'Panegírico y taberna', un texto de Jonathan Lethem

     
El año que Rose Angrush Zimmer se enamoró de Archie Bunker fue el mismo en que comenzó a asistir a funerales de desconocidos. También fue la época en que sus rondas empezaron a ser cada vez más aleatorias, su vieja órbita de vigilante alrededor de Sunnyside se volvió cambiante y extraña, hasta que se descentró del todo.
   ¿Qué diantre perseguía yendo a los funerales?
   Empezó con Douglas Lookins. Douglas Lookins había sucumbido sin previo aviso a una embolia meses después del fallecimiento a cámara lenta de Diane por causa de su preciada selección de dolencias. En una imitación perfecta del amante esposo, como si fuera incapaz de imaginarse la vida sin ella. Otro brochazo a la obra maestra de la indignidad que aquella aventura había supuesto para Rose, quien, no obstante, acudió a despedirse de él. Una majestuosa ceremonia policial en el cementerio New Calvary de Maspeth, en una loma nublada, donde desaparecer en el mar de lápidas que se veía desde la autopista de Long Island. Rose era la única cara blanca aparte de la del superior de Douglas, un comandante al que ella había conocido. Se sentaron juntos; fácilmente podrían haberla tomado por su esposa. Daba igual. A Cicero, ya un hombre, también se le veía algo tieso con su traje de novato de Princeton y no muy contento de que la muerte de su padre lo hubiera devuelto a aquel universo de rudos polis negros y sus sufridas familias. Rose le dio un abrazo frío, sin que ninguno de los dos derramara una lágrima, y le dijo que la llamara cuando quisiera, si quería. Por lo demás, prácticamente no habló con nadie. Un arte que había perfeccionado en cientos de ocasiones y que no le supuso el menor esfuerzo.
   A continuación, el horror de esparcir con la comuna las cenizas de Miriam, mezcladas con las de Tommy, en el «jardín» comunitario de la calle Ocho Este, pasada la avenida C: un solar vacío. ¡Un solar vacío! La zona cero para una infancia en el gueto o algo peor: el Lower East Side, con tantos agujeros, recordaba a las películas rodadas en el Berlín de posguerra. Bueno, había pensado con amargura Rose, ¡al menos está en Manhattan! Con seis meses de retraso y sin la presencia del niño, al que Rose sospechaba que mantenían alejado de ella. Allí, Rose no dijo palabra. Los asistentes cantaron y se balancearon cogidos de los brazos entre el humo de la marihuana, por lo visto los rumores del final de la escena de la calle MacDougal eran exagerados. Rose se marchó antes de que concluyera la demostración de amor.
   ¿Lenny? En una caja camino de Israel.
   De modo que Rose salió en busca de un funeral como es debido y, para su sorpresa, resultó que se refería a un funeral judío.
 Quizá se hubiera vuelto meshuggah ahf toit, quizá hubiera enloquecido de pena. Quizá fuera una de esas personas que, al perder a todos los seres queridos en un cataclismo, buscan situaciones anónimas que además ejemplifiquen el dolor. Posiblemente no fuera una locura, o quizá fuera una locura pero no por lunática sino por audaz. Tal vez el truco consistiera en difuminar y despersonalizar el luto y también en congelarlo, en consolidarlo como una ocupación permanente. Los judíos lloramos la pérdida, no tiene más, ni nada de nuevo. Dejadme ir a seis millones de funerales, quizá después se me pase. Para entonces mis muertos serán como gotas de lluvia en el mar. Olvidaré sus nombres.
