El sentido —o sinsentido— de la vida de Baudelaire, la continuidad del arrebato que le llevó de la poesía de la insatisfacción a la ausencia dada en el hundimiento, no están sólo marcadas por una canción. Una vida entera obstinadamente frustrada que Sartre, negativamente, atribuye a una elección, significa el horror a ser satisfecho, el rechazo de las coacciones necesarias para obtener provecho. La toma de postura de Baudelaire es de lo más acusado que pueda darse. Un pasaje de una carta a su madre expresa esa nueva negación a sufrir la ley de su propia voluntad…: «… resumiendo —nos dice—, esta semana se me ha demostrado que yo podía realmente ganar dinero y, con aplicación y tesón, mucho dinero. Pero los desórdenes precedentes, una miseria incesante, un nuevo déficit que superar, la disminución de la energía por las pequeñas preocupaciones y, por último, para decirlo todo, mi tendencia a la ensoñación, lo estropearon todo».
Es, si se quiere, un rasgo de carácter individual y, como tal, una impotencia. Es posible también considerar las cosas en el tiempo, juzgar como un acontecimiento —responde a una exigencia objetivamente dada— ese horror al trabajo, tan claramente unido a la poesía. Sabemos que ese rechazo, esa aversión, eran «sufridos» a sabiendas Por Baudelaire (representaban una decisión firmemente tomada); sabemos también que en varias ocasiones, miserablemente, sin descanso, se sometió al principio del trabajo: «A cada minuto, escribe en sus Diarios íntimas, somos aplastados por la idea y la sensación del tiempo. Y no hay más que dos medios para escapar a esa pesadilla, para olvidar: el placer o el trabajo. El placer nos desgasta. El trabajo nos fortalece. Elijamos». Esta postura no dista mucho de otras, formulada más arriba: «En todo hombre, a cualquier hora, se dan dos postulaciones simultáneas, una hacia Dios, la otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado: la de Satán, o animalidad, es una alegría en descender». Pero sólo la primera posición introduce datos claros. El placer es la forma positiva de la vida sensible: no podemos experimentarlo sin un gasto improductivo de nuestros recursos (nos desgasta). En cambio el trabajo es el modo de la actividad: tiene como efecto el aumento de nuestros recursos (fortalece). Por tanto «hay en todo hombre, a cualquier hora, dos postulaciones simultáneas», una hacia el trabajo (aumento de recursos), otra hacia el placer (gasto de los recursos). El trabajo responde a la preocupación por el mañana, el placer a la del instante presente. El trabajo es inútil y satisface, el placer, inútil: deja un sentimiento de insatisfacción. Estas consideraciones sitúan la economía en la base de la moral, la sitúan en la base de la poesía. La elección recae, siempre, en cualquier momento, sobre la cuestión vulgar y material: «partiendo de mis recursos actuales ¿debo gastarlos o aumentarlos?». Tomada en su conjunto la respuesta de Baudelaire es singular. Por una parte, sus notas están llenas de resoluciones de aceptar trabajo, pero en cambio su vida fue un largo rechazo de la actividad productiva. Llega a escribir incluso: «Ser un hombre útil siempre me ha parecido algo horrible». En otros niveles volvemos a encontrar la misma imposibilidad de decidirse por el Bien. No sólo elige a Dios, lo mismo que al trabajo, de forma puramente nominal, en realidad para pertenecer de una forma más íntima a Satán, sino que además ni siquiera puede decidir si la oposición es suya propia, interna (la del placer y el trabajo), o exterior (la de Dios y el diablo). Sólo es posible decir que él se inclina a rechazar su forma transcendente: de hecho, lo que triunfa en él es el rechazo a trabajar, y por tanto a ser satisfecho; si mantiene por encima de él la transcendencia de la obligación, es sólo para acentuar el valor de un rechazo y para experimentar con más fuerza la atracción angustiada de una vida insatisfecha.
