"Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia."—Job, 1:11.
Sarah, siempre había sido la más piadosa en su familia, quienes mantenían los valores cristianos conservadores desde hacía tres generaciones; por lo mismo, no le pareció tan descabellado cuando Él comenzó a hablarle.Tan segura estaba de que no eran imaginaciones suyas, que se los hizo saber a todos esa misma noche; en cuanto dieron las gracias y comenzaron a cenar la merienda, dijo ella sin ningún miramiento:
—Dios me ordenó matarlos a todos.
Usó esa voz menuda de siempre, como si hablara de los espárragos hervidos que les había preparado por sí misma o las tareas en la casa, las cuales se habían repartido entre todos.
—Jacobo, su padre, ha deseado a la mujer del prójimo y Adalia, vuestra hermana mayor peca de vanidad —lo dijo sin dejar de masticar ni inmutarse por la expresión en sus rostros; sabía que eran demasiado laxos en sus creencias, así que tampoco mostraba mayor sorpresa—. Los gemelos, Carolina y Dagoberto adolecen de gula y pereza; mientras que Bernardo es un onanista lúbrico.
No era, por supuesto, una conversación para tener en la mesa; sin embargo, estaba determinada a cumplir con sus mandatos esa misma noche y sentía la obligación de hacerles saber con toda claridad cuáles eran los pecados que debían expiar.
Ellos, por supuesto, podían creer que había perdido la razón; aunque sus palabras decían la verdad, ninguno sería capaz de acusarla de dar falso testimonio.
Jacobo puso su mano izquierda sobre la diestra de ella.
—¿Estás segura, mujer, que es Su voz la que escuchas?
Tal vez no fuese a propósito, pero estaba apretando ligeramente de más su muñeca.
—Mi señor, cómo puede sugerir siquiera tal cosa.
Soltó la mano de su marido y tomó la sal, echó unos pocos granos sobre las verduras porque le pareció que estaban un tanto insípidas. Cenaron sin decirse más y entonces, cuando terminaron, le hizo un gesto a Adalia para que dejara ahí los platos. Ella misma pensaba hacerse cargo de recoger y lavar todo esa noche.
—A dormir, queridos míos —les dijo—. Oren por la salvación de nuestras almas.
* * *
Jacobo estaba por demás inquieto en la cama. Lo que había dicho Sarah en la cena, no lo de escuchar a Dios ni matarlos a todos, sino llamarlo adúltero delante de los niños. No lo era, de eso estaba seguro, él no había conocido nunca a otra mujer sino a ella.
Era cierto que había veces, quizá demasiadas, cuando pecaba de pensamiento, pero nunca de obra. Hizo acto de contrición antes de orar, aunque sin dejar de preguntarse cómo podía conocer su esposa aquellos pensamientos impíos que él tanto se había esforzado en mantener siempre en lo más recóndito de su ser.
Al igual que su padre y su abuelo, Jacobo era carpintero.
Cortaba los maderos con serrucho, los rebajaba a cepillo. Tenía los músculos fuertes en los brazos y el torso, lo que venía a cuento porque eran las mujeres quienes le veían a él a hurtadillas, sin tener que imaginar demasiado por todas esas veces cuando el verano era insoportable y él debía trabajar en el porche del taller.
Esas miradas lo desconcertaban siempre.
Sarah, ahora mismo, mientras se vestía la ropa de dormir lo veía a él sin camisa sobre la cama. Conocía bien esa mirada, lo que precedía. Era la misma que ya en tres ocasiones le había dado hijos.
Pereza y gula, soberbia, lujuria.
Cuando la miró metiéndose bajo las sábanas, con el camisón arremangado hasta la cintura, él no pudo contener la erección. Hizo las sábanas a un lado y la penetró de un solo golpe. Se había olvidado de apagar la llama del quinqué, así que lo sorprendió ver su propia sombra montándola con furia.
Era vil y grotesco, pero le excitaba en vez de avergonzarle.
Alzó el camisón para descubrir las tetitas de su mujer, las apretó con fuerza mientras imaginaba que eran aquellas ubres enormes de Ruth, la mujer del pastor y entonces, de verdad, lo sobrecogió el deseo.
Entre manotazos y pataletas volteó el cuerpo menudo de Sarah, le metió el pene rígido en el coño por detrás, como un animal, para enseguida embestirle repetidas veces con todas sus fuerzas; entonces, al bajar la mirada por entre la espalda desnuda y el trasero de su mujer, pensó en la joven maestra de los gemelos, Raquel, quien seguro tenía unas piernas largas con sus nalgas duras y levantadas bajo el vestido, no pudo contenerse más. Eyaculó tanto que la vagina de ella escurría a pesar de estar él todavía dentro.
