La ceniza cae sobre los párpados, un relato de Emilio Contreras

Bajo la mascarilla de oxígeno nadie nota el aliento a alcohol. Y te consta.
Vendrás arrastrando tu tambaleada ridiculez, tal vez tras resecarte la lengua en el baño de la estación, tal vez tras discutir con Montalvo porque te infraccionó, y a la tercera, te ha advertido, sales del cuerpo de bomberos. No sabes la alegría que me causa elucubrar sobre tus probables desgracias. Elucubrar significa pensar en escenarios posibles, aunque prescindan de cualquier fundamento racional. No quiero que detengas la lectura en busca de un diccionario. La mayor parte del día me cuestiono cómo pude haberme casado con un ser tan bruto. Por suerte, Irma heredó mi inteligencia. 

Si te hubiera importado, aunque fuera un poco, la boleta que ella traía orgullosa, el que prefiriera ron con pasas a sabores de helado más juveniles, que quisiera verte, al inicio, todos los fines de semana, no te estaría escribiendo. Ni sé cómo empezar a justificar esto que ya va a ser evidente para ti, cuando leas la nota y sopeses esta caja metálica rescatada del fuego. 
Caerá la ceniza sobre tus párpados. 
Tu cara negra de tizne y después el jadeo, el que te conocí de joven cuando prometías tanto con tu lengua o tus músculos para los partidos de futbol. Tu frente amplia, el que tuvieras poco cabello… pero si sigo describiéndote vas a creer que me arrepentí en el último momento, que aquí tienes una broma ridícula semejante a cómo llegarás en el camión cuando el edificio esté envuelto en llamas y el humo oscurezca más la noche. Desoirás las mandas de Montalvo, maldito el día en que escogió a un bebedor para que figurase en su escuadrilla. 

Y no sé cómo le harás, pero estoy segura de que encontrarás el camino al vestíbulo del edificio. Tantas veces que te esperé ahí, aterida por el frío de la madrugada, y tú que no volvías porque esos partidos de futbol, apenas nació Irma, desembocaron en la hielera de la cajuela, en la tanda cuyo único fin parecía el de irse de bar en bar, el de cantar las más desafinadas canciones de norteña, o en la peluda y fofa cosa que se fue volviendo tu cuerpo, más desgastado que mi carne por el embarazo, la fatiga y el sentirme lejana a esas horas en que tu risa resonaba en mi queda espera, si la nena no lloraba desde el moisés.
De una vida como la mía voy a salvarla. No espero que lo entiendas, Rogelio. 

Lo que sí espero es que luego, con ese apremiante calor en la boca del fuego, reflexiones con cada zancada que den tus sucias botas, que por pura inercia o no sé qué nunca limpias. Eso del divorcio te sentó pésimo, ¿verdad? Como nunca pregunté, me alivió la discreta venganza de imaginarte en un cuartucho miserable, pero apenas incoaste las represalias burocráticas, mi habitación se cargó de suspiros y de noches cada vez más ensordecidas por el agobio. Incoar quiere decir empezar con un trámite; es un verbo transitivo. El pleito por probar y desmentir. A eso se redujo la fingida cordialidad. 
Lo siento por Irma. 

Iba a crecer así, como tú, como yo. ¿Por qué no pudimos evitar romper lo puro, lo inocente? Rogelio, sabrás a la altura del segundo piso, recién te fijes en que te faltan tres para llegar a nosotras, que una cuerda floja sostiene tu heroísmo: conociendo tu vulgaridad, te creerás redimido en cuanto te arrastres -ahora más ridículo- con el hacha (¿te acordarás de traerla o querrás impresionarnos con la descomunal fuerza de tus brazos brutos?) para romper la puerta y así, enfundado en el siniestro traje de bombero, titubear en el vano, no sé si por la asfixia, por el hecho de que estarás ebrio o la sorpresa de encontrarnos…
Pero ¿cómo, Rogelio? ¿Cómo te digo en este papel el estado exacto en que estaremos? Ahora Irma reposa en la cama, sin sueño, y yo veo que me complico más y más; que soy incapaz de hacerte sentir la culpa que mereces, la culpa que seguro ahogas en tu cuartucho maloliente o en el trabajo con ayuda de esa pachita. 

Pero yo no quiero salvarte. Prefiero darte esa ilusión. 
Es lo justo, si consideramos a cuántos cumpleaños faltaste, cuántas navidades no cumpliste, los pocos recitales donde Irma te buscó en las ausentes butacas. Si vieras esa decepción, si tuvieras algo de valor, sabrías de qué te hablo; pero ¿qué digo? Un imbécil sin coraje para encarar a su propia hija. Este primer mes supe de antemano lo que ocurrió el último sábado: regresó Irma con un ojo morado, y yo no soy ninguna pendeja. Aunque tú, tus abogados y el ministerio me ninguneen, sé cómo defender a mi propia hija. Y habrás ganado la custodia compartida, tal vez a base de sobornos (no me sorprendería), pero no a tu hija, Rogelio. Me alegra saber que no soñará más contigo. Que no vaya a ver cómo te sumerges más y más en esa espiral, a la cual tu mezquindad intenta absorbernos. 

Y eso de ser bombero alcohólico es como un mal chiste que alguna vez debiste contar a los idiotas de tus amigos. No más por tu cobarde heroísmo vendrás a salvarnos. La cola entre las patas, el casco sostenido frente a tu pecho: la imagen para que te aceptemos de nuevo. ¿Y luego qué? ¿Agradecerte el rescatarnos de un infierno para devolvernos a otro? 
Pero prefiero dejar las citaciones, la constancia de tu triunfo jurídico y la ropa ardiendo sobre la alfombra, rociarles alcohol y esperar a que se esparza su violenta quemazón. Y entonces tomaré la pastilla mientras coloco el recipiente metálico a mi lado. Todo eso va a pasar también, Rogelio, toda esa ceniza que ansioso respirarás seremos nosotras: sin sueño, sin odio. 
En paz. 

Sostendrás, al alba de humo, esta caja aún tibia, encontrada a lado de nuestros cuerpos carbonizados, con el papel no sé si carcomido por la quemadura.
Y nadie más que tú será el responsable del fuego. 
Y la ceniza caerá sobre los párpados.






Emilio Contreras (Xochimilco, Ciudad de México, 2000). Es estudiante de la Licenciatura en Estudios Literarios en la Universidad Autónoma de Querétaro. Cursa actualmente el octavo semestre y ha publicado cuento, ensayo y próximamente poesía en el Fanzine local Mitote Literario. Su relato “Siempre vas al cine” aparece en el número 14 de la Revista Poetómanos. 

Photo by Ahna Ziegler on Unsplash (public domain).

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