Pero esto no es un yerro individual. El defecto de los análisis de Sartre es justamente contentarse con tal aspecto; y eso es lo que los reduce a aproximaciones negativas, que hay que insertar en el tiempo histórico para percibir su visión positiva. El conjunto de las relaciones producción-consumo se da ere la historia, la experiencia de Baudelaire se da en la historia. Tiene positivamente el sentido preciso que le da la historia. Igual que cualquier otra actividad, la poesía puede ser considerada desde el ángulo económico. Y también la moral, al igual que la poesía. Baudelaire, en efecto, con su vida, con sus desventuradas reflexiones, ha planteado solidariamente en esos dos terrenos el problema crucial. Es el problema que los análisis de Sartre tocan y evitan al mismo tiempo. Se equivocan al presentar la poesía y la actitud moral del poeta como resultado de una elección. Incluso admitiendo que el individuo haya elegido, el sentido total de un poema de Baudelaire no está dado socialmente en las necesidades a las que respondió. El sentido total de un poema de Baudelaire no está dado en sus errores, sino en la espera históricamente —generalmente— determinada, a la que respondieron esos «errores». Aparentemente, elecciones análogas a la de Baudelaire eran, según Sartre, posibles en otras épocas. Pero, en otras épocas no tuvieron como consecuencia poemas semejantes a Las Flores del Mal. Al despreciar esta verdad, la crítica explicativa de Sartre, introduce perspectivas profundas, pero no puede explicar la plenitud con que en nuestro tiempo la poesía de Baudelaire invade el ánimo (o sólo lo explica por negación, y de este modo la crítica negativa adquiere el sentido, inesperado, de una comprensión). Sin hablar de un elemento de gracia o de suerte, la «innegable tensión' de la trayectoria de Baudelaire no expresa sólo la necesidad individual, sino que es la consecuencia de una tensión material, históricamente dada desde fuera. El mundo, la sociedad en el seno de la cual escribió el poeta Las Flores del Mal, tenía a su vez, en tanto que superaba la instancia individual, que responder a dos postulados simultáneos que no dejan de exigir del hombre una decisión: la sociedad, lo mismo que el individuo, tiene que elegir entre velar por el futuro y el instante presente. Esencialmente, la sociedad se funda en la debilidad de los individuos que ella, con su fuerza, compensa: es, en un sentido, lo que el individuo no es, ya que está unida en primer lugar a la prioridad del porvenir. Pero en cambio no puede negar el presente, y le deja una parte con respecto a la cual la decisión no está absolutamente determinada. Es la parte de las fiestas, cuyo momento difícil es el sacrificio». El sacrificio concentra la atención sobre el consumo, a cargo del instante presente, de los recursos que, en principio, la preocupación por mañana exigía reservar. Pero la sociedad de Las Flores del Mal no es ya esta sociedad ambigua que, aún manteniendo profundamente la primacía del porvenir, dejaba en lo sagrado (por otra parte disfrazado, camuflado ele valor de porvenir, en objeto transcendente, eterno, en fundamento inmutable del Bien) la prelación nominal del presente. Es la sociedad capitalista, en pleno auge, que se reserva la mayor parte posible de los productos del trabajo para el aumento de los medios de producción. Esta sociedad había sancionado con el terror el lujo de los grandes. Se alejaba justamente del lujo de una casta que había explotado para su provecho la ambigüedad de la antigua sociedad. No podía perdonarle que hubiera consumido para fines de esplendor personal una parte de los recursos (de trabajo) que habrían podido ser empleados para aumentar los medios de producción. Pero desde los surtidos de Versalles a los embalses modernos, se interpuso una decisión que no coincidía sólo con la colectividad que se oponía a los privilegiados: en lo esencial, esta decisión opuso el aumento de las fuerzas productivas a los goces improductivos. La sociedad burguesa, a mediados del siglo XIX, eligió en el sentido de