Desde Buenos Aires: «Muerto de miedo» un cuento de Juan J. Conde

Algunos desafíos no nos permiten prever consecuencias trágicas porque revisten la inocencia de la manzana de Blancanieves, guardando el secreto hasta su desenlace. Esta es la historia de Damian.

Son unos treinta metros desde la puerta trasera de la casa hasta la entrada de la prefabricada ubicada en el fondo del amplio terreno. La lucecita sobre la puerta de una y otra puerta generaban unos semicírculos de claridad que no se extendían más de allá de pocos metros. A partir de ese limite domina una negrura amorfa dispuesta a engullir un anónimo cuerpo desprevenido o, una alma asustada.

Después del último saludo, cerró a sus espaldas la puerta de la casa principal para emprender el corto, pero casi infinito camino a su casita. A su edad, esa donde las hormonas burbujean, los pezones duelen y las fantasías son como una anaconda que pretende hacer estallar las ganas; es muy difícil e inexplicable rechazar un desafió de coraje, de hombría. Mucho más difícil si la desafiante es una casi prima de su misma edad de pechos firmes y curvas demasiado pronunciadas. Todavía puede sentir en sus manos el perfume del shampo de ella, que quedó impregnado cuando acaricio su pelo al tenerla contra su pecho en un gesto de macho protector. Un gesto que fue entre planeado y espontaneo. Un gesto que simbolizó el resguardo contra el horror que en ese momento surgió en la habitación. Habitación que fuera un lugar más seguro, pero ahora esta a años luz de él, detrás de la puerta que acaba de cerrar. Un horror que su compañera de desafió atravesó segura entre sus brazos, sin darse cuenta que él la abrazaba estando muchas veces con los ojos cerrados.

Parado dentro del halo de luz artificial, sus piernas pesaban cien toneladas y la oscuridad hambrienta parecía venirse encima. Se dijo mil veces “estúpido” por haber aceptado, por haber quedado hasta tan tarde. Había creído que aquella noche, aquella velada sería el momento justo para tener más que algunas caricias casi casuales y roces picarescos. Hubo momentos prometedores, casi mágicos, pero no paso mucho más allá de las caricias. Y por esas caricias ahora debe pagar el precio de caminar en la oscura noche hasta su dormitorio.

Muchas noches atravesó sin preocupación ni miedos esos treinta metros de penumbras. Esta noche es distinta porque hay siniestros personajes escondidos en ella. Las imágenes horrendas de la película que hacia unos minutos había terminado, lograron perturbar sus pensamientos, su alma, su cuerpo. Asaltan su mente y son imágenes vívidas dentro de su cabeza o sobre su coronilla, las deformaciones del cuerpo del poseso, que se contorsiona y abre la piel de tono pútrido como una tela que se pate de arriba a abajo, convirtiéndose en una grotesca mueca diabólica, vomitando un liquido espeso y verde. La escena da a entender que posee un olor de fetidez y muerte. Los ojos ahora amarillos y la piel rasgada que supuran gusanos en sus mejillas le golpeó tan fuerte que todo el calor de las hormonas se evaporó como un vaso de agua sobre el núcleo terrestre. La música que marca los acordes del espanto, y la mujer convertida en una bestia infernal y burlona, que habla con voz grabe de demonio y tono calmado de dominación, que puede levitar a su antojo, reptar por el techo, susurrar los secretos oscuros y sucios de quienes pretenden ayudar al alma inocente presa en un cuerpo usurpado por la maldad más cruda y despiadada, son el cóctel perfecto para embarrar de miedo a los espectadores. Damian recuerda con detalles como ese tono grueso y malvado se transforma en una voz de niño que implora auxilio desde los recovecos del alma, pero no es más que una treta burlona del demonio, que termina en una risa cascada de bruja del medievo. Entre los espantos del recuerdo reciente, conscientemente en medio de toda esa frenética muestra de horrores, sabe que debe irse solo a dormir al fondo del terreno, porque la película terminó.

A punto de desmayarse como una forma de evasión ante el miedo que por dentro le carcome agigantando horrores visto o imaginados, más imaginados que vistos, inicia con paso demasiado firme para sus débiles piernas la camina por el pasillo de la muerte, con un latido delator que retumba en toda la manzana.

La luz del fondo del terreno vecino que linda con la pared de la casita semeja la claridad al final del túnel. Túnel que parece ser una camisa de fuerza rodeando sus brazos y oprimiendo su pecho, dejándolo a merced de una figura diabólica en forma de vieja inocente pero encorvada de voz chillona, o un niño perdido solo en la oscuridad que le sale al cruce de su camino con rostro acongojado que sin decir palabras le toma de la mano y le mira de frente con sus ojitos con lagrimas, pero al momento mismo de agarrarle la mano la tibieza de la piel se transforma en un frío que hiela la sangre y eriza los pelos, mientras que los ojos desesperados se transforman en una mirada roja de depredador con una mueca de risa burlona en sus pequeños labios.

Trata de salir corriendo hacia su dormitorio. Se ha alejado unos cinco metros de la puerta, y siente un ruido a sus espaldas que lo deja blanco y clavo al piso. La puerta se abrió a sus espaldas y él no se atreve a girara la cabeza. Siente su nombre en los labios de su casi prima, que le pregunta si quiere que deje la luz prendida del patio y lo mire hasta que llegue al dormitorio. Pasaron unos quince segundo que parecieron dos horas, y recién pudo armar con voz casi en falsete un no por respuesta, explicando que no había necesidad de ello. Aprovecho a caminar unos metros más mientras con un tono falsamente aplomado le decía a Mirian que regresa a la cama y no se preocupara por él. La puerta se cerró. Nunca miró hacia atrás porque un miedo irracional corría por su espalda mientras pensaba que en la puerta no estaba Mirian sino una demonio corporizado listo para saltar sobre el.

