Nunca voy a olvidar el sacrilegio hacia un pueblo. La calurosa tarde nos llenó de exiguas esperanzas, así salimos a la calle. El Capitolio, las plazas, los parques de La Habana olvidaron a los ingleses para ser tomados por los cubanos. Teníamos hambre, miedo, cansancio y la eufórica multitud avanzaba imparable como las incontenibles olas producidas por un huracán. Mis consignas eran sencillas “¡Comida y Libertad!” “¡Democracia para el pueblo!”, eran reclamos que para la
La abjuración del gobierno me tenía exhausto. Detuve mi paso a unos metros de la sede de la Asamblea Nacional, vestía el color de la paz y junto a otros nos fuimos congregando. Una turba sencilla, individuos que los constantes cortes de electricidad no les quitaban su luz interior. Calculé aproximadamente ocho mil integrantes dentro de la marcha.
Todo sucedió muy rápido, del propio grupo comenzaron las pedradas, golpizas, estrangulamientos, gritos. Luego comprendí que se trataba de policías disfrazados de civiles, infiltrados a la espera del menor filigrana para romper la huelga. A un sujeto le sacaron el ojo de cuajo producto a un bastonazo. Observé a una madre llorar mientras su hijo escupía los dientes en continuos chorros de sangre, la mayoría eran trasladados a los camiones cargados de militares que empezaban a llegar para mover a prisión a los capturados.
Todavía pienso en Oscar, no lo he vuelto a ver desde aquel entonces cuando intenté ayudarlo en la revuelta. Compañero de universidad, su avasallado físico era lacerado de forma abusiva por tres boinas negras, las patadas, ya en el suelo, no cesaban. Avancé para socorrerlo justo en el instante que la carnicería empezaba. Trajeron a los perros y los arremetieron contra la población, ultrajando telas y huesos. No creía que un gobierno fuera capaz de tanta aversión, odio y calumnias. No pude ayudarlo, —el pavor invadió y el caos producía carreras en todas direcciones—caí a una pequeña distancia y nuestros sentidos oculares se cruzaron. Me pareció oírlo musitar “Patria y Vida” mientras su cuerpo descabalado se apuraba a convulsionar, un líquido espumoso y amarillento salía de su boca. Era once de julio.
Después de múltiples vejaciones me trasladaron a un campamento, los guardias nos llamaron “los olvidados”, porque nadie más iba a saber de nosotros, nuestros familiares y amigos nos olvidarían. Escuché decir que el presidente había dado la orden de combate, tenían luz verde para cualquier forma de represión, también supe que contabilizaban siete muertos por todo el país, dos en La Habana, recé para que una de esas pobres almas no fuera Oscar.
Lo cierto es que estoy aterrado, no sé dónde me encuentro y llevo semanas sin comunicación. A lo lejos vituperan los centinelas, tratan de amedrentarnos, están molestos porque cerca de la entrada del aberrante sanitario pintaron con sangre Viva Cuba Libre. A cada rato sacan grupos de jóvenes y no vuelven, los que llevan un período más largo de encierro informan que los juicios sumarísimos empezaron y todos vamos a recibir nuestras condenas a tiempo; la “dictablanda” no perdona tales injurias.
Debo tener paciencia, soy estudiante, no fui violento, no tengo antecedentes penales, poseo la indomable esperanza mambisa. Supongo que no quieren que ningún testigo declare ante la prensa internacional…yo lo vi todo.
Walter Ferras, estudiante de la carrera Historia y Filosofía en la universidad de ciencias pedagógicas Enrique José Varona. De Cuba, La Habana.
Colaboracion con el Archivo Literario y Artístico Herederos del Kaos, texto “Excomulgada”.
Foto de Nate Cohen: pexels-public domain.
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