   Los funerales en Corona o en Woodside o en Forest Hills o incluso en Manhattan cumplían además una función más práctica: sacaban a Rose de casa, pero la catapultaban más allá de las inmediaciones de los Gardens, aquel laberinto de rencillas. Porque estaban agotándosele las reservas de rebeldía. Los funerales convertían Sunnyside en un vestíbulo, en una antesala de destinos más importantes. Y de vez en cuando, y además de hacer la compra y llevar las cartas a correos, Rose necesitaba salir de casa. Veía demasiado su espléndido televisor nuevo en color. Había días en que tenía la impresión de colarse por la pantalla hasta el jardín del Shea Stadium, un césped que se burlaba de su sempiterna indiferencia por la hierba. Se pasaba días ajustando el color, intentando equilibrar el destello escarlata de las mejillas de los actores de Ryan’s Hope.
   Así fue como un día Rose descubrió la telecomedia, curiosamente solo porque alguien le había comentado que transcurría en Astoria. Rose creía que había renunciado al amor hasta que le vio. Un racista paliducho con expresión compungida. Al principio apenas escuchaba lo que decía, solo oía la dolorosa música de su acento. Archie hablaba en tono monótono y entre dientes, una caricatura del indígena neoyorquino. ¿La reacción de Rose? Debería habérsela esperado, pero después de una vida entera de sorpresas fulminantes no dejaba de asombrarle que su fascinación por un macho en particular, fuera juez, policía o un simple capataz de una zona de carga, estuviera conectada a su sexo. ¡Era increíble que sus conexiones cerebrales todavía alcanzaran aquella región abandonada! Hacía una década que no la tocaba ningún hombre, a menos que contara el espasmo ridículo de su primo la noche que lo mataron. Por lo visto, para hacer reaccionar a Rose se necesitaba a un hombre cuya vanidad le pareciera absurda, porque estaba claro que era lo único que habían tenido en común sus hombres. Quizá necesitara que la vanidad de un hombre fuera lo bastante grande para anular la suya, para que las miradas obstinadas parecieran razonables.
   De modo que Archie se coló en su corazón y en sus entrañas.
   Sin Edith podría haber pasado… pero siempre tenían esposa, ¿verdad?
   Otros días Rose contemplaba los Gardens como si fueran la televisión. Si se quedaba mirándolos por la ventana de la cocina con suficiente persistencia, mientras se le enfriaba una taza de té en la mano, los habitantes se emborronaban, incluso aquellos que se paraban a saludarla, como si Rose sacara una fotografía mental con una exposición larga. Solo veía los edificios y las vallas y las plantas y la decadencia de los parterres y, a lo largo de los senderos, solo tiempo. Los nuevos propietarios habían balcanizado los jardines uno a uno. Una ración del planeta que pertenecía a todo el mundo había devenido mera propiedad privada, un pedazo de hierbas valladas del tamaño suficiente para una barbacoa de hierro o una silla de terraza de plástico, cobarde imposición de la visión de los derechos humanos estilo McCoy contra Hatfield. Habían reclamado incluso el camino. Ya no se podían cruzar los Gardens desde Skillman a la Treinta y nueve sin dar mil vueltas para esquivar las vallas nuevas.
   El problema de permitir que el fuego de tu mirada fundiera a los humanos hasta convertirlos en fantasmas era el siguiente: si después te mirabas las manos que sostenían la taza tibia, estas también habían desaparecido. No quedaba nadie para llorar por todo.
   Por lo tanto, Rose convirtió cada día en una ocasión para leer las listas de defunciones, ponerse pintalabios y un traje pantalón negro y dejar que el cadáver del ataúd representara todo cuanto se enterraba a diario: cuerpo, mente, mundo, creencias.
   Hasta que un día el nombre que leyó en el diario fue el de Jerome Cunningham, antes Jerome Kuhnheimer, y para la familia y los amigos «Stretch», y se preparó para el funeral, en Corona, y al asistir Rose descubrió que la vida dentro y fuera del piso, más en concreto, la vida a ambos lados del cristal abombado del televisor, se había mezclado.