Ahora avanza con paso presuroso. Quiere cerra los ojos porque sabe en su interior que el horror le saldrá al cruce. El grito de mal augurio de un búho parado sobre el tapial, que recorta su imagen con la semi claridad del patio vecino le clava un puñal en la boca del estomago. No fue un grito de búho, sino una frenada histérica de algún conductor nocturno, y la figura a tras luz no es de un ave sino de un gato. Un gato que camina por el tapial hacia la casita. Se frena en seco. Se detiene voluntariamente a mitad de camino entre la puerta de la casa principal y el gato que aguarda sobre el tapial frente a la puerta de entrada de su dormitorio. Respira profundo. Su espalda está crispada de miedo y adrenalina. Hecha mano a su lógica, y decide que si algo malo y horroroso ha de sucederle será mejor que le pase ya. Calma su respiración con inspiraciones largas y expiraciones profundas. Se enciende desde su vientre un fuego de coraje. Mejor ser destrozado por una criatura del averno con una actitud de coraje que ser devorado desde su interior por la irracionalidad de sus miedos. Se agudiza su vista. Dará pelea. Como pueda, con lo que tenga. Recuerda que a un lado del sendero de lajas que va transitando existe allí por donde está contrapiso hecho con pedazos de baldosas sueltas. Se agacha sin dejar de mirar al gato sobre el tapial. Recoge tres piedras bastantes grandes. Se levanta despacio. Avanza otros pasos hacia su destino. Son pasos calmados, sus músculos en tensión controlada. Está a unos siete metros de la puerta de su dormitorio. A siete metros del gato fantasmagórico. El animal hace un sonido gutural de enojo y amenaza, lo mirá con ojos que parecen brillar desde unas cuencas negras y vaciás. Estira hacia atrás el brazo izquierdo armado con el mejor trozo de baldosa, y al momento que el felino se crispa y grita enojado, él lanza con una fuerza sobre natural la piedra que va darle directo a las costillas del gato. El enviado del mal cae al otro lado de la tapia entre maullidos de dolores. Le viene una sonrisa nerviosa casi incontrolable que amenaza a salir como una carcajada en medio de la noche. Llegó dentro del halo de luz de su dormitorio.

Abre la puerta en un único movimiento de bajar el picaporte y empujar. Y casi al mismo tiempo pega un manotazo a la pared encendiendo la luz del pequeño comedor haciendo que las sombras huyan del interior. La puerta del baño que está a la derecha a unos cinco metros de la puerta de acceso esta entre abierta. Así cree haberla dejado. Va hasta allá. La atmósfera del piedrazo triunfal se ha esfumado y el miedo de encontrar un visitante del infierno en algún rincón oscuro de la casa vuelve en forma de escalofrió por la espalda, trayendo imágenes diabólicamente grotescas de la película. Sin entrar al baño mete la mano esperando que una garra fría lo toque antes de llegar a la perilla. Sus omóplatos se crispan aún más. Alcanza la perilla y la luz vacía el baño de fantasmas. Pero aún debe asomarse detrás de la puerta. Mejor rápido que lento. Salta al interior y de un movimiento brusco cierra la puerta para enfrentar al monstruo detrás de ella. El monstruo tiene forma de palo secador de piso. Abre inmediatamente. Orina con la puerta abierta hacia el comedor, sin importar el decoro porque está él solo. O eso pretende creer. Mientras orina siente un raro impulso a mirar sobre su hombro. Decide que dominará su temor y no lo hace. Sale del baño.

Aún queda un último desafío. Ir a dormir. La puerta del dormitorio está cerrada. Esta enfrentada a la del baño, casi pegada a la puerta de entrada. Se aproxima a la puerta del dormitorio y se reprocha con insultos no haber cambiado el foco de la luz del techo. Debe entrar ayudado por la claridad de la cocina hasta el final para encender el velador en la mesita de luz al lado de la cama. Otra vez la espalda crispada, con piel de gallina, los pelos erizados y el miedo en la boca del estomago. Abre la puerta de par en par para tener mejor claridad. Igualmente la pieza es una boca amenazante de negrura. ¿Acaso un olor fétido y dulzón, parece salir suavemente del interior? Se deja devorar por la pieza y camina dominándose así mismo hasta la perilla del velador. Aprieta el botón del interruptor y la luz muestra cada rincón del dormitorio. Frente a él, contra la pared, un rostro que con gesto deforme de miedo le miraba directamente a los ojos. El susto fue un puñal de horror atravesando su corazón y sintió sus tripas estrangularse en su vientre.

Al día siguiente cuando al horario habitual del desayuno Damian no llegó a la mesa, su tío adoptivo fue a buscarlo y lo encontró muerto sobre su cama, justo frente al gran espejo que Damian había colocado dos días antes. Lo que nadie supo es que el susto no fue tanto de verse de sorpresa en la pared unas horas atrás, sino cuando desde el espejo después de encontrar su propia cara de susto, está le sonrió diabólicamente.








Juan J. Conde. Nacido en el siglo pasado (1969) en la ciudad de 9 de Julio, pcia. de Buenos Aires, Argentina. Ciudadano de muchos lugares con una molesta cosquilla por recorrer. Agradecido por un montón de cosas e insatisfecho por otras tantas. Altamente optimista con un modo pesimista de escribir.

Photo by Malicki M Beser on Unsplash

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