'Una larga nube de humo', texto perteneciente al libro 'Orient express - El tren de Europa', de Mauricio Wiesenthal

 
Tres golpes discretos se oyen en la puerta del compartimento y suenan en la madera lacada con un eco excitante que me recuerda el bullicio alegre de los tacones de una amiga lejana. Toc, toc, toc… Me parece que estoy soñando. Ella me suelta las manos, se echa hacia atrás y, con los labios entreabiertos, espera que la bese. Siempre ocurre así en las novelas.
A veces es el camarero que llama para el second sitting de la cena, o que trae el desayuno con el café humeante, la mermelada—densa, voluptuosa y con un aroma intenso de naranja—y los croissants, recién horneados en el comedor de la Gare de Lausanne. Con el servicio impecable, la bandeja de plata inglesa y la vajilla de Limoges, nos deja un florero con una orquídea violeta. Otras veces es el asistente del vagón, Míster Moulton, que trae la prensa del día.
—No murders last night, sir?—me pregunta con una sonrisa.
Cuando cierra la puerta le digo a Tatiana:
—Esta vez no son los malvados agentes de tu país.
—¿Estás seguro? Siento un ardor del pecho a la nuca, como si me hubiesen dado un narcótico.
—Al fin tendremos mil y una noches para nosotros…
 
Las memorias de viaje—olorosas maletas de cuero de Rusia, etiquetas de hoteles, cuadernos de notas manuscritos con tinta azul—, acaban transformándose en recuerdos de amor. Cuando pasan los años se vuelven confusos y nebulosos como las noches del tren, apenas iluminadas por los reflejos fugaces de las estaciones: luces blancas de Lausanne, anaranjadas en Venecia, amarillas en Belgrado, rojas en Sofía y azules en Estambul. Basta abrir un dedo la ventanilla—una rendija en el momento justo—para sentir los olores de los países: el perfume de pino en los bosques de Austria, el olor de los limoneros de Italia, el aroma de las vendimias en Francia y la fragancia dulce de las acacias en Rumanía.
Paul Morand evocaba el paso de la frontera española, cuando venía de París en el Sud-Express, como un perfume limpio de mar y un borrón de hollín que entraba por la ventanilla, dejando una pequeña mancha en la almohada del coche cama: «el carbón de Asturias». Eran los años de mi infancia, y los amaneceres de la posguerra olían todavía a pan candeal, al café de achicoria que se cocinaba en las cantinas de las estaciones, al despertar alegre de los naranjos y al carbón de nuestras minas, porque nuestra tierra pobre guardaba un calor de madre en sus entrañas.
Recordamos a una muchacha en una estación. Y, al pasar el tiempo, no sabemos si aquella noche dormimos mirando sus ojos o con la luna que se levantaba sobre los trenes abandonados en las vías muertas. La memoria es así: cuando se borran unos recuerdos, se alumbran otros con una claridad mayor.
La literatura del tren tiene que ser, por fuerza, impresionista y confusa. Se funden los recuerdos en nuestra vida, igual que se suceden las estaciones, más allá de cualquier argumento. Todo se vuelve pequeño cuando nos ponemos en viaje. El tren nos da un destino, una distancia, un más allá sin trascendencia ni juicio final. Y eso hace más bellas y voluptuosas las historias que, como las noches del tren o las aventuras de amor, no tienen principio ni fin.
Los viejos trenes de lujo, aquellos hoteles rodantes en los que vivimos nuestros primeros desvelos de aventura, han ido desapareciendo de Europa. Se fueron, se van, se irán a las vías muertas, arrastrados por las guerras y las prisas, por las burocracias y por la irremisible decadencia de los ideales que constituían la base de nuestra cultura europea.
«La inmortalidad comienza en la frontera», decía Alejandro Dumas. Y, para nosotros, los europeos, la inmortalidad comenzaba en el misterioso compartimento de un tren: entre los paneles de roble y nogal que olían a cera fresca, sobre los asientos de terciopelo con las iniciales W. L. (Wagons-Lits), y en aquellos vagones restaurante del Orient-Express que ofrecían en su carta: ostras, rodaballo en salsa verde, filete de buey con pommes château, pastel de jabalí con una salsa chaud-froid, crema bávara con chocolate y pastelería vienesa. Los vinos se elegían según el recorrido: un Chablis, un Corton o un Montrachet en Dijon; un Schloss Johannisberg en Karlsruhe; unas vendimias tardías en Estrasburgo, y un Valpolicella en Venecia…
 
