Dos sucesos de este año me indujeron a preguntarme por qué las ciudades norteamericanas en general y Nueva York en particular se toman todavía la molestia de existir. El primero fue un vuelo de vuelta al este desde St. Louis. Ocupaba el asiento de al lado una mujer elegante y agradable de Springfield, Missouri, que llevaba a su hijo de once años a ver a parientes de Boston. El hijo ya se había anotado unos puntos conmigo al sacar de su mochila un libro, en lugar de un videojuego, y cuando su madre me dijo que iban a pasar dos noches en Nueva York y que era la primera vez que su hijo visitaba la ciudad, le pregunté qué sitios pensaban ver. «Queremos ir al Fashion Cafe», dijo ella, «y queremos intentar salir en el programa Today. ¿No es lo de ponerte delante de esa ventana? Mi hijo quiere hacer eso».
Dije que no había oído hablar de aquella ventana, y desde luego parecía interesante, pero ¿no pensaban ver la Estatua de la Libertad y el Empire State Building? La mujer me miró de un modo raro. «También nos encantaría ver Letterman», dijo. «¿Usted cree que se pueden conseguir entradas?» Le dije que siempre podrían intentarlo.
El segundo suceso, tras este recordatorio de que para el resto del país, Nueva York es ahora un ciudad en gran parte mental —a lo sumo, un lugar para la transformación vudú de la imagen en carne—, fue un paseo que di hasta Silicon Alley, en el sur de Manhattan. Es un barrio donde el idilio entre los enrollados del centro y la revolución digital ha surgido de los dormitorios del piso más alto y establecido su hogar detrás de vidrio cilindrado; vi chicas con aire de maniquíes a las que no pillarías ni locas en el Fashion Cafe, formando un corro alrededor de monitoresmientras gurús con la cabeza rapada las ayudaban a configurar. El Cyber Cafe, en el 273 de Lafayette Street, es un fenómeno extraño. Según el dogma Web, no debería existir. «Cliquea, cliquea a través del cyberespacio», escribe William J. Mitchell en su reciente manifiesto, City of Bits. «Esto es un nuevo paseo arquitectónico… una ciudad no situada en ningún punto concreto de la superficie de la Tierra, más constituida por trabas de conexión y banda ancha que por la accesibilidad y valores inmobiliarios, que en gran medida funciona de una forma asincrónica, y habitada por sujetos incorpóreos y fragmentados que componen colecciones de alias y de agentes.» Pero a lo que más se parece el Cyber Cafe — por no hablar de los miles de clubs, galerías y librerías, ni de los cafés no cibernéticos que operan en el radio de una milla— es a un lugar de paseo anticuado donde ves y eres visto.
Dos Nueva Yorks, entonces: uno, una provincia virtual de Planet Hollywood; el otro, un lugar concreto de la superficie de la Tierra, poblado por jóvenes que, aunque incorpóreos y fragmentados, no pueden resistir el impulso de «estar allí». Entre el Nueva York que imaginan en Springfield y el Nueva York de Lafayette Street hay una desunión que me siento en condiciones de apreciar. Crecí en Missouri, y en los últimos quince años me he mudado a Nueva York seis veces. Nunca tuve un empleo o una comunidad ya preparada aguardándome.
Como escritor autónomo, puedo vivir donde quiera, y lo sensato sería que eligiera un lugar barato. Pero siempre que estoy en uno de ellos me siento impelido a «imponerme» de nuevo Nueva York, y ello a pesar de mi temor a vecinos con pianos y televisores, mi aversión al provincialismo neoyorquino y mi inmunidad a la «vitalidad cultural» de la ciudad. Cuando estoy aquí, paso muchísimo tiempo en casa; por lo general, voy a los museos y teatros sólo en el último minuto de pánico, antes de trasladarme a otro sitio. Y, por mucho que me gusten el Central Park y el metro, no tengo un ? irresistible por la Manzana en su conjunto. Tiene poco de la desolación conmovedora de Filadelfia, pongamos, y nada de la profunda familiaridad de Chicago, donde nací.
Jonathan Franzen (Chicago, Estados Unidos - 17 de agosto de 1959) es un escritor estadounidense, que saltó a la fama en 2001 con su novela Las correcciones, ganadora del National Book Award y que ha vendido 2,8 millones de ejemplares en el mundo (datos de 2010).
Fotografía de Yoav Aziz (en Unsplash). Public domain.
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