* * *
Adalia era muy hermosa.
Había heredado los rasgos delicados de su madre y la estatura de su padre, así que era imposible no dejar de notar su silueta larga y delgada; más aún con el chaleco ceñido y las mangas de la blusa arremangadas para hacer los quehaceres.
Desde su primer sangrado, llevaba la cabeza siempre cubierta con un pañuelo blanco cuando salía más allá de la granja, aunque no tenía obligación, por ser muy joven aún, sino que lo hacía por un gesto de coquetería.
En su cabeza adolescente era su manera de anunciar, no sólo que era ya una mujer, sino que estaba disponible.
En ese momento, como todas las noches, había tomado un baño y tras secar su cabello, lo cepillaba varias veces para mantenerlo terso y alisado. No había un espejo enmarcado en su habitación, así que ponía la silla frente a la ventana y corría las cortinas. Se perdía en aquel reflejo traslúcido del cristal.
Detrás de ella, sólo había una vela diminuta sobre la mesa de noche.
La tenía permitida para leer; aunque, por alguna razón, parecía durar siempre muy poco y agotarse un par de horas luego del ocaso; pero ella había aprendido a no encenderla demasiado pronto y así tener un poco más de luz luego de cada merienda. Entonces, aprovechaba para llenar la bañera con agua que había dejado calentando en las cenizas del fogón, utilizando el mismo cubo de lata con el que llenaba los bebederos en el establo.
Era su mayor regocijo.
Untarse de espuma jabonosa piernas y brazos, para enseguida enjuagarlas, hacía igual con la piel alrededor del ombligo. Tenía los pechos demasiado pequeños aún; sabiendo, que tampoco crecerían mucho más, pues también ahí había heredado a su madre.
No le importaba demasiado.
Aún podía holgar un poco la blusa e incluso dejar suelto un botón. Y nadie podría resistirse. Le pasaba lo mismo con las enaguas, siempre un poco rabonas de lo largas que eran sus piernas; por lo que al subir escalones o saltar un charco dejaban entrever sus tobillos.
Y aún sin mostrar su piel, sabía que eran la belleza de su rostro y su pelo sedoso lo que la hacía irresistible; por eso ponía tanto empeño en cepillarlo hasta el cansancio cada noche, no permitir jamás que la humedad lo crispe ni el sol lo reseque. Imaginó ese momento cuando, tras desposarse, se pondría el velo negro por sobre todo ese oro en un moño. Sonrió, y el reflejo la cautivó de tal manera, que le puso la piel de gallina.
* * *
Bernardo entendió a qué se refería su madre al decirle onanista, aún cuando no conocía el significado de esa otra palabra: lúbrico.
Había descubierto la masturbación dos años atrás, cuando en la escuela dominical uno de sus compañeros lo retó en el baño a ver quién de los dos se la sacudía más rápido. Nunca supo si ganó porque dieron por terminada la contienda cuando, tras azotar la puerta, otro de los alumnos entró corriendo y se metió a cagar en el único retrete al lado del mingitorio donde estaban ellos de pie. Lo escucharon soltar alguna que otra majadería e incluso maldecir, pero no lo acusaron.
Quizá de cualquier manera iba a perder, porque antes de aquella entrada intempestiva, él ya había escupido esa chis transparente y viscosa. Por supuesto, todavía no tenía idea de qué era ese líquido preseminal, pero esa misma noche averiguó en el baño exterior de su casa que al seguir masturbándose vertía enseguida chorros de leche tibia.
La sensación fue abrumadora; enseguida, intentó repetirla sin conseguirlo de inmediato, lastimándose incluso.
Casi literalmente, se mataba a pajas cada vez que salía a orinar e incluso corría al baño sin ganas sólo para seguir intentando. No fue encontrar sus tiempos y el modo, sino que además descubrió cómo a unos pasos del cuarto de baño había cierto ángulo desde el que podía ver la ventana de Adalia.
Se veía apenas una sombra a contraluz, eran sólo la cabeza y los hombros, como algún busto de mármol que había visto alguna vez en la biblioteca. No necesitaba más. Sabía que estaba vestida con su camisón, pero la imaginaba desnuda. Sabía que estaba sentada cepillándose, pero la veía de rodillas en el suelo sonriendo, acicalándose para él, entonces terminaba cubriéndole rostro y hombros con su semilla.
Eso sí que lo había aprendido en la escuela dominical hacía mucho, que se decía semilla.
Lo que no le habían explicado era cómo hacía Onán para derramarla en el suelo cada vez que se unía a la viuda de su hermano. Lo supo esa misma noche, cuando al regresar a su cuarto escuchó a su madre acallar sus quejidos en las almohadas y al asomarse por la cerradura vio cómo su padre la montaba tal y como hacían los sementales a las vacas.
