Desde Tarragona: «La puerta violeta», un relato psicológico de Ana Farré


Aquella mañana, el espejo le devolvió sólo su cabello. Con calma, murmuró “Magritte” y se preguntó qué pasaría si se volvía. El espejo mostraría su cara, pero no la vería. El día anterior había sido la ventana. Se entreveía un hermoso cuadro, pero se empañaba si se acercaba a ella.

Intentó abrirla para ver por el otro lado del cristal pero estaba sellada. Perdió interés, igual que con el espejo. Cuando decidiera mostrarle la cara, quizás se mirara en él.


Daba vueltas por la pequeña habitación, preguntándose cuándo vería su cuadro. A veces estaba colgado de la pared todo el día y ella lo miraba sin cesar, sin entender lo que estaba pintado. ¿Por qué tenían las cabezas tapadas? Estaba horas de pie intentando comprender. 

Sonó la puerta. Era ella, de voz suave y olor a flores. Hablaba y hablaba pero ella sólo quería ver si su cuadro hoy estaría colgado de la pared O si el espejo continuaba del revés. Le dio unos caramelitos y se los comió. Siempre le traía caramelos.

Cuando se fue, se dirigió a las paredes, a mirar. No estaba. Hoy no. Quería averiguar por qué las cabezas del hombre y la mujer estaban rodeadas por una tela. Pero no pudo.

Fue al espejo, a ver si se había entrado en razón. En lugar de eso, se encontró el reflejo de su cara asomándose cabeza boca abajo a través de una puerta. Quiso ponerse ella cabeza abajo para que el reflejo fuera el correcto. No lo consiguió. En lugar de eso, se quedó mirando la puerta por la que asomaba largo rato. Era bonita. De color violeta, su favorito.


Otra vez ellos. No era la mujer que olía a flores. Era el hombre que olía a tabaco. También hablaba.  Miraba el espejo detrás. No salía en él. Sólo ella y la puerta violeta.

Se fue. Hoy no tenía cuadro, así que miró el espejo. Vio que aunque ella se moviera, su reflejo permanecía en el mismo lugar, detrás de la puerta violeta, la expresión congelada. Ideó un juego: se iba y volvía corriendo. Algo tenía que moverse. Pero no. Entonces no era un espejo. Los espejos se mueven. Se había transformado en un cuadro. Ahora sólo podía mirar el espejo—cuadro. Hasta que apareciera el otro.

Más tarde, se cansó de mirarlo. Se tumbó en la cama y echó de menos su hombre y su mujer tapados. Le gustaba mucho. Debió quedarse dormida. Cuando despertó, miró a su pared y todavía  no estaba su cuadro. Había otro que no le agradó: un gran ojo azul con nubes No lo entendió. Los ojos no hacen eso. ¿Dónde estaba su lienzo? ¡lo quería! Se lo habían quitado. Ellos le quitan las cosas. Hace mucho tiempo, toda la pared eran cuadros. Y fueron desapareciendo. Gritó y pataleó, pero venían ellos y luego sólo dormía. Cuando pasó por delante del espejo—cuadro vio que había cambiado. Su reflejo estaba en él, pero tenía la cara tapada por una manzana. Se agachó, saltó,  pero la manzana continuaba tapándola. Éste tampoco le agradó. Quería ver la puerta violeta. Se puso furiosa. No quería ningún otro cuadro. ¿Por qué los habían puesto allí?

Quería abrir la puerta. Quizás estaban fuera. Entraron dos hombres con la mujer que olía a flores. La hicieron tumbarse en la cama. Sabía que la pincharían y que dormiría, pero dijo:


—¡Quiero mis cuadros! ¡El del hombre y la mujer tapados y el de la puerta violeta!¡Y el de la puerta violeta!

—¡Vaya, por fin has hablado! — dijo la mujer que olía a flores—. Descansa ahora. Luego hablamos de tus cuadros.


 Se durmió en seguida, sin sueños.


En un despacho próximo, el psiquiatra hablaba con los padres de Dora.


—Es uno de los peores brotes bipolares que he visto. Va mucho más allá de la manía.

—Estuvo sometida a mucho estrés. Tuvo subidas y bajadas pronunciadas pero siempre se recuperaba— explicaron los padres.

—Ya saben, ha perdido completamente el contacto con la realidad. Hoy ha hablado por primera vez, pero de cuadros— dijo el doctor.

—Estaba haciendo el doctorado sobre Magritte. Se obsesionó. Se compró reproducciones de todos sus cuadros, doctor—dijeron los padres.

—Antes pasaba horas mirando las paredes ahora sólo mira un punto y el espejo. Vamos mejorando— dijo el doctor.

—Muchas gracias, volveremos la semana que viene— dijeron los padres.

—Gracias por venir— dijo el doctor.


Y Dora, que se suponía sedada, soñaba con su puerta violeta y sus amantes tapados.

   


Ana Farré Ibáñez, también conocida por su seudónimo Ana Aleixandre, nació en Tarragona el 22 de octubre de 1967. Con 53 años de edad, permanece soltera y sin hijos. Su trayectoria educativa incluye la primaria en varios colegios debido a las continuas reubicaciones de sus padres, ambos maestros. Graduada con notable en la enseñanza superior, realizó estudios en la escuela de Magisterio, culminando la carrera en 1990 con igual distinción. Tras trabajar en diversas escuelas, obtuvo la primera posición en las oposiciones de 1996, consolidando su carrera como profesora de inglés. Desde entonces, ha dedicado los últimos 15 años de su vida laboral a la enseñanza en una escuela. En el ámbito lingüístico, destacó al obtener el First Certificate en 1996 mientras trabajaba.

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Fotografía: René Magritte, por Lothar Wolleh.


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