A mi padre
El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago (1922-2010), se compone de tres partes: primero, la descripción de un grabado de la Crucifixión (primer capítulo); segundo, la historia de José a partir de la concepción de Jesús y hasta su muerte, la de José, en la cruz; y, tercero, las investigaciones de Jesús en la adolescencia hasta su juicio y muerte. Revisemos las dos primeras partes de la novela del escritor portugués.
El primer capítulo es una descripción del icono cristiano de la crucifixión, a saber, la versión novelada del icono y el pasaje bíblico: “En este lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otros muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él, en definitiva, este a quien miran José de Arimatea y María Magadalena, este que hace llorar al sol y a la luna, este que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es ésa, pues el Bien y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la ausencia del otro.”
Al final del capítulo, el escritor portugués llama la atención sobre un detalle del grabado, insignificante o no, pero, en definitiva, trascendente por ser un gesto humano: “Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado. Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible.”
José Saramago lleva al personaje de Jesús al ámbito de la novela, del arte de la prosa de la vida, y, antes de morir, Jesús será objeto aún de un gesto intrascendente, tanto es así que luego será mal interpretado, cuando un personaje anónimo, mientras jinetes practican acrobacias ecuestres, indiferentes al episodio culminante de la Crucificción, alivia la sed mortal del condenado a suplicio, sin embargo, este personaje, con limitadas fuerzas, no hizo distinción alguna entre los tres crucificados, por el hecho mismo de que el asesinato, el dolor y la pena son asuntos de este mundo y pertenecen a la prosa de la vida.
Saramago, en efecto, llama la atención sobre la excepcionalidad de Jesús, que, a pesar de no ser el único hombre que sufriera la tortura de la cruxificción romana, sí es señalado por la historia, mas no es despojado de su carácter humano, al contrario, este es subrayado por el novelista lusitano, ya que Jesús no comprende que entre el Buen Ladrón y el Malo no hay diferencia y que de esto asuntos mundanos la historia señala lo que la memoria conserva para bien o para mal, y, por lo demás, a los lectores nos corresponde intentar comprender las vicisitudes, gestos y actitudes de los personajes del arte de la novela que inicia con Cervantes.
En el siglo IV de nuestra era, con los principales concilios realizados en África, Frigia, Egipto y Roma, se consolidó la lista oficial, definitiva con el concilio de Cartago en el año 397, de los escritos que debían pertenecer al Nuevo Testamento, lo que se conoce como el canon. Así se distinguió entre textos canónicos y apócrifos.
En un principio, el significado que se le daba al adjetivo “apócrifo” tenía otro sentido del que se le da actualmente. Como apócrifos se designaba los textos que debían permanecer escondidos (como lo indica su etimología: del latín “apocry̆phus”, del griego “apókryphos”, oculto) a la mayoría de los creyentes y reservarlos para quien se iniciara en el estudio de las Escrituras. Luego, el adjetivo adquirió el significado de textos falsos, hasta derivar en un sentido que los condenaba como desviaciones de las Sagradas Escrituras.
Lo anterior es justificable, en cierta medida, desde los Apócrifos mismos, otro poco es consecuencia del azar, como sucedió en la selección del canon: hubo apócrifos que fueron, durante algún tiempo, considerados canónicos y canónicos que fueron considerados apócrifos. Con todo y estas consideraciones, no se puede negar la influencia que han ejercido los Apócrifos en la tradición cristiana, en el arte religioso y en la literatura.
Es poca la información que se encuentra en los Evangelios canónicos sobre José, “el padre putativo de Jesús”; a más de estas fuentes, se puede indagar sobre la vida de este personaje bíblico en el Protoevangelio de Santiago y en la Historia de José el Carpintero. Por su parte, José Saramago recrea los hechos concernientes al padre nutricio de Jesús en la segunda parte de El Evangelio según Jesucristo.
Existen diferencias notables entre lo que se cuenta en el apócrifo Historia de José el Carpintero y lo que se dice en la novela de Saramago respecto al carpintero oriundo de Belén. En el primero, se narra que José, viudo con seis hijos, se une “en calidad de consorte” a la Virgen María y muere a los ciento once años bajo el cobijo de Jesús. En la segunda, el escritor lusitano nos muestra un José joven, casado con María y con nueve hijos, entre ellos Jesús; este personaje muere a los treinta y tres años y vive con angustias existenciales y el remordimiento que le genera la culpa de no haber advertido las intenciones de Herodes a los pobladores de Belén. En fin, José Saramago, en esta segunda parte de El Evangelio según Jesucristo, nos proporciona detalles sobre la vida de este personaje llamado José, recreación, por lo demás, que intenta arrojar luz sobre nuestra condición humana como seña de identidad del arte de la novela.
Fuentes
Rops, Daniel (introducción), Evangelios Apócrifos, Ciudad de México, Porrúa, 2003.
Saramago, José, El Evangelio según Jesucristo, Ciudad de México, Suma de Letras, 2001.
El telón en La Jornada del domingo, 17 de julio de 2005, año 21, n.° 7505, por: Milan Kundera.
Bernabé Galicia nació en la Ciudad de México en 1981. Ha publicado poemas, artículos y ensayos, así como el monólogo ¿Le pasó esto alguna vez a Cervantes? (Herring Publishers, 2013). Participó en el VI Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro. Fue coordinador editorial de ACADEMUS. Revista de análisis de arte, ciencia y cultura multidisciplinario. Ha impartido talleres de creación literaria y redacción académica para la Universidad Autónoma de Querétaro. Fue corrector de estilo y planas para el periódico Por Esto! de la Península de Yucatán. Ha sido traducido a la lengua totonaca y sus poemas han sido incluidos en las antologías del Grupo Cultural OCCEG de Papantla, Veracruz, Arpegios de la palabra y Las vainas de mi palabra.
Fotografía de Mateus Campos Felipe (en Unsplash). Public domain.
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