Esa revelación hizo que la tuviera dura de nuevo, entendió enseguida el propósito de apretar y sacudirla con todas sus fuerzas. La semilla no se ofrendaba, sino que se enterraba. Volvió a masturbarse ahí mismo sin siquiera mirar, solo escuchando a su madre gemir dolorida y a su padre bufando.
* * *
Los gemelos habían sido el trabajo más difícil de la pobre mujer que ayudó a parirlos.
Pese a ser el tercer parto de Sarah y haber ido todo normal, al menos hasta el momento de romper la fuente. Los chamacos estaban mal acomodados, pero no sólo eso, encima uno parecía venir enredado en el cordón umbilical.
Así que la partera metió las dos manos para desenredar a uno y voltear al otro. Los sacó, primero a la niña, enseguida al varón. Sarah estaba por demás agotada, el sudor le escurría a mares y los cabellos se le pegaban al rostro, sin dejarla ver a qué se debía todo el jaleo luego de que la vieja cortara los cordones umbilicales.
Y era que los gemelos no lloraban tras la primera nalgada, al final la niña lo hizo cuando la partera la volteó cabeza abajo y le pegó una segunda vez; al varón, empero, hubo que ponerlo sobre la mesa, apretar su pecho con dos dedos y soplarle en la boca, entonces tosió un par de veces pero nada más, no hubo grito ni llanto sino sólo un mohín seguido de un movimiento en sus labios; más que respirar, parecía estar saboreando el aire.
Con todo, crecieron sanos y mucho.
Pese a nacer gemelos, habían pesado cada uno poco más a sus otros dos hijos. Y también dormían y comían mucho más. Mamaban con tanta avidez que sus pechos no eran suficientes, la mujer del pastor aceptó gustosa a ser su nodriza, pues había dado a luz hacía poco a una niña tan pequeña que se saciaba al primer bocado.
Y al destetarlos eran tan altos y rollizos que la hija del pastor bien podía parecer una muñeca a su lado.
Entonces ya tomaban leche que ordeñaban unas veces su madre y otras su hermana, pero en vez de intentar andar por la casa a gatas, se limitaban a recostarse donde quiera que los pusiesen y enseguida cerraban los ojos.
Jacobo creyó que era una bendición, estuvo seguro de ello hasta notar que así como dormían, así también cagaban y se meaban por doquier. No recordaban tantos pañales sucios con Adalia ni con Bernardo. Además, estaban siempre enfermos por estarse metiendo a la boca lo mismo el alimento de los animales que sus desechos; un gusano, un hierbajo, cualquier cosa debían no sólo probarla sino engullirla para ver si ayudaba a saciar esa hambre que, aún sin que la supiesen describir, estaba siempre ahí, azuzante.
Los gemelos, también fueron los que más tardaron en hablar.
Su primera palabra fue pan, casi a los dos años; siguieron leche, eso. Casi siempre señalando alguna cosa que llamaba su atención y querían comérselo. Les gustaba Bernardo porque les metía el dedo en la boca para que lo chuparan, Adalia no tanto. Los cargaba con los brazos extendidos para que no la mancharan ni babearan sus vestidos.
A Papá lo querían porque de tan grande podía llevarlos a los dos juntos cargando, uno en cada brazo, todo el camino de la escuela a la casa; olía siempre a sudor, serrín y cola. El aroma de su madre, empero, no les gustaba, ella olía a paja seca unas veces y fierro salado otras, árnica. La llamaban madre, que fue casi la última palabra que aprendieron, y la primera vez que dijeron mamá, de hecho, fue una tarde para referirse a Ruth, en la casa del pastor. Aún no podían verla porque ellos estaban todavía fuera y ella dentro, junto al ataúd de su pequeña, pero los gemelos la distinguieron tan claramente que empezaron a salivar.
* * *
Dios no le habló más esa noche.
Cuando Jacobo se bajó de encima suyo y se hizo de lado para quedarse dormido así, tal como estaba, con la luz del quinqué todavía encendida pero a nada de agotarse, ella seguía llorando de vergüenza en silencio. Se quedó ahí, boca abajo y desnuda de los pies al cuello hasta que las piernas dejaron de temblarle.
Se levantó sin preocuparse por los fluidos que le corrían entre los muslos y, como pudo, se acomodó el camisón antes de andar hacia el cuarto de baño; ni siquiera escuchó el ruido del fisgón al levantarse y huir corriendo a su habitación.
Ella sólo esperaba que estuviesen todos dormidos.
Adalia, Bernardo, Carolina y Dagoberto.