En mi infancia me gustaba pintar trenes con su larga nube de humo. Sacaba de mi plumier los lápices de colores, como si fuesen varitas mágicas, llenas de estrellas. Estaba convencido de que el polvillo de la mina de los lápices era como el de las mariposas, y lo guardaba en una cajita. Había visto que los trapecistas del circo se frotaban las manos con talco, y pensaba que éste era el secreto que les permitía volar.
Pintaba trenes mojados bajo la lluvia, viajes de campo llorado; como una vislumbre húmeda de la vida. No olvidaba el detalle de los fuelles entre los vagones. Quizá la afición me venía de que mi niñera tenía un novio que era maquinista de ferrocarril, y me llevaba cada día a la estación. Ella era francesa y muy fina.
—No digas wagon—me reñía—, que eso es sólo para el transporte de los animales. Los viajeros vamos en voiture o en carrosse.
Mientras ella se besaba a escondidas con su pretendiente, me calaba la gorra y me figuraba que los trenes—silbando, jadeando, envueltos en humo—entraban y salían de las estaciones, porque yo era el jefe de la estación, y el mundo entero dependía de mis gestos y se atenía a mis órdenes. Las locomotoras se distinguían por letras y números, y la más poderosa era la BB 9004, una máquina eléctrica francesa que había alcanzado, en un tramo recto de las Landas, una velocidad de 331 kilómetros por hora. La BB (Brigitte Bardot) era también, para mi generación, la locomotora de nuestros sueños: un símbolo de nuestras fantasías eróticas. Con ella uno dejaba de ser el «jefe de estación», y se convertía en el «jefe de tracción».
Locomotoras, furgones, coches, carruajes, carrozas y vagones: yo era el dueño de todo cuanto se movía. Debo decir que esa sensación de poder me acompañó hasta que le oí decir a Sacha Guitry que era mejor ser botones en un hotel de lujo y manejar la puerta giratoria, cincuenta veces por hora, murmurando al paso de los reyes y los millonarios: «Sortez! Entrez! Entrez! Sortez!».
Llevé tan lejos mis aptitudes de bellboy que el novio de mi niñera se lo tomó en serio y me trataba como a un esclavo:
—Sí.
—Dime «señor jefe».
Se parecía a Buster Keaton y, como El maquinista de la General, sólo tenía dos amores, su locomotora y su novia; en la locomotora el retrato de su novia y, en casa de ella, el retrato de su locomotora.
—Muy bien—me dijo mi padre, el día en que le expliqué que quería ser jefe de estación—, pero dile a tu «señor jefe» que, si vuelve a fumarse uno de mis puros, lo pongo en la calle… a él y a su locomotora.
Los trenes españoles de los años sesenta y setenta conservaban todavía algunos vagones históricos de la Compañía de los Wagons-Lits que habían servido en la línea París-Irún-Lisboa: una de las más famosas en los años treinta. Recuerdo bien aquellos viajes con mis padres, cuando dejaba la cortinilla un poco abierta y me dormía contemplando las luces y las sombras que volaban fugazmente por el compartimento. Parecía que las mariposas atrapadas en las farolas de las estaciones viajasen con nosotros. Y todavía me duermo, algunas veces, pensando en los abrigos que se mecen en las perchas de los trenes. Debe de tener alguna interpretación freudiana, porque siempre hay algún aficionado dispuesto a encontrarle un significado a las cosas que tienen pelo. Pero no hay nada que me dé tanto placer como ser perseguido en sueños por abrigos cariñosos que andan sobre tacones… Al llegar a Lisboa se vuelven gatos que cantan fados.
No puedo olvidar aquellos coches españoles, decorados con originales marqueterías de Maple y Morrison. En el nuevo Orient-Express reconocí a uno de ellos que hacía aún, a comienzos de los años setenta, el trayecto de Madrid a Santander, si bien ahora está espléndidamente restaurado. Ha tenido una novelesca historia, soportando los fríos inviernos del Báltico en la línea París-Riga. Sirvió también de hotel durante la Segunda Guerra Mundial, y circuló luego en el Train Bleu y en el Venice Simplon-Orient-Express.
Al Costa Vasca Express perteneció el coche cama donde ahora viajo, diseñado por René Prou, uno de los genios del art déco, que trabajó también para el Waldorf Astoria.
