Desde México: «Doctor sangre», un cuento del autor chileno Pablo Jorge Díaz

Fue hace más de 20 años que pasó está historia, no recuerdo si estaba en un café o en un bar de la postal. Solo tengo claro que debió ser mi último año de universidad en la UNAM, en esa época mis compañeras eran Isabel y sus tres amigas, recuerdo que ellas se la vivían metidas en aquellos temas del budismo, el reiki y la sanación. Yo las acompañaba siempre a clases de yoga, pero mi única amiga era Isabel, con ella compartía temas de investigación y una buena parte de mi día.
Llevaba solo una cerveza, por lo que mi atención era plena cuando una de ellas, no recuerdo cuál de las tres, nos habló del doctor sangre. La conversación había estado centrada en la medicina tradicional en oposición a los tratamientos alternativos, cuando alguna levantó la voz para mencionarnos algo que en un principio me sonó extraño. Nos dijo que había un doctor en la Condesa que era famoso porque analizaba la sangre de las personas para conocer sus males. La ubicación si la recuerdo, era el número 25 de la calle de Cosala. Anoté la dirección por que se me hizo curiosa esa anécdota, en esa época me daba por buscarle lo místico a los números, dos y cinco eran siete, que era el número de la magia. 

La historia del doctor era bastante rara. La chica nos contó que se trataba de un hematólogo alemán, que llevaba años perfeccionando su técnica, nos dio a entender que su investigación era muy científica y por lo tanto seria. Se trataba de extraerle una muestra de sangre a la persona y después analizar la prueba para saber si la persona estaba bien. Cosas como comprobar la cantidad de hierro en la sangre, revisar las plaquetas y todo eso. Nos insistió que lo que lo hacía especial era que utilizaba una máquina sofisticada para revisar la muestra de sangre y con los resultados que obtenía el doctor podía revelarte verdades sobre tu vida. Hablaba de descubrir tus traumas emocionales, malos hábitos y hasta explorar situaciones personales que podían influir en tu salud. Recuerdo que todas nos callamos para escuchar esa parte.

La chica que nos contaba la historia, nos dijo que su propia madre había ido a una cita con ese doctor y que al final de la sesión le había dado una pequeña lista de alimentos a evitar, recomendaciones de salud junto con algunas otras cosas, como la sugerencia de asistir a terapia psicológica para resolver sus conflictos del pasado. 

La anécdota tenía en apariencia más de ciencia que de medicina alternativa, pero el contraste estaba en aquella última parte, en la que podía indicarle a una persona que tipo de traumas tenía. Debió ser Isabel la primera en interrogar a su amiga, en esa época ella buscaba reducir el dolor de sus cólicos y pensó que quizás ir con ese doctor sangre la ayudaría. Su amiga nos respondió muy convencida que el doctor era capaz de ayudar a mucha gente y de pronto hizo una pausa extraña para agregar algo más. Nos dijo que después de analizar la sangre en su máquina el doctor debía olerla y probar algunas gotas con su lengua. Ese fue el momento en que todas desviamos la mirada.
Recuerdo que imaginé un doctor lamiendo mi sangre y pensé que aceptaría incluso meterme un huevo en la vagina, pero dejar que un hombre extraño beba mi sangre ya era demasiado. No sé porque lo tomé tan personal en ese momento, pero con los años se volvió una anécdota divertida.
Me sorprendió que las amigas de Isabel aceptaran tan calmadas la última parte, recuerdo que todas eran mujeres de ciencias exactas, excepto Isabel y yo. Y aunque hubo sorpresas cuando escuchamos la anécdota, al final todas anotamos el número de celular de aquel médico alemán.

La verdad es que tuve bastantes ganas de ir a visitar al famoso doctor, y aunque me causa molestia pensar en el hombre lamiendo mi sangre, me convencí de que podía ser interesante acudir a una cita. Sin embargo, las presiones por la titulación me impidieron asistir. Incluso marqué algunas veces para pedir cita. La primera vez, una de sus secretarias me dijo que tenía varios días libres por la tarde. Pero se atravesó entre medio el cumpleaños de mi papá y tuve que cancelar la cita. La segunda o tercera vez que llamé ya no tenía citas libres hasta el mes siguiente. Después de esa llamada me arrepentí de marcar por algunos años.

Pasó el tiempo y el doctor sangre ganó popularidad, recuerdo que era un dato que se compartía mucho entre estudiantes y profesores de humanidades y sociales. Ya no lo llamaban doctor sangre, solo decían: “el doctor Brant” o “el hematólogo de la condesa”. Estaba en la maestría cuando me enteré que varios recomendaban sus terapias, era algo extraño, muchos iban solo una o dos veces y decían sentirse mejor. Era sabido que la doctora Bian, una vaca sagrada de historia global, había ido con él más de tres veces. Decían que había llorado como infante en sus sesiones, y que después había superado algún trauma de su niñez en Vietnam. 