los embalses: introdujo en el mundo un cambio fundamental. En el tiempo transcurrido entre el nacimiento y la muerte de Baudelaire, Europa se empeñó en una red de vías férreas; la producción abrió la perspectiva de un aumento indefinido de las fuerzas productivas y asumió este aumento como fin. La operación, preparada desde hacía mucho tiempo, iniciaba una metamorfosis rápida del mundo civilizado, fundada en la primacía del porvenir, a saber, en la acumulación capitalista. Por parte de los proletarios, la operación había de ser negada, por estar limitada a las perspectivas de provecho personal de los capitalistas: suscitó la contrapartida del movimiento obrero. Entre los escritores, como puso fin a los esplendores del antiguo régimen y sustituyó las obras gloriosas por las utilitarias, provocó la protesta romántica. Las dos protestas, diferentes por su naturaleza, podían coincidir en un punto. El movimiento obrero, cuyo principio no se oponía a la acumulación, se proponía como finalidad, en la perspectiva del porvenir, liberar al hombre de la esclavitud del trabajo. El romanticismo, inmediatamente, daba una forma concreta a todo lo que niega, a lo que suprime la reducción del hombre de valores de utilidad. La literatura tradicional expresaba simplemente los valores no utilitarios (militares, religiosos, eróticos) admitidos por la sociedad o la clase dominante: la literatura romántica, aquellos valores que negaba el Estado moderno y la sociedad burguesa. Pero por revestir una Corma precisa, esta expresión no dejaba de ser dudosa. Con frecuencia el romanticismo se limitó a la exaltación del pasado, ingenuamente enfrentado al presente. No era más que un compromiso: los valores del pasado habían pactado a su vez con los principios utilitarios. El mismo tema de la naturaleza, en el que el enfrentamiento podía parecer más radical, no ofrecía tampoco más que una posibilidad de evasión provisional (además, el amor a la naturaleza es, en realidad, tan conciliable con el primado de lo útil, es decir, del mañana, que ha sido el modo de compensación más propagado —y el más anodino— de fas sociedades utilitarias: nada hay evidentemente mocos peligroso, menos subversivo, en fin, menos salvaje, que el salvajismo de los peñascos), La posición romántica del individuo es una posición más consecuente a primera vista: el individuo empieza por oponerse a la coacción social, en tanto que existencia soñadora, apasionada y rebelde a la disciplina. Pero la exigencia del individuo sensible no es consistente: no tiene la firme y duradera coherencia de una moral religiosa o del código de honor de una casta. El único elemento constante de los individuos aparece en el interés por una suma de recursos crecientes que las empresas capitalistas tienen la posibilidad de satisfacer plenamente. Hasta el punto de que el individuo es el fin de la sociedad burguesa tan necesariamente como el orden jerárquico era el fin de la sociedad feudal. A esto se suma el que la búsqueda del interés privado es la fuente, al mismo tiempo que el fin, de la actividad capitalista. La forma poética, titánica, del individualismo es una respuesta ante el cálculo utilitario: excesiva, pero al fin y al cabo una respuesta: en su forma consagrada, al romanticismo no pasó de ser una versión antiburguesa del individualismo burgués. Desgarramiento, negación de sí, nostalgia de lo que no se posee, sentimientos todos que expresaron el malestar de la burguesía que, habiendo entrado en la historia unida al rechazo de la responsabilidad, expresaba lo contrario de lo que era, pero se las arreglaba para no soportar sus consecuencias e incluso para sacar provecho de ello. La negación, en la literatura, de los fundamentos de la actividad capitalista sólo tardíamente se desprendió de los compromisos. Fue ya en la fase de pleno auge y de desarrollo asegurado, pasado ya el momento agudo de la fiebre romántica, cuando la burguesía se sintió cómoda. La búsqueda literaria al llegar este momento dejó de estar limitada por una posibilidad de compromiso. Baudelaire, indudablemente