    
    
   Ocurrió en la capilla de una funeraria cualquiera, adaptada con cuatro detalles judíos, un chal por aquí, una menorá por allá. El método de Rose consistía en reducir las probabilidades de que la reconocieran entrando la última y sentándose al final. Ya desde el principio aquel funeral fue raro, la tropa de Pendergast Tool & Die, la empresa donde trabajaba Stretch Cunningham, donde el pobre desgraciado se había deslomado toda la vida adulta en el muelle de carga, se mezclaba con dificultades con la familia judía. El difunto había tenido el coraje, o la idea estúpida, de anglicanizar Kuhnheimer a Cunningham, más blanco, anglosajón y protestante: única osadía de una vida por lo demás caracterizada, si habías de creer en los panegiristas de la ceremonia, solo por las monerías de Stretch. Por una firme negativa a tomarse las cosas en serio: lo que le granjeó el cariño de todos. Había muerto un chistoso.

Archie, aunque tenía que hablar en el funeral, llegó todavía más tarde que Rose. Irrumpió de repente mientras Edith le plantaba un yarmulke en la cabeza y, sin apenas preámbulo, subió al minúsculo altar de la capilla. El hombre, corpulento, iba embutido en un traje negro que probablemente llevaba guardado entre bolas de naftalina desde el último funeral, celebrado hacía varios años y diversas tallas de camisa. El cuello de esta y la corbata se ceñían para reprimir la rebelión de más abajo; por encima, el yarmulke mal puesto cubría las canas y contenía la explosión superior. Y en medio, la cara de Archie dibujaba un mapa de pálida carne de su alma. Sus rasgos delataban todo tipo de patetismo involuntario, estupefacción bovina, cólera pesimista y diversión astuta, sin tan siquiera disimular la crítica cruel que traslucían las comisuras de los labios y los ojos.
   —He trabajado codo con codo con Stretch durante once o doce años y, eh, le conocía bien. Bueno, no tan bien como creía… —Rose, aunque no comprendía cómo Archie podía colarse de aquella manera en su vida, entendió la broma a la primera. Archie, antisemita, no sabía hasta que entró en el funeral que su querido amigo era judío. Archie continuó—: Stretch era de esos que siempre están de buen humor, el tipo más alegre que he conocido, siempre riendo, contando chistes, y muchos sobre judíos…
   Archie le gustaba incluso más en persona, humillado delante de tantos judíos. Rose se rebeló por él, en nombre de la determinación maravillosamente inocente que le empujaba a continuar hablando. El hombre echaba de menos a su amigo Stretch y la muerte lo apabullaba y no obstante seguía allí plantado metiendo la pata sin huir despavorido ni echarse a llorar.
   Archie Bunker era, en verdad, un recién nacido disfrazado con un casco cada vez más viejo. Rose se perdía en el laberinto de la estupidez carismática de aquel hombre. Y luego Archie terminó, y nadie le ayudó a elegir la forma de bajar del altar. «Shalom», dijo en voz baja, echando un vistazo al ataúd al pasar, intimidado por haber pronunciado aquella palabra extranjera, que Rose tuvo la impresión de escuchar por primera vez en la vida.
   Sí, Archie. Tenemos una palabra para lo que quieres decirle a tu amigo Stretch, una palabra que no existe en ninguna otra lengua y, aunque existiera, tampoco la emplearías. Te parecería una palabra comunista y no la querrías ni regalada. Porque ¿qué significaba «shalom»? No solo «paz». ¿«Totalidad»? Puede. ¿«Reciprocidad»? Quizá también. Pero también «hola», «adiós» e incluso «buen viaje». «Todos los hombres son hermanos, sí, como tú quieras, pero ahora desaparece de mi vista, tengo asuntos más importantes que atender.» Quizá por primera vez en la vida Rose sintió el poder del judaísmo del que había abjurado, su influjo sobre la mente del lumpen estadounidense. Antes del surgimiento de las ideas que la habían separado de los judíos, Rose ya formaba parte de una conspiración internacional. Sí. Las Gentes del Libro, irónicas y sin estado. Tras los prejuicios contra los judíos se escondían el temor y el asombro, exactamente lo mismo que traslucía la expresión de Archie.