En el pasillo, creyó distinguir un resplandor abajo en la cocina, pero no le importó. ¿Acaso algo podía hacerlo todavía? Había intentado hacer siempre su vida conforme a las escrituras; dedicada a tal punto a su marido y sus hijos que nunca le importó si ellos de hecho la lastimaban, le parecía bien, incluso; si tal era Su voluntad. ¿Quién era ella para oponer resistencia?
Tras cerrar bien la puerta del baño, se lavó lo mejor que pudo; no sólo la entrepierna sino los muslos y las pantorrillas hasta los tobillos, el agua del grifo estaba muy fría, pero igual se echó una tanta en el rostro solamente por sentir algo.
Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad absoluta dentro del baño, pero aún así, conocía la casa tan bien que no le hacía falta luz para moverse desde el grifo, junto a la bañera hasta la puerta cerrada con llave por dentro y aún a su cuarto.
No obstante, fue justo al abrirla que distinguió, ahora sí, que había una llamarada encendida en la cocina. Por supuesto, estaba segura de haber apagado el fogón antes de subir con su marido; se asomó incluso a la puerta abierta de su habitación donde lo escuchó roncar profundamente, aunque no pudo distinguirlo en la oscuridad.
Así que se aferró al escote del camisón y comenzó a bajar las escaleras, decidida, aunque con cautela. Sus pies estaban descalzos y pese a haberlos secado con una toalla, sus huellas dejaban rastros de humedad en los escalones. La casa se mantenía en un silencio sobrenatural, tal, que no escuchaba el crujir de la madera bajo sus pasos ni el crepitar del fuego que tenía delante.
* * *
Las llamas ardían sobre el hogar apagado.
—Sarah —le dijo.
Y ella enseguida, cayó de rodillas nada más reconocer su voz.
—Por favor —dijo Dios—, no.
La mujer se asió al respaldo de la silla que tenía más cerca para ayudar a levantarse. Las piernas volvían a temblarle y no encontraba palabra alguna para dirigirse a Él.
—Alégrate, mujer —añadió—; has concebido en tu seno.
Sintió el calor como una mano apoyada en su vientre y, sin cerrar los ojos, inspiró profundamente. Había cumplido también ese otro mandato.
—Darás a luz una hija, a quien pondrás el nombre de Elizabeth —dijo y aunque seguía siendo una zarza ardiendo, percibió en ésta una sonrisa—. Por supuesto, faltan varias semanas aún para que se formen los órganos y podrías ponerle cualquier otro nombre que quieras.
—Mi señor, yo...
El fuego hizo un gesto como si fuese una mano desestimándola, claro que no hacía falta que ella dijese nada.
—Has puesto árnica en sus bebidas, demasiada.
Asintió compungida varias veces, las lágrimas se le escurrían por el rostro lo mismo que se saltaban por las pestañas.
—En cuanto les venza el sueño, ya no despertarán.
No lo decía como una profecía, sino un hecho consumado.
Los primeros serían los gemelos, claro, se habían engolosinado porque el agua estaba endulzada con miel y azúcar de remolacha para ocultar el sabor tan intenso del herbaje. Luego, Adalia, quien después de cenar se subía siempre un vaso más a su habitación, para beberlo tras su baño y acicalarse. El siguiente sería su marido, quien durante la cena casi no bebió, pero tenía una jarra bien llena y un vaso en su mesita de noche. La jarra estaba por la mitad cuando ella se metió en la cama, y seguro la agotó luego de tomarla a ella. Bernardo sería el último, no bebía sino para refrescarse tras sus muchas salidas al baño.
—No has sido cruel —le pareció que la voz usaba un tono reprobándola, aunque no sorprendido en absoluto—. Y has cumplido —las flamas se abrieron como si por un instante extendiera las manos hacia fuera del cuerpo y enseguida las cerrara—, así que he aquí mi bendición.
Desapareció.
¿Qué bien podría venir de esto? Se preguntó sin decir nada, temerosa de que Él la escuchase; por supuesto, Dios sabía lo que ella estaba pensando en ese y en cualquier otro momento. Sarah cayó de rodillas y se rasgó el camisón desde el cuello hasta el ombligo, llorando a gritos la muerte de su familia y su caída en desgracia. Tan segura estaba que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob no iba a responder ni a volver hablarle ya nunca más.
José Luis Ramírez. Nació en 1974, en la ciudad de Puebla, México. Es Ingeniero Industrial en Electrónica y estudió una maestría en Ciencias de la Computación. En 1998, recibió el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. Ha sido publicado en Los Mejores Cuentos Mexicanos, así como en distintas antologías, revistas y fanzines de Ciencia Ficción.
Photo by engin akyurt on Unsplash (public domain). La imagen de la biografía ha sido remitida por el autor.
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