no tuvo nada de radical —le acuciaba el deseo de no tener lo imposible como destino, de volver a caer en gracia— pero, como Sartre ayuda a comprender, sacó de lo vano de su esfuerzo lo que otros extraerían de la rebeldía. La idea es atinada: no tiene voluntad, pero a pesar suyo una atracción le mueve. La negación de Charles Baudelaire es la negación más profunda, ya que no es en ningún momento la afirmación de un principio opuesto. Expresa solamente el estado de ánimo bloqueado del poeta, lo expresa en lo que tiene de indefendible, de imposible. El Mal, que fascina al poeta en medida mucho mayor de lo que a él se entrega, es indudablemente el Mal, puesto que la voluntad, que no puede querer más que el Bien, no participa para nada en ello. Además apenas importa al fin y al cabo que se trate del Mal'': como lo contrario de la voluntad es la fascinación y la fascinación es la ruina de la voluntad, condenar moralmente la conducta fascinada es quizá, durante un cierto tiempo, el único medio de liberar plenamente la voluntad. Las religiones, las castas y recientemente el romanticismo también concedían su importancia a la seducción, pero la seducción entonces obraba con astucia, obtenía el asentimiento de una voluntad a su vez a la astucia. De este modo la poesía, que se dirige a la sensibilidad para seducirla, debía limitar los objetos de seducción que proponía sólo a los que la voluntad podía asumir (la voluntad consciente, que necesariamente plantea condiciones, que exige la duración, la satisfacción). La poesía antigua limita esa libertad que lleva aparejada la poesía. Baudelaire abrió en la masa tumultuosa de estas aguas la depresión de una poesía maldita que ya no asumía nada y que sufría sin defensa una fascinación incapaz de satisfacer, una fascinación que destruía. De este modo la poesía se desprendía de las exigencias que la venían desde fuera, las exigencias de la voluntad, para responder a una sola exigencia íntima, que la vinculaba a lo que fascina, que hacía de ella lo contrario de la voluntad. Hay algo más que la elección de un individuo débil, en esta determinación mayor de la poesía. No nos importa el que una tendencia personal, que afecta a la responsabilidad, pueda arrojar mayor o menor luz sobre las circunstancias de la vida del poeta. El sentido que para nosotros tiene Las Flores del Mal, es decir, el sentido de Baudelaire, es resultado de nuestro interés por la poesía. Ignoraríamos todo lo referente a ese destino individual, si no mediara el interés que pueden suscitar los poemas. Por eso no podemos hablar de él sino en la medida en que le ilumina nuestro amor por Las Flores del Mal (no aisladamente sino unidas al conjunto en que se incluyen). Desde esta perspectiva, la singular actitud del poeta hacia la moral es la que explica la ruptura que realiza: la negación del Bien en Baudelaire es, de modo fundamental, una negación de la primacía del mañana: la afirmación, mantenida simultáneamente, del Bien, participa de un sentimiento maduro (que a veces le guiaba en su reflexión sobre el erotismo): le revelaba regularmente y desgraciadamente (de una forma maldita) la paradoja del instante —al que sólo alcanzamos cuando le rehuimos, que desaparece si intentamos apresarle. Es probable que la posición maldita humillante— de Baudelaire pueda ser superada. Pero no hay en esa posible superación nada que justifique el reposo. La desdicha humillante se puede encontrar bajo otras formas, menos pasivas, más reducidas, sin escapatoria, y tan duras, o tan insensatas que se diría que son en realidad una dicha salvaje. La misma poesía de Baudelaire ha sido superada: la contradicción entre un rechazo del Bien (de un valor ordenado por la búsqueda de la duración) y la creación de una obra duradera compromete a la poesía en un camino de descomposición rápida, en el que la poesía se concibe, cada vez más negativamente, como un perfecto silencio de la voluntad.
(Texto perteneciente a «La literatura y el mal», Georges Bataille).
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