A Claudio, quien –al fin-parece haberme contado una historia verídica
Estabas cansada cuando te sentaste en aquel solitario banco. Habías pasado toda la mañana recorriendo la Cité; estuviste, entre otros sitios, en el quai de Montebello, donde compraste un librito sucio, escrito por un poeta desconocido, a un buquinista cualquiera (Vamos, no mientas: admite que sólo lo hiciste para no sentirte avergonzada con tus compañeros de tour; aún hoy, tantos años después no has aprendido a hablar francés y crees que puedes resolverlo todo con el puñado de frases inglesas que te sabes. No, no exageres: tú no dominas el inglés... te das a entender, sí, pero nada más) y después, más perdida que otra cosa, te separaste del grupo y fuiste a parar ahí, a la plaza del Vert Galant. Viste el reloj; era casi mediodía.
¡Ah, París, París! La Ciudad Luz, Lutecia, el centro de la Galia... pensaste en Julio César, en Carlomagno, en Hugo Capeto, en San Luis IX y en Enrique II.
Pensaste en el Cardenal Richelieu, en Luis XIV y por supuesto en la Revolución. Y tú ahí, en esa ciudad gigantesca, histórica, mucho más antigua que tu Caracas. Sí, la misma por donde pasaron Descartes y Pascal, Víctor Hugo y Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud, Verlaine y Sthendal, Sartre y Camus; la del mayo francés y la Sorbona... Te sentiste pequeñita ante tanta majestuosidad, te sentiste minúscula, microscópica. Tanto, que ni siquiera notaste cuando él se sentó a tu lado sonriente, esperando que repitieras aquella frase que, aun sin saber qué significaba, tanto le había atraído. (“El amor será obsesivo o no será” dijiste casi sin darte cuenta).
No era un truco; verdaderamente él desconocía el nombre de la lengua en la que habías pronunciado, convencida, tu definitiva sentencia, suponía, en todo caso, que se trataba de un idioma romance: un idioma romance en boca de una latina (un romance, tu boca) pero ignoraba cuál era. Al menos tenía la seguridad de que no era francés; no porque supiera hablarlo: (él estaba tan extraviado como tú) sino que fue la inexistencia de acento lo que le hizo deducir que ambos compartían la condición de extranjeros.
–Spanish... –le respondiste, aún un poco confundida- it is Spanish.
Te temblaban las manos. Tal vez a causa de lo vertiginoso del encuentro, por la rápida y quizá excesivamente somera presentación personal o por la hora que era. Aunque más probablemente debido al aire extraño y exótico que rodeaba a aquel tipo que acababas de conocer (¡Oh, prodigio inexplicable!: súbitamente dejaste de sentirte cansada)
Fueron horas conversando. Y no te acuerdas de qué, es decir, no detalladamente: hablaron de ti, de él (fue entonces cuando te dijo que era árabe) Hablaron de ambos, de la ciudad, del mundo (¡Ése era el momento! ¿Por qué no le preguntaste más?) Caminaron lentamente, ahí en la plaza. Te dijo que le parecía muy curioso el que ustedes dos, siendo extranjeros no supieran hablar francés y tuvieran que comunicarse en inglés. (Aún había cosas que preguntar, cosas importantes) Sonreíste, no sabías qué decir. Siguieron caminando.
Hablaron de tantas cosas, de tantas... dejaste que él llevara la conversación, que te llevara a ti. (Y tampoco entonces, acuérdate) No querías saber qué estabas haciendo. Y menos qué harías después.
Algo había en él: su conversación, su voz... quién sabe. Algo, algo que te atraía, que te gustaba. Y te dejaste envolver por esa ambigua incertidumbre. Quizá no era solamente él sino también la situación: los alrededores, el contorno, esa fugacidad que presentías, esa posibilidad de lo efímero (Y claro, por primera vez en tu vida no te estabas ahogando en un vaso de agua: querías actuar hacia delante, sin pensar en las consecuencias) Tras la trigésima vuelta al Vert Galant, se fueron... te fuiste con él.
Visitaron los Campos Elíseos, Notre Dame, la Plaza de la Concordia, subieron a la Torre Eiffel (tú por segunda vez, ya habías estado ahí con el tour) Cerca de Montmartre te dio hambre y comieron algo por ahí (Y todavía sentías que había inquietudes por resolver)
En Père Lachaise estuvieron más tiempo del que recuerdas. Vieron las tumbas de tantos famosos; los celos que sentiste cuando él te pidió quedarse a solas frente a la de Isadora Duncan (y después frente a la de Sarah Bernhardt) se esfumaron cuando te dijo que había sentido un profundo escalofrío frente al sepulcro de Chopin; le dijiste que a ti te pasó igual cuando viste el de Bizet y que Carmen era tu ópera favorita (“L’amour est enfant bohème / il n’a jamais, jamais connu de loi”) Se tomaron de las manos mientras caminaban por el Bois de Boulogne. (Ése hubiera sido un buen momento para disipar todas tus dudas) Una vez mñas te dejaste llevar.
