'La mascara', cuento de J. R. Spinoza.

De todas sus películas esa es mi favorita. Crecí viéndolo en pantalla, con sus gestos divertidos y la capacidad de hacer reír usando su voz. Creí que conocería al hombre de las mil caras, pero quien estaba frente a mí era un cadáver. Un hombre flaco y ojeroso, con la mirada perdida y barba descuidada. Usaba una gorra color verde alga y una chamarra negra. No me saludó, sólo se sentó frente a mí. 
—¡Pídeme una malteada!
Yo obedecí y me incluí un café y dos órdenes de waffles. Él volteó la cara cuando la mesera llegó, en un claro intento de no ser reconocido.
—Voy a encender la grabadora —le avisé, presionando el botón de grabar.
Jim asintió. Me miró por un instante y devolvió sus ojos a la mesa.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—Por donde quieras.
—Bien, nací un miércoles en…
—No…am… señor…Jim…podríamos ir un poco más adelante.
—Ya lo sé, sólo te estoy jodiendo —dijo, mirándome con calidez mientras esbozaba una fugaz sonrisa. El comediante estaba ahí —Siempre presentí que había algo podrido en la industria, ¿sabes? A inicios de 2007 me ofrecieron un papel en ICarly. Lo rechacé.
—¿Por qué?
—Creo que has escuchado los rumores del Sucio Dan. Yo me di cuenta de lo que hacía, lo descubrí en una de esas fiestas que solía dar en su casa con el elenco. Digamos que me salí de control, lo golpeé en el rostro. Y me sacaron de ahí. El abogado de Nickelodeon me demandó por cien mil verdes, los cuales cambié por mi silencio y la terminación del contrato. En ese momento debí hacer más ruido, cuando aún tenía poder. Después de eso me tenían en la mira. Poco a poco me dieron menos papeles, los que me llegaban a ofrecer eran mediocres al punto de lo absurdo, ¿recuerdas Los Pingüinos de papá?
Recordaba lo suficiente de la película para saber que era mala. Asentí con la cabeza y Jim siguió con su relato.
—El tiempo libre que me dejo la falta de trabajo lo invertí en averiguar más sobre la red de trata que se traían. No es sólo con niños, ¿sabes? Aunque no defiendo a los adultos, cada quien es libre de venderse si lo desea. Hollywood está metido hasta el cuello en toda clase de asuntos turbios. ¿Sabías que hay millonarios que pagan por ver personas mutiladas? Les causa alguna clase de placer enfermizo. Estuve haciendo una lista de personas relacionadas, yo no quería tener nada que ver con eso, así que me propuse evitar trabajar con ellas.
—¿Qué hay de Cathriona? —pregunté. A él se le descompuso la cara apenas mencioné el nombre. Hubo silencio. Unos minutos. Llegué a pensar que la entrevista terminaría ahí, hasta que dijo con una voz descompuesta:
—La co… conocí en el rodaje de Kick Ass 2.
Más silencio. La mirada perdida en su malteada.
—¿Era tu maquillista?
—Sí. Ella había cumplido 27, yo ya tenía 50. He salido con mujeres jóvenes, pero en aquellas ocasiones era cosa de una noche, les gustaba mi fama o mi dinero. Cat era diferente. Al principio me rechazó. Cuando la invité a salir me dijo que no, y que esperaba que fuese la última vez que lo intentara.
—¿No fue la última vez?
—Sí y no. Estaba dispuesto a jugarme una demanda de acoso laboral en mi segundo intento, después de todo, en el corazón no se manda. Así que me quedé hasta tarde, para sorprenderla con algunas flores. Investigué, le gustaban las gladiolas. Usualmente ella era la última en salir. Esperé en mi coche. Cuando se dio la hora de salida vi como unos sujetos encapuchados cargaban a una persona hasta depositarla en la cajuela de un automóvil.
—¿Era ella? —Jim dio un sorbo a su malteada y asintió —¿cómo lo supiste?
