Es equivocado hacerse del exilado la imagen del que abdica, se retira y se oculta, resignado a sus miserias, a su condición de desecho. Al observarlo, se descubre en él un ambicioso, un decepcionado agresivo, un amargado que, además, es un conquistador. Cuanto más desposeídos estamos, más se exacerban nuestros apetitos y nuestras ilusiones. Incluso discierno alguna relación entre la desdicha y la megalomanía. El que lo ha perdido todo conserva, como último recurso, la esperanza de la gloria o del escándalo literario. Consiente en abandonarlo todo, salvo su nombre. Pero ¿cómo impondrá su nombre, si escribe en una lengua que los civilizados ignoran o desprecian?
¿Intentará otro idioma? No le será fácil renunciar a las palabras en las que perdura su pasado.
Quien reniega de su lengua para adoptar otra, cambia de identidad, léase de decepciones. Heroicamente traidor, rompe con sus recuerdos y, hasta un cierto punto, consigo mismo.
Fulano escribe una novela que, de un día para otro, lo hace célebre. Cuenta en ella sus sufrimientos. Sus compatriotas, en el extranjero, sienten celos de él: ellos también han sufrido, y quizá, más. Y el apátrida se convierte —o aspira a convertirse— en novelista. Resulta una acumulación de zozobras, una inflación de horrores, estremecimientos que aviejan. No se puede renovar el indefinidamente infierno, cuya característica propia es la monotonía, ni tampoco el rostro del exilio. Nada exaspera tanto en literatura como lo terrible; en la vida, es demasiado evidente como para que se repare en él. Pero nuestro autor persiste; por el momento, oculta su novela en el fondo de un cajón y espera su hora. La ilusión de una sorpresa, de un renombre que se resiste pero que da por descontado, le sostiene; vive de la irrealidad. Tal es, sin embargo, la fuerza de esta ilusión que, si trabaja en una fábrica, lo hace con la idea de ser arrancado de ella un día por una celebridad tan súbita como inconcebible.
Igualmente trágico es el caso del poeta. Encerrado en su propia lengua, escribe para sus amigos, para diez, para veinte personas a lo sumo. Su deseo de ser leído no es menos imperioso que el del novelista improvisado. Por lo menos tiene sobre éste la ventaja de poder colocar sus versos en las pequeñas revistas de la emigración que aparecen al precio de sacrificios y renuncias casi indecentes.
Fulano se transforma en director de la revista; para hacerla durar, se arriesga al hambre, se aparta de las mujeres, se entierra en una habitación sin ventanas, se impone privaciones que confunden y espantan. La masturbación y la tuberculosis son su ganancia.
Por poco numerosos que sean los emigrados, se constituyen en grupos, no para defender sus intereses, sino para cotizar, sangrarse, a fin de publicar sus pesares, sus gritos, sus llamadas sin eco. En vano buscaríamos una forma más desgarradora de gratuidad.
Que sean tan buenos poetas como malos prosistas depende de razones bastante sencillas. Examinad la producción literaria de cualquier pequeño pueblo que no cometa la puerilidad de forjarse un pasado: la abundancia de poesía es el dato más chocante. La prosa exige, para desarrollarse, un cierto rigor, un estado social diferenciado y una tradición: es deliberada, construida; la poesía brota, es directa, o completamente fabricada; privilegio de los trogloditas y de los refinados, sólo florece más allá o más acá, pero siempre al margen de la civilización. En tanto que la prosa exige un genio reflexivo y una lengua cristalizada, la poesía es perfectamente compatible con un genio bárbaro y una lengua informe. Crear una literatura es crear una prosa.
¿Qué hay de más natural que el que tantos no dispongan de ningún otro modo de expresión más que la poesía? Incluso los que no están particularmente dotados obtienen en su desarraigamiento, en el automatismo de su excepción, ese suplemento de talento que no habrían encontrado en una existencia normal.