Hiciste el amor con él. Sabías que todo iba a terminar en eso, que no iba a pasar de allí (Y eso fue lo que más te gustó...) estabas consciente de todo. Pero en aquel momento no pensabas en eso. Ni en nada, las horas no avanzaban, el tiempo ya no era perecedero, dejaba de ser huidizo, todo se detenía, todo cambiaba, incluso él: en aquel momento ambas a Mahoma, a Gilgamesh, a Avicena, a Aníbal que había bajado de su elefante sólo para ir por ti. Él era, al mismo tiempo, Caracas y el imprecisable lugar del Cercano Oriente en el que había nacido. (No, no es que no te acuerdas: nunca se lo preguntaste) era Estambul la que te besaba, cada una de sus calles, sus mezquitas, sus edificios... era toda Constantinopla, todo Bizancio. A la vez te acostaste con La Meca, con El Cairo y con Bagdad, estuviste con Cartago, con Beirut, con Pérgamo, con Luxor, con Tebas; te rozaba Damasco, Nínive, Mileto y Tel Aviv ¿O era Ankara? Qué importa.
Qué importa si fuiste otomana, persa o cretense, qué importa si fuiste babilonia, egipcia, yemenita o fenicia, o tal vez hitita, caldea o asiria... qué importa: al final la media luna sobre el Nilo.
No querías despertarte. Ya no lo sentías a tu lado, adivinabas que se había ido. Eso impreciso, que parecía un sueño, una película o simplemente un lugar común en cualquier novela. Aquella aventura (aunque te empeñes en decir que fue un breve pero intenso amor-a-primera-vista sabes bien que no fue sino eso: una aventura que tuviste el último día de tus vacaciones en París), había terminado. Miraste el reloj. A esa hora él debía estar volviendo a su ciudad, a su vida; a esa hora su vuelo debía estar saliendo. Y el tuyo iba a hacer lo mismo menos de una hora después, así que te convenía apresurarte.
Miraste las nubes, las veías correr a través de la ventanilla del avión. Atrás quedaba Francia, a tras quedaba París y el Vert Galant... atrás quedaba él. Se separaron tan rápidamente como se habían encontrado; sin despedidas, sin palabras. Sin inglés
Ni siquiera le preguntaste por qué había ido hasta allá; estabas segura de que no había sido un viaje de placer (¿O sí? No te enfades... sí lo fue: en cierta medida sólo eso fue) Él no iba únicamente a hacer turismo; pero sabes eso porque lo dedujiste de su conversación: por algo te decía que al fin tenía un poco de tiempo libre (¿Libre de qué, de quién?) Pero bueno...
Volviste a sentarte. (Nada ya todo se terminó) Una vez más pensaste en que parecía una película; se te antojaba que ese tipo de situaciones sólo se producían en la ficción: o mejor: no se producían. Nunca.
Quisiste echarle la culpa a él. Pero no pudiste. (Hubiera sido injusto, además) Buscaste razones, motivos, algo que te dijera por qué. (Quizá porque no eres una francesa llamada, digamos... Anne-Marie, porque no eres una femme fatale ni una cabaretera del Moulin Rouge –y, de paso, Tampoco él es Toulouse-Lautrec- sino que eres simplemente una chica contemporánea común, que pasa desapercibida en cualquier estación del Metro... el de aquí o el de allá: quizá sólo gracias a ti se parezcan Bobigny y Agua Salud. Sea como sea, lo único que te queda por hacer es abrir los ojos y ver que la plaza en la que estás hora no es el Vert Galant sino la de Altamira, que el obelisco que tienes frente a ti no es la Torre Eiffel, que el río que atraviesa la ciudad en la que estás no es el Sena, porque esto no es París: es el Guaire y estás en Caracas) Suspiraste, trataste de pensar en otra cosa. Y tampoco pudiste. (Se terminó porque sí, porque se tenía que terminar. Bueno, si quieres creer que fue por cobardía tuya, hazlo... es muy posible que así sea: te pudiste haber ido con él ¿no?) sólo fue un affaire –te dijiste- algo que tuviste el último día de tus vacaciones en Europa... y que ahora sí (para variar) te estás ahogando en un vaso de agua.
Recordaste otra vez. Pensaste en lo extraña que es la vida. (Claro: la vida es la vida; no es un film, no es una novela... ni siquiera es un cuento corto escrito por un ocioso estudiante de Letras –que jamás ha estado en París- durante los días de una larguísima huelga universitaria con la que jamás estuvo de acuerdo... Eso es todo: la vida es la vida. C’est la vie!) Viste el librito en francés; sonreíste. Diste unas vueltas.
Te sentaste otra vez. Seguías estando cansada.
Alberto Quero. Nació en Maracaibo, Venezuela. Narrador y poeta. Es Licenciado en Letras, Magister en Literatura Venezolana y Doctor en Ciencias Humanas por la Universidad del Zulia. Ha publicado seis cuentarios, dos poemarios y numerosos artículos en el campo de la semiótica y de la narratología.
Ha obtenido varios premios literarios y sus textos aparecen en varias antologías a nivel nacional e internacional.
Es corresponsal literario para Latinoamérica en CKCU FM 93.1 en Ottawa, Canadá
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