Después de los cuarenta y cinco años, tras una época larga y afortunada en la que casi nunca fui al médico, empiezo a conocer el malestar. Una serie de dolores misteriosos, extraños problemas que se presentan de repente y luego se solucionan: una presión persistente detrás del ojo, una punzada en el codo, una parte de la cara que, durante un tiempo, me notaba parcialmente entumecida. Manchas rosadas y redondas esparcidas por el abdomen que me provocaban unos molestos picores, hasta el punto de que una vez tuve que ir a urgencias. Al final se solucionó con una pomada.
Y ahora, desde hace unos días, noto una sensación rara en la garganta, bajo la piel, una palpitación intermitente. Me ocurre solo cuando estoy en casa, sentada en el sofá, mientras leo. Es decir, cuando me relajo, justo cuando trato de estar bien. Me dura unos segundos y se me pasa. Una mañana, en el bar al que voy siempre, se lo conté al camarero con quien me desahogo, vete a saber por qué, y me dijo:
—Ve a hacerte una revisión, que por ahí pasa una vena que conecta el corazón con el cerebro.
Y un señor que estaba de pie, a mi lado, un profesor de historia jubilado que suele tomar una cerveza incluso por las mañanas, añadió:
—Vaya; a mi mujer, pobrecita, le ocurrió algo parecido.
Así que fui al médico, quien después de revisarme y de examinar los latidos de mi corazón con un aparato un tanto maltrecho, me derivó al cardiólogo.
—Probablemente no sea nada del otro mundo, señora. Pero usted ya no es una jovencita, mejor lo estudiamos. —Y me mandó a una clínica.
La sala es un poco oscura, las luces están apagadas. La calefacción está a tope, y eso que, en general, el calor me gusta. Enseguida me quito la chaqueta, la bufanda. Solo hay otra paciente que espera, otra señora atrapada ahí dentro. Tendrá como veinte años más que yo. Me observa con atención; la mirada no es cordial, tiene los ojos impasibles. No consigo quitarme la bufanda, se me ha enganchado en el collar. Qué ridículo. La señora sigue observándome como si entre nosotras hubiese una pantalla y yo fuese un personaje de la televisión. Desengancho la chatarra sintiéndome desordenada, después me siento.
—¿Qué tal es este médico? ¿Bueno?
—No sabría decirle.
Espero un cuarto de hora, o más. La señora también espera, no la llaman. No lee, no hace nada. Ya no me mira, ni siquiera a través de la pantalla.
Y yo, por desgracia, he olvidado meter un libro en el bolso. No veo revistas. Solo algún folleto sobre salud, sobre el cuidado del corazón.
¿Qué trastorno sufrirá esta señora? ¿Tendrá miedo? Estoy tentada de preguntarle, de romper el hielo; al fin y al cabo, solo estamos nosotras dos. Pero eso no se hace.
Aunque en este momento no noto ninguna palpitación, sé que tarde o temprano regresará esa agitación vaga pero preocupante, bajo la piel, donde hay una vena que conecta el corazón con el cerebro.
Nadie le hace compañía a esta señora: ni una cuidadora, ni un amigo, ni un marido. Y temo que intuya que a mi lado tampoco habrá nadie cuando, dentro de veinte años, por un motivo u otro, me encuentre en una sala de espera como esta.
Un texto de perteneciente al libro «Donde me encuentro», de Jhumpa Lahiri.
Nilanjana Sudeshna Lahiri (Londres, 11 de julio de 1967), conocida como Jhumpa Lahiri, es una escritora indobritánica-estadounidense, autora de cuentos, novelas y ensayos. Nota biográfica completa.
Photo by Edwin Chen on Unsplash (public domain).
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