El giro del ventilador es demasiado lento; deposita algo de aire en mi cara pero no alcanza a secar la transpiración. Para colmo es tanto lo que demora en dar la vuelta completa… Hace calor; miro el reloj en la pared: ocho de la mañana. La sala de espera en la guardia del Hospital de Niños se encuentra llena de gente. Algunas madres con sus pequeños en brazos aguardan que las atiendan; otros, como yo, que salga el médico y diga cómo están nuestros hijos.
Me preocupa Diego: llevaba semanas en que a la noche se quejaba de un dolor en la cabeza y bastante cansancio en el cuerpo; hace un par de días empezó con los vómitos. Una o dos veces nomás, no obstante vomitaba. Es que comés mucho hijo, le decía yo; trataba de consolarlo, más en el fondo sabía que comía cada vez menos. Anoche volaba de fiebre, y a la madrugada a los vómitos se le sumó la diarrea. Lo subí a la pickup que en la estancia usamos para hacer las compras en el pueblo —Don Alejandro me dio permiso— y lo traje urgente al hospital.
Diego es un buen hijo; como su madre falleció pocos meses después que naciera, es el único que tengo. Con sus doce años me ayuda con el trabajo en el campo. A diario nos levantamos antes que salga el sol, ordeñamos las vacas, recorremos los corrales y nos vamos a controlar la soja. Al medio día comemos juntos; tiempo atrás, luego del almuerzo, se iba a caballo a la escuela, mas hace dos años el patroncito me dijo que tenía un trabajo para él, así que tuvo que dejarla. Al principio estaba muy feliz: le gustaba más disfrutar con la nueva tarea que pasarla sentado aburrido en su asiento en el aula. Sin embargo un día me contó, con lágrimas en los ojos, que extrañaba jugar con los chicos.
—¡Los hombres no lloran! —le dije mientras le di una palmada en la espalda, y se le pasó enseguida. Es que Don Alejandro lo necesita, y sus pedidos son órdenes, ya que si la estancia marcha bien él gana dinero y todos vivimos mejor. Además, me prometió comprarnos ¡un televisor! Cuando lo tengamos, al atardecer después del trabajo, Diego va a poder mirar los dibujos animados; y también algún programa, si es que lo hay, sobre esos aviones que tanto le gustan.
—Familiares de Diego Martínez —anuncia una voz de mujer en los parlantes de la sala.
Me paro, paso la mano por mi cara para secar el sudor, y voy hacia la puerta de la guardia. Entro y me atiende un Doctor que me hace varias preguntas.
—¿Desde cuándo tiene vómitos? ¿Y fiebre? ¿Cuándo le empezaron a salir esas manchas en el cuerpo? ¿Y a caérsele el pelo? ¿En qué trabaja? ¿No va a la escuela? —Da media vuelta y se va; una enfermera me indica el camino de regreso a la sala de espera, a la vez que me informa que a Diego lo pasarán a terapia intensiva.
Me cuesta caminar, mi cabeza parece dar vueltas; algunas personas lo notan y me hacen un lugar en el banco, me siento. Tantas preguntas me dejaron aturdido; el Doctor dijo que tendría que haberlo traído antes, que espera que no sea demasiado tarde:
—Estos trabajos ponen en riesgo las vidas.
Claro, para él es fácil: es médico y vive en la ciudad, seguro que tiene todo lo que desea. En cambio, nosotros vivimos en el medio del campo.
Alguien me ofrece agua, no contesto. Solo pienso en Dieguito: quiero tenerlo de nuevo conmigo, levantarnos temprano, recorrer juntos el campo y, por las tardes, mirarlo bajo el sol agitar contento su bandera mientras el glifosato que cae del mosquito amarillo refresca su acalorado cuerpo.
Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, Cuba, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. En 2018 fue publicado su primer libro: Lápiz clandestino. Actualmente prepara el segundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario