«Limonaria», un relato de Karla Hernández Jiménez


Hacía mucho tiempo que Laureano y su padre llevaban recorriendo el mismo camino hasta el lugar donde estaba su pequeña parcela.
Todo transcurría con normalidad en esa noche calurosa de agosto, padre e hijo iban tranquilamente por la vereda.
Cuando la luna en el cielo nocturno parecía aún más grande de lo que en verdad era, uno de los caballos se quedó pasmado en medio del camino.
–¡Pinche caballo!, ya se amuló– exclamó Andrés, el padre de Laureano con un gesto de disgusto en el rostro–Te va a tocar irte a la casa por otro.
En un principio, Laureano pensó en negarse ante la petición de su padre.
Tenía mucho miedo de andar solo por el camino hasta su casa ya que tenía que atravesar la zona cercana a la zanja.
Era de sobre conocido entre los niños del pueblo que aquel era un lugar aterrador en el que habitaban toda clase de monstruos, fantasmas y brujas que se reunían ahí para celebrar bailes y devorar a los niños incautos que se acercaran a altas horas de la noche.
No obstante, Laureano también tenía miedo de decepcionar a su padre ya que no hacía mucho lo había descubierto mientras trataba de probar el ponche con piquete que sus hermanas se servían de forma generosa cada vez que iban a trabajar al rancho que tenían cerca de San Juan. 
Cuando el hombre encontró a su hijo con el tarro a medio camino de su boca no le reprochó nada, simplemente lo miró con una profunda decepción en sus ojos negros. Laureano no quería volver a pasar por aquella situación. ¡Tenía que volver a ganarse la confianza de su padre a como diera lugar!
Debido a eso, estaba decidido a cumplir con aquel nuevo encargo a pesar de todo el miedo que sentía. En unos segundos, ya iba en camino, avanzando en el camino oscuro que apenas podía iluminar con su linterna de queroseno.
El niño se movía lentamente, pensando que en cualquier momento un monstruo podría salir a su paso impidiéndole llegar a su casa.
Cada pequeña sombra que se extendía demás en la vereda lo hacía experimentar un sentimiento de angustia. Solamente cuando se hallaba en pocos pasos de pasar la zanja volvió a recobrar la calma que había perdido por un momento.
Justo cuando ya estaba por pasar, un sonido inquietante volvió a poner sus nervios a prueba.
Un arbusto en medio del camino comenzó a moverse sin razón aparente.
Haciendo acopio de todo su valor, se acercó a revisar y descubrió que lo que se movía era la limonaria que estaba plantada a unos pocos metros antes de llagar a su casa.
¿Por qué se movería la limonaria de su abuela si hacía poco tiempo que la habían plantado? No era posible que ya tuviera bichos y los pájaros acostumbraban dormir en árboles o arbustos más grandes, no era hora de que anduvieran vagando.
No, no había razón para que le estuviera ocurriendo aquello.
Laureano se acercó lentamente hasta la planta, y, preparándose para enfrentar lo peor, alzó una de las ramas del arbusto.
Se llevó una gran sorpresa cuando simplemente encontró a una pequeña e inofensiva tórtola que se había ido a refugiar del frío de la noche durmiendo cobijada por el refugio que le brindaban las ramas de aquella planta.
El niño soltó un fuerte suspiro de alivio. Cuando decidió soltar la rama que había agarrado para investigar, la cabeza de la tórtola giró en un ángulo de ciento ochenta grados, observándolo fijamente con sus ojos encendidos en un vivo color rojo y una sonrisa inusualmente humana apoderándose de su pico.
Laureano se quedó paralizado, quiso correr, pero ya era demasiado tarde. Lo último que supo es que se había orinado del susto.
La “tortola” se acercó hasta él y usando su pico, que rápidamente se llenó de pequeños y afilados colmillos, comenzó a destrozar a su víctima mientras las alas se iban convirtiendo rápidamente en manos que le ayudaron a terminar la macabra tarea de despedazar al pequeño.
A pesar de que su garganta aún no había sido afectada, no sirvió de nada gritar ya que parecía que nadie lo estaba escuchando, nadie acudió a socorrerlo.
De un momento a otro, todo se tornó de un rojo intenso.
Después de unas horas, Andrés, el padre de Laureano encontró a su caballo muerto a un lado de la zanja mientras unas gotas de sangre salían de la limonaria y supo que había perdido a su hijo para siempre.
En su casa, su esposa lloró amargamente, lamentándose por la muerte de su hijo. La abuela, que había oído de muchas situaciones similares, decidió salir a investigar lo que había pasado.
Sus sospechas se confirmaron cuando encontró unas plumas muy cerca del rastro de sangre, y así se lo hizo saber a su hijo y a su nuera.
A la mañana siguiente, don Andrés cortó hasta la raíz aquel arbusto que no les había traído nada bueno, aunque ya era demasiado tarde.
Se dice que las brujas, debido a su característico mal olor, les gusta reposar por las noches entre los arbustos de una aromática flor llamada limonaria.


Karla Hernández Jiménez.
Nacida en Veracruz, México. Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas y fanzines nacionales e internacionales, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa. 
Facebook: https://www.facebook.com/Karla.Hdz.09
Instagram: @KarlaHJ91


Fotografía de Small (en Unsplash). Public domain.


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