«Los ojos de Sophia», un relato del escritor argentino Juan Luis Henares

Agazapada entre las plantas del jardín me oculto de la mirada de algún inoportuno vecino que se le ocurra salir a contemplar las estrellas; si tuvieran perros en estas casas ya me habrían descubierto. Censuro un grito de dolor al clavarme una espina de cactus en la mano; se me pone la piel de gallina, aquí el frío de la noche cala mis huesos. Observo al matrimonio por la ventana. El hombre con uniforme policial se halla en el sillón frente al televisor, entretenido con su vaso de vino y la picada de salame y queso. Un filme de espías en blanco y negro —el color no llegó aún en 1978 al país— transcurre sin que le preste demasiada atención. A esta escena la conozco de memoria, ahora la encargada del hotel asesina a Sophia Loren: sucede que Operación Crossbow es la película preferida de mi esposo. Mientras en la pantalla la diva italiana abre estupefacta sus bellos ojos al recibir el disparo, en el comedor la mujer plancha ropa sobre la mesa; su embarazo de ocho meses le dificulta la tarea. Hablan, no alcanzo a escuchar el diálogo, sus movimientos parecen indicar que discuten. Él se levanta vehemente y grita, mas no recibe respuesta; furioso ante su silencio se abalanza y le aprieta los brazos, la sacude y le da un par de golpes en la cara. Luego se coloca la gorra, sorbe un último trago y, tras azotar la puerta, sale de la casa rumbo al auto; ella se desploma en el mismo sillón que minutos atrás ocupaba su marido. Percibo el aroma a quemado que despide la plancha al continuar apoyada arriba de la camisa blanca, la que comienza a mostrar la característica aureola marrón a su alrededor. 
Aguardo sigilosa a que el coche desaparezca, me dirijo a la entrada y toco el timbre; no atiende, insisto con un suave toc toc para no sobresaltarla. Se asoma temerosa, un delgado hilo de sangre desciende de su boca y la incipiente hinchazón resalta sus pómulos. Pregunta quién soy, le miento y respondo que una vieja amiga de la infancia; a pesar de no reconocerme —jamás me ha visto, al menos hasta este día— me invita a pasar. Tomo asiento, de inmediato no puede contenerse y comienza a llorar. Experimento cercano su dolor, lo sufro tal si fuera el mío reflejado en su cuerpo. Comenta que no aguanta más, que está harta de los alaridos y los golpes, que de no ser por el bebé que lleva dentro…
Charlamos unos pocos minutos, se descarga y me confía que ni bien la criatura cumpla seis meses piensa escapar y volver a casa de su madre en Feliciano, en el norte entrerriano; no quiere que en el futuro se convierta en un violento como el padre. Lo dice convencida, aunque sé que no lo hará, que permanecerá a su lado y soportará la crueldad su vida entera. Se disculpa y va al baño a lavarse la cara; descubro la puerta de la habitación abierta, en la cama diviso batas, medias y gorros, toda ropa en color celeste. Regresa y cuenta que la vecina le aseguró que la forma de su panza demuestra que —me causa gracia la manera con que lo afirma convencida— será varón.
 —Se llamará Roberto, igual que Sandro —expresa entretanto mira el poster del cantante pegado con cinta en la pared. 
Me revuelve el estómago, y no solo porque el contoneo del cuerpo de Sandro al cantar siempre me produjo asco. Regresamos al comedor, el reloj en la pared marca las veintidós y quince; lo flanquean dos cuadros: en uno él luce orgulloso su impecable uniforme azul, en el otro ambos posan en la fiesta de casamiento. Me dice que necesita descansar, así que camino delante suyo hasta la puerta de salida. Siento lástima, pero debo cumplir el propósito que me trajo a estos tiempos. Con la mano derecha la extraigo del bolsillo interno de mi campera y doy media vuelta; no comprende, sus ojos me interpelan y recuerdan a los de Sophia. Le disparo dos veces en el pecho, al instante cae muerta mas conserva la mueca de incredulidad en su rostro. Antes de salir distingo en la pantalla como los miembros de las SS fusilan a Tom Courtenay. 
Ruidos de ventanas que se abren y sonido de sirenas penetran en mis oídos; han escuchado las detonaciones, no preví ese detalle. No hay tiempo, se las oye cada vez con mayor fuerza, debo huir y regresar. Cruzo el parque en diagonal y corro en dirección al edificio, ingreso por la entrada de servicio y me dirijo al ascensor. En la calle algunas personas me señalan; al cerrarse la puerta del elevador alcanzo a ver los patrulleros al frente y policías que se abalanzan sobre el acceso principal. Aprieto la tecla correspondiente al piso quince; asciende con lentitud, al prenderse en el tablero la luz del tercero me asalta el bochinche desde la planta baja, en el siete atruenan los pasos de los policías a las carreras en la escalera. Se detiene en el último y me abalanzo a la portezuela que lleva a la azotea, si bien no me doy vuelta el griterío me advierte que debo estar al alcance de su vista. En la terraza corro a la cornisa, veinte metros me separan de ella; al llegar al borde giro la cabeza y los veo precipitarse con sus armas que apuntan hacia mí. Me arrojo al vacío y cierro los ojos. Extiendo los brazos y simulo tener alas: la sensación es de libertad, el aire frio de la noche golpea mi rostro. Pronto los pego al cuerpo con la finalidad de ofrecer la menor resistencia al viento, pues de otra manera no alcanzaré la velocidad necesaria y me estrellaré contra el suelo.
Abro los ojos, estoy parada en la vereda; miro a mi alrededor, la soledad me acompaña en la noche. Camino tres cuadras y arribo a mi departamento; acomodo la campera negra de cuero en el respaldo de una silla, el reloj indica que es la hora veintitrés del 7 de julio de 2022. Agotada, el esfuerzo para lograr transponer el portal fue extenuante, voy al baño y me quito la ropa; frente al espejo ya no encuentro la cicatriz que dejó en mi mejilla el vaso que lanzó a mi cara, tampoco las marcas que adornaban mi cuello ni el eterno moretón en el ojo izquierdo. Tras la ducha salgo desnuda con destino a mi cuarto; en el primer cajón de la cómoda busco una bombacha y no me topo con los calzoncillos que desordenados lo invadían. En la mesa de luz, el portarretrato con mi foto, solo mi foto, y nunca más la de Roberto a mi lado.


Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004, Primer Premio en el Concurso Universitario de Ensayos Memoria y Dictadura. En 2019, Primer Premio en el 6° Certamen Literario Red por la Igualdad de Género Enredadas Vicálvaro de Madrid y ganador en el rubro Letras de los Premios Escenario del Diario UNO de Entre Ríos. Sus cuentos han sido premiados o publicados en Argentina, México, Uruguay, Cuba, Chile, Perú, Venezuela, Colombia, Guatemala, Bolivia, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. Libros: Lápiz clandestino (2018) y Crónicas subterráneas (2021). Fanpage - Website

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