Dentro del placar las mantenía en perfecta distancia y una tonalidad descendente de derecha a izquierda, que iba recorriendo a medida que cambiaba la estación del año. Después de usarlas no dejaba que Mariela, su esposa, las lavara. Él las llevaba a la tintorería del centro. Entonces perfectamente limpias y perfumadas las colocaba las camisas en su lugar.
Imposible que saliera hacia el trabajo sin sentir en las mañanas la suave tela en la piel. Ese día antes de salir, Mariela, preguntó si lo esperaba para cenar. Él acomodó el puño de la camisa con dos dedos en pinza por debajo del saco y afirmó diciendo que llegaría temprano.
En la inmobiliaria se enteró que Rubén, el empleado tenía parte de enfermo y que él debía mostrar dos departamentos esa tarde. En el camino al primer departamento iba ensayando el discurso con el cual convencería al futuro locatario. En los argumentos no podía faltar las palabras: impecable, espléndido, solidez, solvencia y luego de escrutar la zona, tomaba algunas referencias positivas del barrio para intercalar en cada oración. La pareja interesada en alquilar lo esperaba en la puerta del edificio. Subieron al piso y él comenzó a largar el arsenal de palabras acumulada en durante la trayectoria y con gestos ampulosos las ayudaba mientras caminaban por cada uno de los ambientes. Hasta que el hombre de barba bien recortada que lo escuchaba atentamente lo detuvo en seco mostrando la palma de la mano y preguntó si él viviría con su familia en ese lugar. Él dobló levemente le codo y con los dedos en pinza acomodó el puño de la camisa y dijo que ni lo dudaría, ese era un espléndido departamento.
Al terminar el día Jorgelina, compañera de trabajo, lo esperaba a dos cuadras de la inmobiliaria, en el auto, fumando un cigarrillo.
Cuando llegó esa noche Mariela parecía dormir. Él se sentó en el borde de la cama. Ella abrió los ojos e interrogó en dónde había estado, apestaba a whisky. Reunión de trabajo, una cena para solidificar una importante venta, dijo el otro y acomodó el puño de la camisa como tratando de tapar la muñeca desnuda, sin el reloj. Luego se quitó la ropa y se metió en la ducha.
Una tarde lo llamaron de una clínica. La mujer del otro lado avisaba con una voz de exagerada tranquilidad y mitigada, que Mariela había tenido un accidente de tránsito, con el coche que ella tantas veces le había sugerido vender.
Luego de hablar con los médicos pidió verla. Mariela abrió los ojos. Ostentaba marcas violáceas en la cara y una mirada liquida penetrante. Lo tomó de la mano y sin pestañar preguntó si volvería a caminar. Él dobló el codo levemente, acomodó el puño de la camisa con los dedos en pinza y afirmó varias veces con la cabeza.
Hugo Díaz. Reside en la ciudad de Rosario, Argentina. Estudió Letras en el profesorado de la ciudad de Venado Tuerto y en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Trabaja como docente de Lengua y Literatura en escuelas públicas. En la actividad literaria comenzó escribiendo poesía. Algunas de ellas fueron publicadas en antologías. En género cuento ha obtenidos premios en distintos concursos literarios. Ha publicado Lazos brutales, cuentos (2020) y la novela El mal del reflejo (2021).
Fotografía de Austin Ban en Unsplash. Public domain.
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