   Cuando el episodio terminó y apagó el televisor, Rose tuvo que acostarse, temblorosa. ¿Era posible? ¿Qué había pasado en el funeral? ¿Podría volver a contactar con él?
    
    
   Érase una vez, cada paso de Rose por la acera había sido el tic de alguna esfera moral, cada encuentro una vuelta de tuerca, cada saludo silencioso con la cabeza disparaba vergüenza en múltiples direcciones: No te quito ojo, amigo, así que no creas que eres tú quien me vigila. A tus amigotes les parecerás lo que quieras, pero aún me acuerdo de con quién te juntabas en 1952… ¡Conmigo! En el dilema del prisionero de las recriminaciones vecinales, Rose interpretaba al guardián, que recorría los corredores haciendo sonar las llaves con la confesión de todos guardada en el bolsillo de la pechera. Se había marchado de la fiesta antes de que acabara, sin admitir jamás que la excomunión en el último segundo le había ahorrado participar en la posterior contrición en masa, y no se sabía de dónde emanaba su autoridad. La única placa de Rose era su ceja arqueada, sus filiaciones —con polis, bibliotecarios, políticos locales—, tan imposibles de negar como de explicar. Había dado un salto mortal, ¡de subversiva a vigilante! Para Rose, salir de la cocina y caminar hasta la avenida Greenpoint significaba zarpar con la bandera profética cubierta por el hollín de un siglo entero de remordimientos. Su estandarte: las causas perdidas eran mejores que cualquier causa que algún día pudiera triunfar. Con la nube de la historia a rastras, Rose recorría kilómetros por la zona y su presencia hacía estremecer y callar a quienes la veían.
   El dolor personal era otra cosa. La reducía al nivel de los cotilleos prosaicos de los Gardens. Vestir el luto del doliente era penoso, no era bandera ni era nada. Rose captaba ecos insidiosos incluso en los silencios que sus ex camaradas improvisaban el tiempo justo para que pasara de largo por la calle. El pegamento de la paranoia política se secó, se pulverizó y voló, y resultó que la paranoia era lo único que para ella todavía daba sentido al vecindario. Lo que quedó después fue un puñado de viejos inofensivos que cuchicheaban sobre Florida y la muerte (Rose no sabría decir cuál de los dos destinos era peor). Los vecinos más jóvenes, para quienes Sunnyside era sencillamente el lugar donde se habían instalado, no la conocían.
   Rose, agotada, ya no acorralaba a nadie, ya no exigía que le presentaran a todas las caras nuevas: un lapso momentáneo que devino un largo deslizarse hacia el anonimato. Mientras premiaba con su silencio habitual a quienes la conocían desde hacía décadas y era incapaz de forjar nuevas relaciones con las parejas jóvenes que probablemente habrían respondido con educación perpleja, en la acera iba abriéndose un golfo entre Rose y el resto de los seres humanos. Costaba recordar la base radical que había convertido la indignación de Rose en garantía de idealismo, incluso a ella. Sin dicha garantía, Rose se parecía desconcertantemente a una vieja amargada. El silencio que en otro tiempo implicaba reprobación ahora era solo silencio. Si, asustado por la mirada o un gesto de aquella figura solitaria, algún recién llegado se molestaba en preguntar, obtenía la siguiente respuesta: «Una pena, a su única hija la mataron en Sudamérica». U otra más cáustica: «Un caso sin remedio. Una roja. El marido huyó en los años cuarenta y la hija probó suerte en Manhattan, pero por lo visto no estaba lo bastante lejos. Para encontrar a un hombre que la tocara tuvo que recurrir a un schvartze y hasta ese desapareció. Cualquier otra habría criado a su nieto huérfano, pero ella no. Mandaron al niño a Pennsylvania, con no sé qué secta».
