—Dame un momentito, no más—, dijo el viejo paseando los ojos por el tejado cóncavo de su habitación, una mole atravesada por vigas de madera como si fuese el costillar de una bestia que lo estuvo protegiendo allí desde su infancia.
—Vamos, pa —Lo afana Venancio—. Quel camino hasta el pueblo es largo, viejo.
Una última mirada y las paredes se diluyen entre la cal y las siluetas multicolores de una vorágine de pasados que confluyen. La luz ya casi no entra porque le han tapiado los umbrales con tablones cruzados, maderos que antes hacían de cajas para la colecta de fruta, que sigue en el jardín, sin caer, cogida de las ramas como si nada estuviese pasando; para ella, son otros los peligros de este mundo, es otra clase de pájaro la que atormenta su existencia.
El viejo se decide a mejor dejar de pasearse entre los bullicios de esas sombras colorinas que joroban sus párpados y le aguan los ojos, «Así es más berraco», se dice en tanto sus pies se fuerzan en garbear por última vez el pasillo que lo lleva afuera.
—Volveremos, viejo, te lo juro, por amá y su recuerdo, que volvemos—, dice su único hijo con el deje de quien no se cree lo que está diciendo, ¿pero, y qué otra cosa le iba a prometer a su padre que nació en esa casa? No más que ha salido y Venancio se pone a martillar, el padre no sabe si es para que no entren los vivos o que no les dé por escaparse a los recuerdos que han quedado dentro, pero cada golpe le da en el corazón, que empieza a llorar bajito para que la rabia no lo escuche.
—Ya está bueno, pues— Le dice el hijo a su viejo que mira los trastos que doblan la giba de Florilda, el único animal que no vendieron, ¡qué decir! regalaron, piensa el padre cuando ve los ojos fieles de su mula y entonces el corazón deja aventar un quejido que le revuelve la ira.
—No tenemos que irnos, mijo. Váyase usté. Coja a Florilda, pero yo me quedo. Venancio suspira. «Le entró otra vez la berraquera», piensa.
—Apá no empiece. Mejor hágale que ya esques tarde. Vea el sol ya por adonde va.
Sin decirle más, coge la brida, pero el viejo se ha quedado.
—Le va a entrar afán cuando oiga a los pájaros venir, apá. No se quede, no me haga esto. Se miran y así se quedan un rato. «Es que no puedo, mijo, los pies se me han clavado y están ahora enterrados con su amá y su hermano, con sus tíos y sus abuelos, con sus primos y hasta con los perros. Se clavaron y ya no se me salen». «Tienes que sacarlos, viejo. Si te quedas ahí soterrado me estarás enterrando a mí también». «No, mijo, usté no se entierre conmigo. Váyale pal pueblo, consígase una esposa y críe pelaos. Yo ya estoy viejo y no estoy pa´ viajes». «La casa está toa tapiada. ¿A dónde va a quedarse? Camine conmigo y conozca a sus nietos».
Veo a Venancio y su padre, con sus corotos cargados en la giba de Florilda, jorobados por las penas que rasca el sol del mediodía, caminan pa´l pueblo. Como la casa que dejan, empiezan también a tapiar sus recuerdos, huyéndole a la violencia de los pájaros achulados, los chulos, la chulavita, esos que todavía hacen tronar y riegan con sangre los campos de esta patria mía.
Juan Camilo Ramírez Rodríguez. Colombiano, nacido en Bogotá el 30 de octubre de 1983. Abogado de profesión, escritor por pasión y la necesidad irreprimible por contar algo. Primer latinoamericano en ganar el premio de relato histórico Hislibris, en su XIII Edición, con el relato “La Mala Tierra”. Escogido, con su relato “Influencer”, para integrar la antología del Segundo Concurso de Relato de Terror Zonaereader.
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