Al calor del verano

Entre la sofocación más absoluta, la distancia y la sed, tenía las piernas rectas, como si quisiera sentirme anclado; y entre los dientes, un cigarro — rodeado de los gustos de la multitud y del humo, los buscadores de personalidad, los vacíos habladores.

La temperatura seguía aumentando y la humedad era una constante, reduciéndose a la tarea de quemar. Las planchas no dejaban de calentarse, de freír. Agregando calor al calor en espacios cerrados con la desproporcionada potencia de una fuente. Y abriendo las válvulas de cerveza, los grifos. Y abriendo la boca para alimentar a un parásito caprichoso al que le gusta ser así, invisible y matón.

De día y de noche, pensaba en caminar, en preguntarme si llovería, apartando la barbilla del pecho para contemplar la luz enceguecedora que provenía del sol e inmediatamente tenía que cambiar la dirección de mis ojos. Después, veía el paisaje que había quedado atrás: solo entre tantos que no existían más que como la ejemplificación de la especie.

Agotados, con las bocas secas, sudando porque son humanos y viven entre los humanos, en los raros momentos en los que se adquiere protagonismo por placer, dicen que uno tiene que sentirse perpetuamente agradecido y consolado, porque vive entre el raciocinio de aquellos que aciertan en la construcción de las reglas.

Un instante, un episodio, un hombre calcinado que observa y siente los paralelismos del fuego.



Fotografia de Jake Givens  (en Unsplash). Public domain.

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