Observo los paneles de marquetería con las incrustaciones de flores estilizadas que se hacían con yeso de París. Es como viajar en sueños por Park Avenue o como dormirse en una pintura de Mantegna. Sé que Coco Chanel adoraba este vagón y que había viajado en él hasta su casa de Biarritz. A veces llevaba un loro y un mono, pero disputaban entre ellos y no la dejaban dormir. «Creo que se pelean y se insultan en brasileño», decía Coco. Era un tren para acostarse con Chanel 5, pero Coco prefería dormir con Paul Iribe que, en aquellos años, acababa de diseñar los dibujos de Boule Noire de Arpège. Ella era especial, desordenada y fantástica, igual que una gitana de piel morena, con unos dientes tan blancos como las perlas que llevaba al cuello. Dormía en sábanas de hilo, aunque no le importaba que la cama estuviera revuelta. Ella era el satén—satin satan—, el crespón de China y la gasa; la orquesta de jazz en negro ilusión. Paul Iribe, por el contrario, era la cama revuelta. Y a ella le gustaba más el olor del jabalí enamorado que las flores y los aldehídos de sus perfumes. «Los mejores perfumes—decía—se hacen con los órganos sexuales de los machos y no de las hembras».
Con Iribe vivió Coco Chanel una verdadera pasión, a pesar de que ella odiaba estas situaciones atléticas en las que «cada día hay que vivir el milagro, como si fuese un Lourdes continuo». Él era, sin duda, un genio, igual que lo había sido su padre, un ingeniero vasco que se casó con una gaditana, María Teresa Sánchez de la Campa. De este matrimonio nacieron hijos dotados de una inteligencia fulgurante y espléndida. Y heredaron también del padre un carácter rebelde e inconformista, dado que eran capaces de cualquier cosa si alguien les contrariaba.
Arquitecto y diseñador, Paul Iribe revolucionó el art déco, dibujando en las revistas de moda sus heroínas provocativas de ojos negros, gesto ambiguo, labios golosos y cuerpo insinuante. Guardo algunos de sus anuncios, tan magníficos como el del Dubonnet (era un aperitivo clásico con vino generoso y quina, que se servía también en el vagón restaurante del Orient-Express) o el del quitamanchas Colas, «que elimina incluso las manchas del leopardo».
Iribe tuvo a Mallarmé como profesor de inglés, pero pronto comenzó a dibujar para la moda, seduciendo a sus clientas con unos figurines de amas de casa vaporosas que los maridos rompían, porque pensaban que eran obscenidades.
Yo creo que fue Paul Iribe quien «creó» a Coco Chanel. Y fue él, desde luego, quien le enseñó a manejar el color del ébano en contraste con los blancos, traveseando y jugando al exotismo y a la provocación del arte negro, porque había nacido en Madagascar. Nadie como ella, campesina rebelde de ojos color piedra, para entregarse a esta estética, para hacer añicos los viejos bibelots de biscuit, para comprender las tapicerías de piel de pescado seca, para divertirse cuando envolvía a las millonarias en hule—como si fuesen mesas de cocina—, o vestía a las vampiresas de ébano y a Gloria Swanson con perlas. Nadie como Coco para entender a Iribe, para soportar sus celos—él la amaba con una pasión tan shakesperiana que sentía celos de su pasado—y para abandonar su cuerpo a la miel de los espejos barrocos. Ella era delgada y él tenía la obesidad de los diabéticos, pero se amaban con la pasión del saxofón y el negro, mahogany y ébano, Coco y Paul…
Los compartimentos del Orient-Express son de teca y caoba, decorados con preciosas marqueterías. Y las cortinas de damasco, se sostienen con alzapaños y cordones dorados. Nelson, otro maestro del diseño, realizó los bellísimos paneles con motivos florales que adornan algunos vagones. Y se han restaurado todos los detalles, hasta los frisos cromados con flores que sostienen las redes portaequipajes, y las puertas lacadas con sus manillas de latón dorado.
Por la noche, el servicio prepara las camas con las sábanas—ayer de seda, hoy de finísimo hilo de algodón—, las colchas de lana inglesa y los edredones de plumas. En ningún otro sitio puede leerse a Zola tan displicentemente como bajo la luz de las pantallas del Orient-Express, cuando se cierran las cortinas de flores, convirtiendo la literatura naturalista en una tremenda vulgaridad. Enseguida se nota que a Zola le gustaba más la locomotora que los vagones de lujo. Lo suyo era La bestia humana.


(Texto perteneciente a «ORIENT-EXPRESS - EL TREN DE EUROPA», Mauricio Wiesenthal). Fragmento.






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