Hoy me robaron la bicicleta. Desconozco el horario, pero sé que fue entre las siete de la mañana y siete de la tarde. La dejé en el poste de alumbrado, mal pintado y con pegatinas de alguna campaña electoral vieja. Mi bicicleta negra, una playera vieja y despintada que usaba para trabajar y me costó tanto sacrificio. Se llevaron hasta el candado que para qué les va a servir en caso de que hayan sido varios ladrones. Pero no importa, lo único en lo que no puedo dejar de pensar es que volveré a casa caminando. Hace cinco años que la ato en el mismo lugar. El mismo palo de luz que se encuentra en la única plaza del pueblo enfrente de la estación de tren y en diagonal a la comisaria. Antes de volver a paso afligido y que mis vecinos me pregunten por la bicicleta negra voy a hacer la denuncia. La comisaria está en una esquina, en el frente y adentro tiene ladrillos a la vista y está pintada de color verde manzana, un mástil sin bandera se apoya contra la pared y una patrulla lastimada, sucia, con los focos caídos y con sus gomas pinchadas estacionada en la puerta. Antes de entrar pienso cómo hablarles, no me gustan mucho los policías.
Intuyo que a ellos tampoco les va a gustar que yo haga la denuncia. Al entrar se escuchan risas, un teléfono que no para de sonar y que nadie atiende. Es un espacio chiquito con un mostrador a la derecha, una imagen de la virgen María en el medio y un hogar justo en la esquina. Es una lástima que no esté encendido, hace mucho frío. Golpeo mis manos porque no encuentro un timbre para avisar y creo que es disparatado gritar en voz alta: «Policía, policía». Espero apoyado mirando a la virgen cómo rogándole un milagro para que aparezca mi bicicleta. Sigo escuchando risas. Escucho un golpe a una mesa. Intento una vez más y escucho que alguien dice: «Gente,che». Dudo del lugar en el que entré y salgo hasta afuera para ver que no me haya equivocado. Efectivamente es la comisaría. Me atiende un señor morrudo parecido al sargento García, pero con cara de malo, un cartelito en el pecho dice que se llama Villareal, voz fuerte, serio. Detrás de él sale otro policía mucho más alto pero encorvado, pirinchos y los dientes todos desparejos y amarillos llamado Bertona. Desconozco sus nombres de pila.
—Disculpen, vengo a hacer una denuncia —digo con voz impasible.—Las denuncias son hasta las ocho de la noche —responde Villareal con voz severa.
Miro mi reloj de pulsera y veo que faltan cinco minutos. Bertona mira su reloj y le muestra a Villareal. Me hacen pasar a un cuarto que da contra la calle. Miro para la plaza por la ventana e imagino mi bicicleta. Bertona trae una máquina de escribir a la que le faltan teclas, Villareal se sienta enfrente mío y me mira fijo a los ojos. Empiezo a contarles lo sucedido, no dicen nada, solo me escuchan. Muy adentro mío pienso: ¿Realmente les interesa saber que me robaron la bicicleta? ¿Buscarán a la persona que me robó? ¿Les gusta lo que hacen? ¿Les interesa saber cómo es mí bicicleta? ¿Sienten que pierden el tiempo al escucharme? Alargo las palabras lo que más puedo por que necesito y quiero sentirme escuchado, les indico varias veces que es de color negro y que es una playera, pero noto que mis descripciones son reiterativas y molestas. ¿Habrán sido ellos los que me robaron? ¿Tendrán familia? ¿Vivirán acá? Firmo la hoja en la que está mí denuncia, los saludo, pero no llego a entender lo que me dicen, escucho unas carcajadas. Con tristeza salgo, me froto los dedos, escupo con bronca en la calle, apuro el paso para agarrar calor y las estrellas me apañan, la luna ilumina un poco el camino y seguirá ahí cuando vaya a trabajar, mi bicicleta ya no.
Alejo Tomas Ambrini, vive en Francisco Alvarez, Partido de Moreno, Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Fotografía de Alec Moore (en Unsplash). Public domain.
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