar Gleer en voz tan baja que apenas resultaba audible.

  —Te escucho —le animó Dregler.

  —No sólo te pedí que vinieras aquí para brindar por mi matrimonio. Hace ya casi un año, ya sabes. Aunque no creo que eso te importe demasiado.

Dregler no dijo nada, animando a Gleer con un silencio receptivo.

—Desde entonces —continuó Gleer—, mi esposa y yo hemos solicitado bajas temporales de nuestros respectivos trabajos en la universidad y hemos estado viajando, principalmente por el Mediterráneo. Acabamos de regresar hace tan sólo unos días. ¿Te gustaría tomar otra copa? Te has acabado esa bastante rápido.

—No, gracias. Por favor, continúa —pidió Dregler con suma educación.

 Tras otro trago de coñac, Gleer continuó.

—Lucian, nunca he entendido tu fascinación por esa criatura que llamas la Medusa. No estoy seguro de que me importe, aunque jamás te lo he dicho. Pero sin esfuerzos deliberados por mi parte, y que esto quede claro, creo que puedo serte de ayuda en tu, supongo que podríamos llamar, búsqueda. Todavía estás interesado en el tema, ¿verdad?

—Sí, pero soy demasiado pobre para permitirme excursiones al Peloponeso como la que acabáis de realizar tú y tu esposa. ¿Era eso lo que tenías en mente?

—En absoluto. Ni siquiera tendrás que abandonar la ciudad, eso es lo extraño, lo hermoso de todo el asunto. Es muy complicado cómo sé lo que sé. Espera un segundo, coge esto.

En ese momento Gleer sacó un objeto que previamente tenía oculto en algún rincón oscuro y lo colocó sobre la mesa. Dregler contempló el libro. Estaba encuadernado con una tela de color óxido y las letras en oro en el lomo estaban pelándose. Por lo que Dregler pudo leer en los fragmentos de letras que quedaban, el título del libro parecía ser: Electrodinámica para principiantes.

—¿Y qué se supone que es esto? —le preguntó.

—Sólo una especie de pasaporte, sin ningún significado en sí mismo. Esto te va a sonar ridículo (¡estoy seguro de ello!), pero tienes que llevar el libro a un establecimiento —dijo Gleer, mientras colocaba una tarjeta sobre la tapa del libro— y preguntarle al dueño cuánto está dispuesto a pagar por él. Sé que vas a este tipo de comercios con frecuencia. ¿Conoces este?

—Sólo vagamente —replicó Dregler.

El establecimiento en cuestión, según se leía en la tarjeta, era Libros Brothers: Compraventa de libros singulares y de anticuario, se compran bibliotecas y colecciones, extenso fondo en Ciencias Esotéricas y la Guerra Civil, no se precisa cita previa, Miembro de la Sociedad de Libreros Filosóficos de Manhattan, Brothers, Benjamin, Fundador y Propietario.

—Me han informado de que el propietario de esta librería conoce tu obra —dijo Gleer en un ambiguo tono monótono—: Piensa que eres un verdadero filósofo.

Dregler miró durante un largo rato a Gleer, mientras jugueteaba con la tarjeta entre los dedos.

—¿Me estás diciendo que la Medusa es supuestamente un libro? —preguntó.

Gleer bajó la mirada a la mesa y luego volvió a levantarla.

 —No estoy diciendo nada de lo que no esté seguro, lo cual no es mucho. Por lo que sé, la Medusa podría ser cualquier cosa que pudieras imaginar, y que seguramente ya hayas imaginado. Por supuesto, puedes tomar esta información incompleta como te plazca, como estoy seguro que harás. Si quieres saber más que yo, entonces visita esa librería.

—¿Quién te dijo que me lo dijeras? —preguntó Dregler con calma.

 —Me parece que es mejor que no te informe sobre eso, Lucian. Podría estropear el espectáculo, por así decirlo.

—Muy bien —dijo Dregler, a continuación se sacó la billetera e introdujo la tarjeta dentro. Se levantó y comenzó a ponerse el abrigo.

—¿Es eso todo, entonces? No querría ser grosero, pero…

 —¿Y por qué deberías ser distinto a como eres normalmente? Pero debo decirte algo más. Por favor, siéntate. Y ahora, escúchame. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, Lucian. Y sé cuánto significa esto para ti. Así que, pase lo que pase, o lo que no pase, no quiero que me responsabilices a mí por ello. Sólo he hecho lo que pensé que tú mismo querrías que hiciera. Bueno, dime, ¿he acertado?

