«Quienes regresaron», un relato de José A. García


Mi padre, el padre de mi padre y el padre del padre de mi padre, como lo hacían todos los hombres de la familia, salieron a recorrer el mundo y, luego, regresaron.
    Al menos fueron sus cuerpos quienes regresaron.
Mi madre, la madre de mi madre y la madre de la madre de mi madre, como lo hacían todas las mujeres de la familia, repetían algo similar. 
Quienes regresan se parecen a los que se fueron, lucen como quienes partieron, hablan como quienes se marcharon, incluso huelen como quienes salieron. Pero no son ellos. Regresan cambiados. Son otros.
Al escuchar lo mismo durante años, mientras crecía y se acercaba el momento en que también debía partir, no podía más que sentirme aterrado. Desconocía qué encontraría tras los campos de cultivos que se extendían luego de las últimas estribaciones de la montaña en la que se encaramaba el pueblo. Además de que, según la tradición, hasta el día previo a mi partida, ningún hombre de la familia me hablaría.
Las mujeres, en cambio, podían hablarme sin más hasta la noche previa a mi partida. Pero ellas, como mujeres que eran, no podían abandonar el pueblo; por lo que desconocían si había algo más allá de sus límites.
Mi temor no dejaba de crecer al ver la luna acercarse a la fase en que debía partir, solo, sin ayuda alguna, y con una única ración de comida, en mi desconocido camino hacia el mundo.
Fue así que, de manera ineludible, ya que no se puede aplazar la hora señalada, el día previo a mi partida llegó y debí reunirme con los hombres de la familia.
—Olvida todo lo que sabes —dijo mi padre, el primero en hablar.
—Aprende todo lo que puedas —agregó luego el padre de mi padre.
—Intenta no regresar —acotó en tercer lugar el padre del padre de mi padre.
—No comprendo —respondí luego de haberlos escuchado—. ¿Hacia dónde debo ir?
Me miraron sin responder; claramente no volverían a hablar, ni conmigo ni con nadie más.
Siendo como era, mi única opción, partí siguiendo el único camino que atravesaba el pueblo, bajaba la montaña y atravesaba los sembradíos. Llegué, en menos de un día, más allá de lo que nunca antes me alejara pues nadie me lo permitía cuando quería hacerlo. Ahora, que no quería hacerlo, nadie me lo impedía. El camino continuaba más allá de aquel límite.
La noche llegó y se fue varias veces antes de que comenzara a adivinarse en la lejanía una montaña tan solitaria como la que ocupaba el pueblo. Hacia ella me conducía aquel camino que no dejaba de girar sobre sí mismo.
En cada uno de sus recodos volvía a mirar hacia atrás, intentando adivinar dónde estaría el poblado que, con sus casas de paredes blancas y techos de tejas azules, imaginaba claramente distinguible en medio de las rocas.
Pero nada se distinguía a la distancia.
La noche se fue y llegó varias veces más.
Me sentía cansado pero no hambriento. Era extraño; debería de haber muerto de inanición después de tanto caminar, sin embargo, al despertar cada día sentía el impulso de continuar. Como si la solitaria montaña me llamara y su llamado fuera cuanto necesitara para darme energías y mantenerme en movimiento. Por esa razón, la comida que trajera conmigo, único, o tal vez último, obsequio de las mujeres del pueblo al momento de partir, continuaba sin ser tocada envuelta en el mismo paquete en el que me lo dieran, junto con unas pocas cosas más que cargara en mi morral sin saber si llegaría a necesitarlas.
Uno de los tantos mediodías que me alcanzaron en el camino, llegué a lo alto de un promontorio que me permitió ver por primera vez hacia ambos extremos del camino. Si de alguna forma hubiera podido medir las distancias, diría que me encontraba en la mitad del trayecto entre una solitaria montaña y otra.
—Hola allí arriba —escuché una voz que me resultaba familiar.
—Hola —respondí al hombre que se acercaba subiendo al promontorio desde el lado opuesto al que utilizara para subir. No lo distinguía del todo bien mientras subía, pero parecía una persona joven, que no solamente hablaba la misma lengua, sino que incluso se vestía de manera sumamente similar a los hombres de mi pueblo. Incluso cargaba con un morral que se confundiría con facilidad con el mío.
—Creía que era el único que recorría este camino —dijo al terminar de subir. El tono de su voz me resultaba demasiado familiar, pero me era imposible saber por qué.
—Así lo creía también —respondí.
Miramos en silencio en ambas direcciones, no había mucho más para decir. Dudo también que valiera la pena hacerlo.
—Es un buen lugar como cualquier otro para sentarse a comer, ¿cierto?
