Sentado en la parte trasera de una camioneta oscura, que nos lleva a mis compañeros y a mí hacia la manifestación a donde nos dirigimos, voy pensando, aunque no quiero, en aquella gente a la que tenemos que detener de su alboroto al orden público.
Mis compañeros hablan de estupideces, yo sólo oigo, no dicen nada porque saben que no suelo hablar mucho, menos cuando nos dirigimos a trabajar. Soy de los que tienen la obligación de organizar una nueva estrategia si las cosas se salen de control, aunque entrenamos bastante y solemos conocer muy bien el comportamiento de las turbas desquiciadas, puede pasar. Tengo que estar preparado y por eso prefiero concentrarme desde que estoy en la camioneta.
Llegamos a una avenida grande, donde está el palacio municipal. La camioneta se estaciona. Bajamos. El desmadre comienza. Se siente el coraje de la multitud apenas se va vislumbrando, unos huyen, otros, sintiéndose machines, van hacia nosotros; si tuviera que admitirlo con sinceridad, diría que estoy acostumbrado, que sus insultos no me importan, que no me interesa por qué están ahí causando males a la ciudad y a la autoridad, porque en estos tiempos de crisis de la chingada me interesa más que me paguen a investigar si tienen razón en su alboroto.
Tengo la suerte de tener un trabajo, y por eso me siento afortunado, aunque este consista en darle en su madre a gente a la que ya de por sí ni siquiera su aspecto me simpatiza, no me gusta ni su facha ni nada, me parecen unos simples nacos, menos cuando los oigo retar a mis compañeros o a mí. Ha habido ocasiones en los que alguien se ha dado cuenta de la posición que ocupo y arremete directo contra mí, entonces me encabrono, y le respondo con la mayor agresividad posible, luego en mis adentros me burlo de él por sentirse tan valiente y acabar tirado en el suelo, ensangrentado, mojado con la manguera o agredido por el gas que le arrojo.
Si tuviera que responder a la pregunta que los demás revoltosos suelen hacerme en estos casos, generalmente las mujeres con gritos y chillidos, de porqué soy miserable, por qué me comporto como un animal, diría que me obliga tanto el instinto furioso que surge de mí al ser enfrentado, cosa que tengo desde chico, como mi papel que me lo permite, es inútil que me pidan que intente sentir como él. No soy él.
Este día, al ver a mis compañeros avanzando tal y cómo decía la estrategia, sé que soy el único que está pensando mientras está a punto de realizar su trabajo, ellos no lo hacen, su mente está únicamente ocupada en contestar de forma más agresiva los insultos de los revoltosos, en defenderse de las piedras que nos lanzan, en tener bien agarrado y controlado el escudo, porque no pueden pensar y hacer eso al mismo tiempo. Yo sí, pero en realidad no me gusta mucho, siento que no lo necesito, por eso generalmente no lo hago, aunque se me vienen a la mente muchos pensamientos, muchas imágenes sin desearlas.
En los entrenamientos, los superiores se encargaron de que aprendiéramos a hacer lo que debíamos sin hacernos ninguna pregunta, se nos dice que quien perturba la ciudadanía o el gobierno es alguien que debe ser controlado, por la fuerza, pues suelen ser como animales ignorantes que no entienden de otra forma, sí, las cosas deberían ser mejor, lo sé, todos deberíamos tener trabajo, igualdad y la chingada, pero pues estamos en un país donde cada quien tiene que ver por sí mismo o se jode. Me parece que el gobierno no le permite, y que nadie me oiga decirlo; sin embargo también ya he dicho que es algo que no me interesa, yo estoy aquí porque me pagan por controlar a la turba.
Montserrat Garcés González. Veintisiete años, originaria del Estado de México. Basa sus obras en el género fantástico y urbano, con ciertos rasgos de denuncia social.
ILUSTRACIONES: La imágen ha sido remitida por el autor de la obra.
¡Excelente cuento! Lamentablemente lo que vivimos hoy en día...
ResponderEliminarExcelente 😎👌🏻
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