Dregler volvió a ponerse en pie y se colocó el libro bajo el brazo.

—Sí, supongo que sí. Pero estoy seguro de que nos veremos pronto. Buenas noches, Joseph.

 —Una copa más —sugirió Gleer.

 —No, buenas noches —respondió Dregler.

 Al alejarse de la mesa, y para su bochorno, Dregler estuvo a punto de golpearse la cabeza contra una enorme viga de madera que pendía peligrosamente baja en la oscuridad. Echó un vistazo atrás para ver si Gleer se había percatado de este torpe accidente. ¡Y después de tan sólo una copa! Pero Gleer se había vuelto hacia el otro lado y miraba por la ventana los zarcillos del olmo y el lívido color que habían adquirido bajo la luz de las luces de la fachada.

Durante un tiempo Dregler permaneció con la mente en blanco, observando los árboles barridos por el viento, antes de darse media vuelta y estirarse en la cama, que estaba a tan sólo unos pasos de la ventana de su habitación. Junto a él había en ese momento un ejemplar de su primer libro, Meditación sobre la Medusa. Lo tomó y leyó algunos fragmentos al azar.

Los adorantes de la Medusa, incluyendo aquellos que llenan páginas de «reflexiones» e interpretaciones tales como éstas, son los ciudadanos más abominables de esta tierra… y los más numerosos. Pero ¿cuántos de estos saben que lo son? Cabe la posibilidad de que exista un culto instintivo a la Medusa, pero, de nuevo: ¿quién podría ser consciente de la existencia de tales seres durante el periodo de tiempo necesario para acorralarlos y ejecutarlos?

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Es posible que sólo los muertos no estén confabulados con la Medusa. Nosotros, por el contrario, somos los aliados de esta… pero siempre contra nuestra propia voluntad. ¿Cómo es posible convertirse en su compañero… y seguir viviendo?

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Nunca estamos en peligro de contemplar a la Medusa. Para que eso ocurra, ella necesita nuestro consentimiento. Pero un desastre mucho mayor espera a aquellos que saben que la Medusa los está mirando y desean devolverle la mirada. Qué mejor definición de un hombre marcado que ésta: alguien que «ofrece sus ojos» a la Medusa, y cuyos ojos poseen una voluntad y fin propios.

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Ah, ser un objeto sin ojos. ¡Qué alivio nacer piedra!
  
Dregler cerró el libro y volvió a colocarlo en uno de los estantes de la habitación. En ese mismo estante abarrotado, cuero y tela presionados contra tela y cuero, había un grueso archivador lleno de páginas sueltas. Dregler se lo llevó a la cama y comenzó a rebuscar entre los papeles. A lo largo de los años el archivo había aumentado enormemente, desde que lo inició con unos cuantos memorandos al azar, recortes de prensa, fotografías, referencias variadas que Dregler había copiado a mano, y fue expandiéndose hasta convertirse en un almacén de infernales descubrimientos casuales, un testamento de terribles coincidencias. Y el tema de todas y cada una de las entradas en esta enciclopedia involuntaria era la propia Medusa.

Algunos de los documentos correspondían a una sección titulada «Humor», e incluía un tebeo (que Dregler había encontrado en un drugstore) que presentaba a la Medusa como una superheroína benevolente que usaba sus terribles poderes sólo contra enemigos igualmente terribles en un mundo sin belleza. Otros documentos estaban archivados bajo la categoría de «irrelevante», donde había un recorte de unos siete centímetros y medio de una página de deportes de una década atrás alabando la excelente temporada del «Señor (sic) Medusa». Había también una estrecha subdivisión del archivo a la que no se le había designado ningún título oficial, pero que Dregler no podía evitar considerar como elementos de «Verdadero Horror». Entre este material destacaba un artículo de un periódico británico sensacionalista: una crónica sin fotografía sobre la sospecha de un hombre, durante el periodo de un año, de que su esposa era poseída cíclicamente por un demonio con serpientes en la cabeza, un pequeño guiñol sin sentido que acabó una noche con la esposa decapitada mientras dormía y la consiguiente encarcelación del demente.

