Todos necesitamos tomarnos una pausa. Mi pausa de café son los miércoles a las 11 en la cafetería del centro del pueblo.
Salí rumbo a la avenida del centro, crucé las cuadras que me separaban de mi trabajo. Entré. El aire olía a limpio y neutro. La atmósfera, tranquila.
Me acerqué a mi lugar de siempre donde están sillones de pana beige. Siempre me chocaba la lámpara con la cabeza al sentarme. Era como si me encendiera. Me saqué el barbijo y me invadió una oleada de aire nuevo y fresco...
A un costado estaban las mesas perfectamente ubicadas y brillosas color verde manzana. Le sentaba muy bien ese instante, le daba un toque de originalidad.
La moza estaba tranquila apoyada en la barra mientras yo veía con deseo los sanguches de miga y las tortas en la heladera de vidrio. Me empezaban a ronronear las tripas. Opté por mantener la calma.
- Hola Rodrigo, ¡cómo estás! ¿Te sirvo lo de siempre? - dijo la moza mientras sonreía con cierta familiaridad.
- Hola Mariela, dale... sí. Vos, todo bien, ¿cómo estás? - dije sonriendo.
- Bien, acá trabajando... - dijo por cortesía.
Se fue muy rápido como de costumbre. Más allá del barbijo que tenía el logo y nombre de la famosa cafetería, se podía ver un rastro de ojeras profundas entre naranja y grises. Tenía la vista cansada y lejana. Había un horizonte enorme en esa chica. La observé yéndose.
Que bueno que ya no se permitiera fumar en lugares cerrados. Se renovaba el aire. Di una honda bocanada. Respiré. Vi que la cafetería empezó a llenarse de gente y Mariela empezaba a circular entre las mesas anotando los pedidos. Pobre no daba a basto. En ese turno casi nunca llegaba tanta gente toda junta. Parece que esa mañana iba ser una gran excepción...
- Rodrigo, te dejo la cuenta ahora, ¿puede ser? - dijo desesperada mientras la gente iba ocupando lento todas las mesas disponibles. De pronto el lugar se llenó. Se saturó poco a poco el aire.
La maquina de café hizo su sensual zumbido de lunes a las 6 o de domingo previo a comenzar la semana. Desprendió un olor que yo conocía muy bien desde los quince. Me relajó el sonido y el aroma. Me acomodé sacándome los lastres y librando dolores... ¡bendita sea la pausa de café! En estos tiempos, más que un lujo era un himno o una necesidad... di un sorbo lento a mi café. Suspiré.
A un costado, cerca de la pared y la barra en las mesas verde manzana, había una familia sentada. La vestimenta apenas les dejaba un pequeño surco en la cara. Se podían ver el color y la expresión de los ojos solamente. ¡El sueño del iriólogo! Esos seguro eran turistas. La gente del pueblo no lleva pasamontañas.
En la mesa contigua, una mujer delgada, de aspecto elegante y porte esbelto, conversaba por whatsapp dando indicaciones mientras miraba a Mariela (la moza), buscándola entre indiferente y preocupada. Mariela había desaparecido. El aire saturado había perdido su cuota personal. Tomé un segundo sorbo de café...
Al centro de la cafetería, en los sillones de pana beige, había una joven parejita sentada. A los costados de la mesa, del lado del muchacho, descansaban un capuchino y una bandeja de tostados. Del lado de la chica, había una lágrima doble y otra bandeja más. Esa cafetería era buena por sus tostados con queso abundante, ese que se estiran sin cortarse. Por el aspecto de ambos, estaban recién empezando a salir. Ambos tenían un brillo especial. Una mirada intensa de esperanza. Él charlaba, ella reía, festejándolo.
En otra de las mesas, un hombre de mediana edad, estaba esperando que lo atendieran muy relajado. Al revés de la mujer esbelta. Enfrentado había un pre adolescente sentado también esperando. Vestía unas zapatillas negras, gastadas y mugrientas. Tenía un buzo con capucha celeste y blanco (simulando un cielo con nubes intercaladas). Esos que están de moda entre los pibes. Los cubren totalmente. Los adolescentes, sus inseguridades y su cuerpo... con el tiempo te das cuenta...
Me llamaron de pronto. Me interrumpieron mi pausa de café. Era del trabajo. Había un comunicado urgente que me tenían que dar. Tenía que irme ya. Mi intuición me decía cosas. Lo presentía. En este caso, prefiero estar seguro. Saludé a Mariela de lejos que estaba a veinte manos. No podía más. Me devolvió el saludo con un guiño de ojos. Hice lo mismo. Me puse el barbijo.
De fondo cantaba su mítica canción la genial canadiense Alanis Morissette: “Ironic”. salí apresurado. Algo amenazaba por enésima vez mi tranquilidad. Mi paz interior se revolvía. Me fui mientras Alanis Morissette iba cantando cada vez más lejano y más bajito. Es cierto Alanis, sí, la vida tiene una manera divertida de reírse en tu cara...
Salí abriendo la gran puerta de madera rústica de la entrada. En esa ocasión, me pareció más pesada que nunca. Me costó abrirla. Hizo demasiado ruido. Algo de mí no se quería ir rumbo a lo inevitable.
Una cuadra antes de llegar, me encontré en la calle una adolescente embarazada. Caminaba con un semblante preocupado y vencido. Su cara me resultó familiar. La había visto hace varios meses entrar a la farmacia. Seguí camino...
Rodrigo Miguel Quintero. Traductor, profesor de inglés, poeta y narrador. Vive en Patagonia argentina. Finalista de “Mundo literario 2004”, disertante en “II encuentro de poetas latinoamericanos”, 1° premio municipal por “La máquina de sueños” (novela), premio Honorable Consejo Deliberante (poesía) y mención honorífica del Centro Gallego (guión), entre otros. Seguí su podcast: “Un día en la farmacia” y su blog: https://relatosquevan.blogspot.com/
Lee otro texto de Rodrigo Miguel Quintero (en Herederos del Kaos): Un día en la farmacia
Photo by Hannah Gullixson on Unplash (public domain).
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