Historias como la de Bian supe muchas en la maestría, pero algunas me sonaban a mentira y otras las sentía exageradas. Yo la verdad estaba muy concentrada en salir de México para hacer un doctorado y cuando lo conseguí me dediqué por un año a viajar por Italia. Cuando volví a mi tierra natal, un par de años después para hacer otro doctorado me hice amiga de la doctora Bian. Nunca me habló mucho de su experiencia con el doctor sangre, hasta aquella vez en casa de María Paz.

María Paz era la típica señora rica de las de antes. Era una doctora en historia del arte con especialidad en arte prehispánico, recuerdo que su trabajo era intachable y sus aportes al estudio antropológico se han vuelto muy valiosos con los años. Tristemente en aquella época, la academia seguía dominada por hombres y María Paz solo era conocida como “la mecenas” de ciencias sociales. No recuerdo bien cómo fue que llegué a la reunión, pero estoy segura que debió ser Martina la que me abrió la puerta, cuando entré me sentía alegre porque Martina me tenía noticias sobre mi libro y me alegró ser felicitada por ella. Incluso la doctora Bian abandonó la seriedad que la caracterizaba para dedicarme unas palabras. Fue un evento hermoso y recuerdo que al finalizar la noche estaba tuteándome con Bian y fue allí que la doctora se sinceró conmigo.

Me contó algo que nunca había escuchado de sus sesiones con el doctor sangre. Me comentó que Brant le había confesado algo después de su última sesión. No sé si me dijo que habían sido cuatro o cinco sesiones, pero me contó que cuando terminó de llorar en la última sesión el doctor la consoló y le dijo que, a partir de entonces su vida, tendría más sonrisas que llanto. Y le confesó algo para alegrarla, le dijo que él no solo era doctor y hematólogo, si no también psicólogo, que por eso era que analizaba cada aspecto de sus pacientes desde que entraban al consultorio.

Estoy segura que la doctora Bian estaba desnudando su verdad ante mí, por que tomó mi muñeca y me hizo prometer que no le contaría a nadie lo que estaba por decir, al menos hasta que ella muriera. Yo juré e hiper juré que el secreto estaría a salvo conmigo, después guardé silencio para escucharla una vez más. Me dijo que el hematólogo le contó que realmente el análisis de la sangre no era lo más importante de su proceso. Que su secreto estaba en analizar el comportamiento de sus pacientes y que lo que realmente hacía era ver la reacción de las personas al recibir el pinchazo. Y eran los pinchazos los que le permitían ver lo que sentían sus pacientes.

La revelación de Bian me dejó boquiabierta. Si el doctor no analizaba a profundidad la sangre ¿Cómo lograba que sus diagnósticos fueran certeros? La doctora me respondió que no lo sabía, pero que a otra maestra le había detectado un cáncer de pulmón, una semana antes que su oncólogo. Yo también sabía de testimonios reales, como el de la hermana de Martina, que se había enterado de su artritis en el primer pinchazo e incluso comentaba que el hematólogo la había curado. 
Una pregunta más me asaltó aquella noche, si el doctor no necesitaba analizar la sangre, ¿por qué le gustaba olerla y probarla? Bian no supo cómo responderme, pero me miró fijamente como si la respuesta estuviera en el aire. 

Debió ser una semana después cuando llamé por última vez para hacer cita con el doctor sangre. Recuerdo que mi celular dio tres pitidos y entonces me contestó una secretaria con un marcado acento alemán. Su respuesta fue concisa, me dijo que el doctor Brant Kürten había regresado a Baviera con su familia y que ya no tenía planeado volver a México, por lo que su oficina estaba siendo desocupada. La secretaria me pasó el nombre y la dirección de la clínica privada en la que trabajaría en Baviera, por si decidía sacar cita en Alemania, no le presté mucha atención y hasta la fecha solo recuerdo una palabra: Bluatsauger.






Pablo Jorge Díaz Varela (Santiago de Chile-17 de mayo de 1994). Residente en la Ciudad de México desde hace más de veinte años, es hijo de una mujer migrante de origen chileno. Egresado de la licenciatura en Estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), ha participado en diversos concursos de escritura en México. Actualmente trabaja como asistente de corrección de estilo para algunas ong y páginas web como la Academia de Artes de México. Uno de sus textos más recientes “la carta en el espejo” puede leerse en la revista de crítica cultural Página Salmón.

Ilustraciones: la imagen de portada ha sido remitida por el autor de la obra.

2 comentarios:

  1. Pablo muchas felicidades.
    Increíble historia del Doctor Chupasangre
    Alejandra y Sabina
    Un fuerte abrazo de parte nuestra
    Saludos

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    1. ¡Muchas gracias! un abrazo grande de vuelta
      Saludos

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