Una de las subcategorías menos valiosas del archivo consistía en pseudodatos procedentes de propagadores menos legítimos del conocimiento humano: publicaciones periódicas «científicas» renegadas, boletines informativos de antropología oculta y publicaciones de varios centros de estudios alternativos. Las contribuciones al archivo por parte de revistas como The Excentaur, una edición antigua que Dregler había encontrado precisamente en la librería Brothers, estaban colectivamente clasificadas como «Medusa y medusianos: avistamientos y explicaciones físicas». Uno de los primeros números de esta publicación incluía un artículo que atribuía el nacimiento de la Medusa, y de toda la vida en la Tierra, a uno de los muchos visitantes extraterrestres para los que este planeta había sido una especie de parada de camiones o área de descanso para los habitantes de otros sistemas galácticos.

Todos estos descubrimientos eran atesorados por Dregler con salvaje regocijo, especialmente aquellas proclamas de los sumos sacerdotes de la mente y alma humanas que invariablemente relegaban a la Medusa a un submundo psíquico donde servía de imagen por excelencia del pánico romántico. Pero la pieza más singular de las curiosidades que tanto apreciaba era un fragmento de prosa cuyo autor parecía seguir los pasos del propio Dregler: un hombre tras su propio corazón. «¿Podemos librarnos —preguntaba retóricamente este autor— de la “fuerza vital” tal como la que simboliza la Medusa? ¿Puede esta energía, si es que existe tal cosa, ser eliminada, aniquilada? ¿Podemos nosotros, en el ruedo de nuestro ser, salir con paso firme, como un gladiador, con la red y el tridente en una mano, y, azuzando y golpeando, pinchando y revolviéndonos, atormentar a este desalmado y horrendo demonio hasta enloquecerlo atrozmente y aniquilarlo finalmente para el disfrute de nuestros nervios vengados y ante el ensordecedor aplauso de nuestra alma?». Sin embargo, estas palabras habían sido inspiradas desafortunadamente por el más venenoso ánimo sarcástico a un crítico que reseñaba paródicamente la obra del propio Dregler, Meditaciones sobre la Medusa, cuando fue editada por primera vez veinte años atrás.

Pero Dregler nunca se interesó por las reseñas a sus libros, y lo más curioso y sorprendente era que este artículo, como todos los demás informes y reflexiones sobre la Medusa, había caído en sus manos accidentalmente, algunos de ellos incluso en la consulta del dentista. Aunque había leído profusamente sobre la tradición y los comentarios referidos a la Medusa, ningún material de su caótico archivo había sido encontrado a través de los canales normales de investigación. Nada había sido obtenido de manera oficial, nada de forma prevista. En pocas palabras, era todo producto de inesperadas circunstancias, una cuestión estrictamente informal.

Pero ¿qué probaba exactamente que le continuaran llegando estas piezas de su propio puzzle? No probaba nada, nada exacto ni de otro tipo; era simplemente un efecto secundario de su obsesión por un solo asunto. Naturalmente, se mantendría alerta a las intermitentes apariciones estelares en el escenario de su rutina diaria. Esto era normal. Pero, aunque estos «hallazgos» no probasen nada, racionalmente, siempre sugerían más cosas a la imaginación de Dregler que a su razón, especialmente cuando se sumergía en los contenidos globales de estos archivos dedicados a su más antigua compañera.

De hecho, era una referencia a esta clase de imaginación a la que Dregler se entregaba ahora mientras descansaba en la cama. Y allí estaba, un párrafo que en una ocasión copió en la biblioteca de un librillo amarillo titulado Cosas cercanas y lejanas. «No existe nada en la naturaleza de las cosas —afirmaba la cita— que haga totalmente imposible que un hombre vea un dragón o un grifo, una Gorgona o un unicornio. Nadie, de hecho, ha visto jamás a una mujer cuyo cabello esté compuesto de serpientes, ni a un caballo de cuya frente se proyecta un cuerno, aunque en los primeros tiempos probablemente el hombre sí viera dragones (conocidos por los científicos como pterodáctilos), y monstruos más extravagantes que los grifos. En todo caso, ninguna de estas rarezas zoológicas viola las leyes fundamentales por las que se rige el intelecto; los monstruos de la heráldica y la mitología no existen, pero no existe ninguna razón en la naturaleza de las cosas ni en las leyes de la mente por las que no podrían existir». Por lo tanto, estaba dentro de la naturaleza de las cosas que Dregler se reservara cualquier juicio hasta que visitara cierta librería.


Texto perteneciente al libro  'Noctuario' de Thomas Ligotti. (Fragmento).

Photo by   Yeshi Kangrang on Unsplash (public domain).

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