La madre había cerrado los ojos. Como intentando hallar abrigo en la fugacidad de algún sueño. Después abrió los párpados y gritó. Estridente, el eco, retumbó en el pasillo del hospital. El ascensor subía. Ella decidió bajar en espiral, pisando a tientas los peldaños de la escalera. Afuera apretujó su cráneo. Y el sereno, similar a gotas de fuego en el crepúsculo, la bañó en una lagrima infinita.
Tonos pasteles teñían el ambiente. El niño giraba en el carrusel de la feria. Pero un ataque intimo le fulminó el corazón. Los caballos transmitían sinfonías inocentes. La melodía provocaba danzas de fantasías en un jardín de esculturas de hierba, flores y gigantes de caramelos.
La ambulancia, quemando los neumáticos en el asfalto, lo sacaba a toda velocidad. Atrás quedaba el ruido de las campanas, un cubo de hielo, labios derramando saliva, la suerte.
Entregada a los últimos días de la vejez, la mujer apoyaba el rostro en la ventana. Su forma conservaba el aspecto de la ceniza. Una hermosa pirotecnia estalló en el horizonte. Las luces, chispeando colores, brillaron en sus pupilas. Ella dio media vuelta en el asiento de ruedas. El cielo, manchado de humo, penetró la estancia. Y el espacio pareció cargarse con visiones de un sueño imposible, de otro mundo.
Agarró un pincel por primera vez. Lo empapó de tempera y, deslizándolo en el lienzo, retrató las facciones de un artista infantil, adolescente, vetusto. Suspiró tras el milagro. Al final durmió. Cuando llegó el alba las estrellas resplandecían junto al sol. Nubes de polvo flotaban alrededor de las ruedas. Y ella había desaparecido para siempre. Las cortinas, sin embargo, no paraban de agitarse por una brisa mágica. Dos aves reposaron en el marco de la ventana. Venían de un lugar mojado. Porque, intercambiando picotazos, sus plumas salpicaron burbujas de agua plateada. Luego cantaron y, extendiendo las alas, volaron, alto, hacia la luz.
Sebastián Trujillo. Comunicador social y periodista colombiano residente en Berlín, Alemania.
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