2 de julio de 1921
Chicago. Durante una temporada después de la promulgación de la Ley seca, una aureola romántica surgió en torno a la obtención de alcohol en Chicago. El bebedor astuto solía hacer signos cabalísticos al camarero atento. Florecieron los cultos del dedo en alto y el manoseo de la oreja. Había cierto orgullo en el hecho de «ser conocido». Todo esto ya ha pasado.
Quienquiera que desee ahora una copa en Chicago entra en un bar y se la sirven. Conocido o desconocido, la obtiene por setenta y cinco centavos. Puede afirmarse que nadie en Chicago está a más de tres manzanas de un bar donde el whisky y la ginebra se venden abiertamente en la barra.
Los visitantes de otras partes de Estados Unidos se quedan estupefactos. Parece increíble. Sin embargo, la explicación es sencilla.
En Chicago, la policía urbana no interviene para hacer cumplir la Enmienda número dieciocho. Chicago siempre votó por el alcohol y la policía de Chicago, con la espléndida mente bovina del «Toro» americano, sigue sin considerarla una ciudad seca.
Hay ocho agentes federales de la Ley seca en Chicago. Cuatro de ellos se dedican a la burocracia y los otros cuatro vigilan un almacén. Y, exceptuando el precio del alcohol, la ciudad está igual que antes de que la Ley seca se convirtiera en una realidad en el resto del país.
También está la cuestión de la cerveza. St. Louis era la ciudad estadounidense donde se fabricaba más cerveza. Cuando la Ley seca entró en vigor, los fabricantes de cerveza de St. Louis creyeron que su negocio había tocado a su fin y convirtieron inmediatamente sus grandes instalaciones en fábricas de refrescos. Chicago captó el aviso, pero no lo creyó ni por un momento. Cerraron una temporada y luego volvieron a fabricar cerveza —de la verdadera— con un mayor porcentaje de alcohol del permitido mucho antes de la Enmienda dieciocho.
Ahora presenciamos el interesante espectáculo de la lucha entablada por las fábricas de cerveza de St. Louis para lograr la aplicación forzosa de la Ley seca, porque el tremendo negocio de las fábricas de cerveza auténtica de Chicago, que trabajan al máximo rendimiento, está absorbiendo la demanda de sucedáneos.
Cuando las fábricas de cerveza empezaron a producir a escala de antes de la Ley seca, había mucha cerveza disponible en la ciudad, pero costaba cincuenta centavos el pichel. Entonces algunos bares y restaurantes comenzaron a reducir precios, y ahora la cerveza auténtica puede encontrarse a treinta centavos el pichel, quince centavos el vaso o cincuenta dólares el barril.
El otro día vi en un restaurante a tres policías montados ante sendos picheles de cerveza. Tenían los caballos atados a la entrada. Cuando estuvimos sentados en nuestra mesa, vino el maître y nos pidió que le perdonáramos un momento porque debía mover la mesa hacia un lado. Nos levantamos, empujaron la mesa y se abrió una trampa desde la cual cuatro camareros uniformados de blanco hicieron rodar doce barriles de cerveza. Los dirigieron por entre las mesas, pasando por delante de los policías, que miraron con cariño los grandes barriles marrones.
—Es la misma de antes, Bill —comentó uno—, la misma buena cerveza de antes.
Y hasta aquí sobre la actuación de la policía en torno a la Ley seca.
Como es natural, hay batidas. Todos los propietarios de bares que venden alcohol abiertamente tienen que pagar por la protección policíaca y eso mantiene altos los precios. Para combatir esta necesidad de cobrar precios elevados por las bebidas, ha hecho su aparición el Athletic Club.
El Nowata Athletic Club es un ejemplo de esta institución. Su razón de ser es eliminar el fondo semanal de soborno para la policía. Hasta ahora su éxito ha sido total.
Después de pasar por delante de un vigilante rubicundo, de ojos de lince, tocado con un sombrero hongo, que está en la entrada jugando con un timbre eléctrico, se suben tres tramos de escalera hasta las salas del club. La entrada está obstruida por una cadena que se quita tras la presentación de una tarjeta azul que lleva el nombre y el número del socio y el nombre del club. Una vez examinada, el socio puede entrar en el local.
El mobiliario del Nowata Club consiste en una serie de mesas y sillas. En cuanto uno se sienta, aparece un camarero negro con un número de bebidas igual al número de hombres que componen el grupo. El precio es de solo cincuenta centavos por vaso y el whisky ligeramente más viejo que el que se compra en los bares adyacentes.
—Fred —dicen al camarero—, aquí hay varios caballeros que quieren hacerse socios del club.
—Sí, señó —contesta Fred, muy digno—. Sírvanse escribí sus nombres en este troso de papel y tendré el honó de entregarles sus tarjetas de sosio.
Al cabo de poco rato los nuevos socios reciben sus tarjetas y de este modo se ve incrementado el número de socios del Nowata Club.
No se recuerda que nadie haya sido rechazado por el Nowata Club. Ahora tiene más de mil socios y promete ser pronto el mayor club de Chicago, al que pertenecen agentes de bolsa, agentes comerciales y hombres de los almacenes de La Salle Street.
La situación actual no puede durar en Chicago. El gobierno enviará a más agentes de la Ley seca o habrá una administración menos liberal, pero mientras tanto es curioso que una ciudad legalmente seca tenga el alcohol como una de sus ocupaciones principales.
(Texto perteneciente a «Ernest Hemingway, publicado en Toronto». Artículos para el Toronto Star, 1920 - 1924).
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