Hasta ese momento no me había percatado, pero mi estómago llevaba bastante tiempo haciendo ruido como una bestia salvaje reclamando su sustento. Al parecer el recién llegado se encontraba igual y, tan pronto terminar de hablar, se sentó en el suelo para extraer de su morral una ración de comida preparada y guardada de manera similar a la que me dieran las mujeres de mi pueblo.
—Qué casualidad —dije mostrándole tanto el morral como la comida que guardaba en su interior.
—Cierto —respondió mirando no sin sorpresa ambas cosas—; al parecer hay muchas similitudes entre nosotros. ¿Hacia dónde te diriges?
—El camino lleva hacia aquella montaña —respondí señalando la montaña al final de mi camino
—De allí vengo yo —dijo él.
—¿Hacia donde te diriges tú? —pregunté.
—El camino lleva hacia aquella montaña —respondió señalando la montaña al inicio de mi camino.
—De allí vengo yo —dije con un hilo de voz.
En silencio desenvolvimos nuestra comida y nos dispusimos a dar cuenta de ella.
Solamente llegué a darle un bocado antes de notar lo desabrida que se encontraba. Levanté la mirada y, por la expresión de mi ocasional acompañante, supe que le sucedía algo similar.
—¿Desabrido? —pregunté.
—Bastante. Lo que es raro, porque las mujeres de mi pueblo saben cocinar de forma que el sabor perdure.
—Las mujeres de mi pueblo también saben hacerlo —dije y, luego de pensarlo un poco, pregunte—: ¿Quieres probar?
Intercambiamos nuestras comidas y, no sin temor, cada uno probó lo que el otro trajera.
—Delicioso —dijimos al unísono, como si las nuestras fueran una única voz.
En ese instante comprendí. Y aunque no puedo hablar por él, con solo mirarlo noté que sentíamos de igual modo. No era necesario nada más.
Terminamos la comida en silencio; luego cada uno guardó sus pertenencias en su morral y partimos siguiendo direcciones opuestas sin siquiera despedirnos porque, en verdad, no hacía falta.
Continué caminando, noche tras noche, sin perder de vista mi cada vez más cercano destino.
Atravesé los campos de sembradíos y, luego, comencé a subir la empinada cuesta de aquella otra montaña por un camino que si bien veía por primera vez, lo conocía como si lo hubiera recorrido a lo largo de toda mi infancia. Cada piedra, cada pozo, cada hierba, se encontraba allí mismo.
Ante las puertas del pueblo, donde la montaña se encrespa hacia las alturas, quien no era mi padre pero se le parecía, junto con quien tampoco era el padre de mi padre pero lucía igual a él y acompañado por quien nunca sería el padre del padre de mi padre a pesar de que las apariencias dijeran otra cosa, me esperaban para darme la bienvenida de regreso al pueblo. Me señalaron una de las tantas casas de paredes blancas que se arracimaban contra la montaña, me entregaron un pico, una azada, una pala, y una bolsa llena de semillas para comenzar mis propios cultivos y se alejaron sin necesidad de explicar nada.
Aquella noche se celebró una fiesta por mi regreso idéntica a la que recordaba haber visto cada vez que alguno de los hombres regresaba. Durante la celebración se formalizó la unión con quien sería la madre del hijo al que no le hablaría hasta que llegara el final de su infancia. Ella, que me conocía desde mi propia infancia, tanto como yo la conocía a ella, comenzó a repetir, al igual que quien no era mi madre pero se le parecía, junto con quien tampoco era la madre de mi madre pero lucía igual a ella y acompañada por quien nunca sería la madre de la madre de mi madre a pesar de que las apariencias dijeran otra cosa, que solamente mi cuerpo había regresado tras mi partida a recorrer el mundo.
Durante años repitió que me parecía a quien se había ido, lucía como quien había partido, hablaba como quien había se marchado, incluso olía como quien había salido, pero no era él; al menos no del todo.
Por mi parte, continuando las ancestrales tradiciones de mi pueblo, nada decía.





José A. García (1983, Buenos Aires, Argentina), escritor, guionista de historietas, blogger, profesor de historia. Participa en diferentes publicaciones independientes de Argentina, Costa Rica, Cuba, Ecuador, España, México, Venezuela, con cuentos, artículos e historietas realizadas con diferentes dibujantes. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014). Cree fervientemente que el conocimiento se demuestra haciendo y no acumulando diplomas, premios y menciones como si fueran condecoraciones o títulos de nobleza.

www.proyectoazucar.com.ar

Fotografía de Sara Riaño (en Unsplash). Public domain.



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