   «¿Los cuáqueros no son una secta? Bueno, todos somos libres de opinar.»
   Al menos entre los judíos amargados que empujaban los carritos de la compra por los pasillos refrigerados las señoras del Holocausto podían arremangarse y mostrar los números grabados en el brazo. Rose necesitaba un tatuaje que dijera «Antifascista prematura».
   «Mira, una vez obligué a uno de Industrial Workers of the World a sentarse a hablar tranquilamente con un kropotkinista. Puede que a ti no te diga nada, pero en aquel momento el mundo pendía de un equilibrio muy precario.»
   En medio de las ruinas, y entre un funeral y otro, Rose caminaba, y caminaba lejos, hasta el Programa de Protección para Blancos del Gran Queens. En algún punto de la intersección donde 47th Road se cruzaba con 64th Terrace de camino a 78th Place y más allá, debería ser capaz de perderse por inmersión entre los incontables humanos que vivían, sin reconocimiento ni clemencia, en aquel sistema incomprensible de aceras numeradas. La gente, la gente: Rose había comenzado con la gente, cuando tenía dieciséis años y se atrevió a encararse a su padre en la mesa de Pascua. Si esta es una noche para preguntar, déjame que añada una pregunta: ¿Qué hace la esclavitud judía más conmovedora hoy día, con todo lo que sabemos, que cualquier otra versión actual del esclavismo? ¿Acaso no somos todos gente? Rose se había consagrado a la humanidad, que vivía sujeta a falsas divisiones impuestas por las ideas de la raza y el credo. Y no obstante su dedicación la había conducido a un distanciamiento desastroso, no solo de su padre y el judaísmo, sino de la humanidad. Fiel a sus percepciones, se había apartado de las células dirigidas por la Unión Soviética y plagadas de agentes del FBI. Había salido de allí con el sistema nervioso adaptado a entender el mundo como un conjunto de sistemas, instituciones, ideologías. Ahora pensaba: ¡Basta de policías y concejales! ¡Basta de alcaldes: es igual que reverenciar al Papa! Investías de poder a cualquier hombre, incluso a un judío, y terminaba seducido y corrupto, y en el caso de Manes, de cabeza al precipicio. Teniendo en cuenta que Rose era más inteligente y orgullosa que cualquiera de los hombres bajo cuya inverosímil autoridad había desperdiciado la mayor parte de su vida, tranquilizaba pensar que quizá se hubiera ahorrado un destino similar solo por la casualidad de ser mujer. Rose Angrush Zimmer jamás había sido elegida para nada más importante que la junta de la Biblioteca Pública de Queensboro, donde se sentaba, única mujer entre jueces, curas y comerciantes imbéciles, para apenas articular una palabra a cambio de todos los discursos que tenía que aguantar. Habría dado lo mismo que se dedicara a vaciar los ceniceros o preparar hamantaschen con semillas de amapola.
   Era solo su matriz lo que la había relegado a donde ahora creía pertenecer, entre las filas de los perdedores de la historia: la Gente. Se había mofado de la palabra «feminismo» cientos de veces cuando Miriam la proponía para describir la vida de su madre. Ahora tenía que sumar el arrepentimiento a aquella pérdida incomprensible, había terminado contemplando su vida desde el punto de vista de Miriam demasiado tarde para nada salvo una conversación con el fantasma de su hija por un teléfono que nunca sonaba.
   Enfrentado a la pérdida suprema, la muerte de un hijo único, un judío normalmente renunciaría a Dios. Esa renuncia, Rose la había presentado hacía décadas.
   Por tanto, ¿a qué podía renunciar?
   Al materialismo [...]


Texto perteneciente al libro «Los Jardines de la Disidencia», de Jonathan Lethem.

Fotografía de Reno Laithienne (en Unsplash). Public domain.


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