Bajo cualquier forma que se presente, y sea cual sea su causa, el exilio, en sus comienzos, es una escuela de vértigo. Y el vértigo no es cosa a la que a cualquiera le sea dada la suerte de llegar. Es una situación límite y algo así como el extremo del estado poético. ¿Acaso no es un favor ser transportado a él de golpe, sin los rodeos de una disciplina, por la sola benevolencia de la fatalidad? Pensad en ese apátrida de lujo, Rilke, en el número de soledades que le fue preciso acumular para liquidar sus ataduras, para tomar tierra en lo invisible. No es fácil no ser de ninguna parte, cuando ninguna condición exterior os obliga a ello. El mismo místico no alcanza el desapego más que al precio de esfuerzos monstruosos. ¡Arrancarse del mundo, qué trabajo de abolición! El apátrida lo lleva a cabo sin sufragar los gastos, por el concurso —por la hostilidad— de la historia. Nada de tormentos ni vigilias para que se desprenda de todo; los acontecimientos le obligan a ello. En cierto sentido, se parece al enfermo, quien, como él, se instala en la metafísica o en la poesía sin mérito personal, por la fuerza de las cosas, por los buenos oficios de la enfermedad. ¿Absoluto de pacotilla? Quizá, pero no está probado que los resultados adquiridos por el esfuerzo superen en valor a los que derivan del reposo en lo ineluctable.
Un peligro amenaza al poeta desarraigado: adaptarse a su suerte, no sufrir más por su causa, complacerse en ella. Nadie puede salvar a la juventud de sus zozobras pero se desgastan. Lo mismo sucede con la añoranza del terruño, con toda nostalgia. Los pesares pierden su lustre, se marchitan y, a pesar de la elegía, caen pronto en el abandono. ¿Qué hay entonces de más normal que instalarse en el exilio, Ciudad de Nada, patria invertida? En la medida en que se deleita en él, el poeta dilapida la materia de sus emociones, los recursos de su desdicha, como su sueño de gloria. Como la maldición de la que sacaba orgullo y provecho ya no le abruma, pierde, con ella, la energía de su excepción y las razones de su soledad. Expulsado del infierno, intentará en vano volver a instalarse en él, sumergirse en él de nuevo: sus sufrimientos excesivamente amortiguados le volverán indigno de ello para siempre. Los gritos de los que antaño estaba tan orgulloso se han vuelto amargura, y la amargura no se transforma en versos: ella le llevará fuera de la poesía. No más cantos ni más excesos. Una vez cerradas sus llagas, en vano hurgará en ellas para extraer algunos acentos: en el mejor de los casos, será el epígono de sus dolores. Le espera una decadencia honrosa. Falta de diversidad, de inquietudes originales, su inspiración se seca. Pronto, resignado al anonimato y como intrigado por su mediocridad, adquirirá la máscara de un burgués de ninguna parte. Helo ahí en el término de su carrera lírica, en el punto más estable de su desclasamiento.
«Integrado», asentado en el bienestar de su caída, ¿qué le queda por hacer? Deberá elegir entre dos formas de salvación: la fe y el humor. Si arrastra todavía algunos vestigios de ansiedad, los liquidará poquito a poco por medio de mil oraciones; a menos que no se complazca en una metafísica amable, pasatiempo de versificadores agotados. Si, por el contrario está inclinado a la burla, minimizará sus derrotas hasta el punto de alegrarse de ellas. Según su temperamento, pues, hará ofrendas a la piedad o al sarcasmo. En uno y otro caso, habrá triunfado sobre sus ambiciones, como sobre su mala suerte, para alcanzar una meta más alta, para llegar a ser un vencido decente, un réprobo conveniente.
Emil Cioran (Acerca de este sonido /eˈmil t͡ʃjoˈran/ (?·i) –a veces llamado de forma afrancesada Émile Cioran– Răşinari, 8 de abril de 1911-París, 20 de junio de 1995) fue un escritor y filósofo pesimista de origen rumano. La mayoría de sus obras se publicaron en lengua francesa, debido que Cioran vivió la mayor parte de su vida en París, Francia desde 1941 hasta su muerte. Nota biográfica completa.
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