«Confesiones de invierno», un cuento del autor argentino Hugo Díaz

Levantó la vista y sondeó el cielo de un celeste fino casi esmerilado por las ramas delgadas sin follaje de varios árboles. No podía frenar la urgencia de recibir la tibieza del sol en un banco de plaza. Cerró los ojos y sintió el leve ardor de los primeros rayos solares en la cara. Al abrirlos el lugar se infestaba de personas ejercitándose, chicos jugando, parejas sonrientes. Quiso imaginar esa tarde desde la perspectiva de esa gente. Caviló días posibles, sin ella o con ella, pero desde un ángulo casi cinematográfico ligeramente detectable en la primera escena para luego desaparecer.   
Un hombre se sentó al lado y habló. Ella lo miró capturando la mayor cantidad de cuerpo, sin mostrar ese síntoma de inseguridad que solía sentir en el primer contacto. Hizo el trato y caminaron a la casa del desconocido. A mitad de una cuadra cruzaron una puerta y se internaron en un largo pasillo con mosaicos rotos. La segunda puerta que abrió el hombre estaba sin llave. El lugar era chico. Donde terminaba un mueble empezaba otro. El piso era de un color opaco y solo brillaba el camino marcado de la cama al baño. Dijo llamarse Damián y sonrió mostrando dientes amarillos que a cierta distancia daban la sensación de ser alambres oxidados que le cosían la boca. Un gato con manchas marrones y negras maulló y caminó con indiferencia hacia un recipiente de plástico con comida, al lado de la cocina sucia de grasa. Damián ordenó que se acostara boca abajo. Ella obedeció. Al rato sintió jadeos pegajosos cerca del pelo y se concentró en el gato que lamía satisfecho sus patas. 

El atardecer pardo parecía helar más el aire. Llegó a la casa. Oscarcito con el torso sobre la mesa dibujaba con muchos colores en un papel blanco. Ella preguntó si ya había hecho los deberes de la escuela mientras guardaba en una lata de aluminio con tapa de plástico varios billetes. Se acercó al hijo y le volvió a consultar. El chico asintió con la cabeza y alzó el dibujo. Explicó que eran ellos dos mirando una enorme casa aureolada por un arcoíris. La mujer enfatizó palabras de alegría. En seguida encendió el televisor y con el control remoto buscó una película. No le gustaban las series, las novelas ni los programas de chimentos. En el lazo que duraba un film podía perderse, vaciarse de sí misma y de las cosas que la rodeaban. 
Después de la cena y de hacer dormir a Oscarcito se metió debajo de la ducha. El agua caliente parecía una voz calma que la envolvía y ayudaba a desprenderse de la arenosa carga de cuerpos ajenos. Luego rápidamente se acomodó entre las sábanas con el pelo mojado para cortar con el frío que dejaban en el ambiente las paredes manchadas de humedad.

En los límites de la tarde y en la casi soledad de la plaza comenzaba a tiritar. Se propuso esperar hasta que el crepúsculo desapareciera por completo, que renaciera hacia adentro, como decía Oscar, su finado padre. Entonces un viejo se sentó en el extremo del banco. Del bolsillo sacó un puñado de semillas de mijo al que arrojó al césped y contempló a las palomas y gorriones picotear mecánicamente. Luego la miró. Ella vio los ojos tajantes de libidinosidad marcados por párpados cansados, sosteniendo la piel flácida de las arrugas. Él preguntó. La mujer contestó con la cifra y el otro aceptó. 
Caminó al ritmo del viejo hasta que llegaron a un chalet de tejas rojas. El hombre abrió las rejas y posteriormente cruzaron la puerta de madera lustrada. Delante de ella se desplegaba un living espacioso. Con inquieta mirada indagó cada rincón del lugar: los muebles, las lámparas, los cuadros, el desusado piano vertical, el hogar con leña de puntas carbonizadas, la alfombra. Subieron por una escalera y llegaron a una habitación. El anciano se sentó jadeante en la cama, trató de tomar aire y con el dorso de la mano corrió gotas de sudor. Entre ademanes inconclusos avisó que necesitaba recuperarse un poco y pidió que ella empezara a desvestirse. Obedeció displicente mientras escrutaba el cuarto. Luego se acomodó arriba del cuerpo blando y glutinoso de transpiración fría que soltó un resuello. Enseguida vio como una risa acalambrada y los ojos bien abiertos quedaron fijos cuando detuvo los movimientos de cadera. El brazo izquierdo al igual que todo ese costado mostraban manchas violáceas. Las comparó con las que brotaban en la pared de su casa. Acercó el oído a la boca del viejo, no respiraba. Se vistió y buscó plata en las ropas que estaban en el piso. Era de noche y no había estrellas cuando salió y subió a un taxi. 

Oscarcito dormía con la cabeza apoyada en la mesa cerca del televisor encendido. Lo acostó y luego se duchó. Con el pelo mojado volvió a salir y detuvo otro taxi para llegar al chalet. 
Entró a la habitación. El viejo mantenía los ojos clavados en el techo, como un ciego. Se acercó y con fuerza lo colocó de costado. Luego se acostó detrás de él tiritando de frío y cruzó el abrazo en el cadáver todavía tibio.
Sintió que ella hizo fuerza para detener el sueño y despertar. Miró el reloj que había sobre la mesa de luz. Se vistió y salió. Las calles estaban mojadas y un arcoíris cruzaba el cielo. A Oscarcito le gustará mucho mirarlo, tanto como al nuevo hogar, que solo necesita algo de limpieza, pensó.    







Hugo Díaz. (Santa Isabel) Reside en Rosario, Argentina. Estudió Letras. En la actividad literaria comenzó escribiendo poesía. Algunas de ellas fueron publicadas en antologías. En género cuento ha obtenidos premios en distintos concursos literarios, como primer puesto en IV concurso Litteratura de Relatos y Poesía, Barcelona. También colaboró en revistas literarias nacionales y del extranjero. Ha publicado Lazos brutales, cuentos (2020) y la novela El mal del reflejo (2021). 

Photo by Lucija Ros on Unsplash.

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