—Sólo lo supe. Ellos cerraron la cajuela y volvieron adentro, quizá olvidaron algo, quizá fue Dios, el destino o como quieras llamarle. Pero tuve una oportunidad. Bajé de mi vehículo y abrí la cajuela.
—¿No estaba cerrada?
—Debería haberlo estado. Sólo después pensé en lo extraño que era que no lo estuviera. Podría decirse que fue un segundo milagro. Ella no se movía. La cargué hasta mi coche y conduje a mi casa. Cuando despertó le comenté lo sucedido. Ella por su parte me contó como la mujer de la limpieza le había inyectado algo en el hombro.
—¿Llamaron a la policía?
—Sí. Pero los milagros no ocurren tres veces. Los oficiales fueron, investigaron, la señora de la limpieza desapareció, como si se la hubiese tragado la tierra y yo no pude reconocer a ninguno de los encapuchados. Seis días después Cat encontró una nota en la puerta de su casa.
—¿Qué decía?
—Vivirás por ahora.
—¿Y usted?, ¿ha recibido alguna nota?
—Sí. El día de la muerte de Cat.
—Después de su suicidio.
—Llámalo como quieras.
—¿Cuándo ocurrió?
—Cat y yo tuvimos una relación. Era inteligente, hermosa y con un gran sentido del humor. Aunque por las noches solían despertarla las pesadillas.
—Tenía terrores nocturnos.
—Gritaba como si la estuviesen matando. Se obsesionó con la secta de Hollywood. Descubrió mi lista de directores y la expandió. La pared de su cuarto estaba llena de recortes de periódicos, teorías y posibles implicados. Le pedí que lo dejara. Más de una vez. Ella se negó. Así que la terminé. Pensé que me buscaría, ¿sabes?, pensé que el amor sería más fuerte. Pero subestimé el poder del miedo.
—¿Qué pasó en el show de Jimmy Kimmel?
—Yo estaba molesto, por cómo habían afectado a Cat, así que planeé revelar información en el show, de manera que pareciera broma, pero golpeándolos en repetidas ocasiones.
—Vi el programa. Todo eso de los Iluminati…
—Parte de la broma. Las bromas a medias son más efectivas que las verdades categóricas. Pareció funcionar. Mucha gente ha denunciado los vicios de Hollywood desde entonces. Pero he pagado un alto precio. 
Otro silencio.
—¿Qué decía la nota?
—La encontré esa misma noche al llegar a mi casa. “Excelente show”.
—¿Era todo?
—Era una amenaza. No salí en días. Creí que la amenaza era para mí. Hasta que supe lo de Cathriona. 
—Ella…te dejó una carta.
—¡Pura maldita basura! 
He pasado ya tres días sin creerme que no estés aquí. Realmente no sé nada sobre entierros y esa clase de cosas. Tú eres mi familia, así que cualquier decisión que tomes será acertada para mí. Perdóname. Sencillamente no soy para este mundo.

Había memorizado la carta. La recitó con una de sus voces fingidas.
—Tenía más de un mes que rompimos. Pero no lo hizo público hasta tres días antes del suicidio.
—La asesinaron…
—Ahora ya sabes la verdad. Pero nadie va a creerte. Es parte de su juego. Dejar que estas teorías se esparzan sin desmentirlas ni aceptarlas. Le llaman disidencia controlada.
     Jim tomó un waffle con una servilleta. Con la otra mano apagó la grabadora. Se puso de pie y comenzó a caminar hacia la salida.
—¿Y cómo logras vivir con esto? —le pregunté justo cuando llegó a la puerta.
—Uso una máscara —dijo sin voltear.


J. R. Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Presidente del Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Miembro del Consejo Editorial de la revista delatripa: narrativa y algo más. Imparte el Taller para jóvenes Alquimia de Palabras. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021).


Fotografía de Felix Mooneeram (en Unsplash). Public domain.


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