Si te dedicas a crear, si eres un «artista» de la índole que sea, en algún momento te preguntarán —o tal vez te lo preguntes tú mismo— «por qué» actúas, esculpes, pintas o lo que sea. En el mundo de la escritura se diría que esa pregunta no envejece nunca: siempre habrá, en cada generación, más gente de la cuenta que sienta el impulso de plasmar sobre el papel una reflexión titulada, inevitablemente, «¿Por qué escribo?» o «¿Por qué escribir?», bajo cuyo encabezado encontrarás un montón de razones y explicaciones enrevesadas y más o menos egocéntricas (yo misma he hecho aportaciones al género). Pocas merecen la pena, y ninguna (incluidas las mías) considera oportuno mencionar la motivación más obvia que conozco, la más profunda para mí y la que, para muchos —si hablamos sin tapujos y decimos la pura verdad, como pretendo hacerlo ahora—, es la única que de veras tiene peso: para hacer algo. Muchas veces, sobre un estrado o delante de mis alumnos, he tenido esa respuesta honesta en la punta de la lengua, pero sabía que, en caso de decirla en voz alta, la tomarían por broma, falsa modestia o quizá simple estupidez... y ahora, de repente, me alegra encontrarla en boca de todos y en respuesta a casi cualquier pregunta: «¿Por qué preparaste ese bizcocho de plátano?» «Para tener algo que hacer.» «¿Por qué montaste una acampada en el salón de tu casa?» «Bueno, tenía ganas de hacer algo.» «¿Por qué disfrazaste de gato al perro?» «Necesitaba algo que hacer para matar el tiempo.»
En un espacio de tiempo, abres un pequeño hueco —que nadie te ha pedido que abras— y haces «algo». Pero tal vez la diferencia entre esta nueva cultura de «hacer algo» y el «algo» al que yo estoy acostumbrada sea la ansiedad moral que lo rodea: ese algo que los artistas hacen suele tener lugar en una zona acordonada para el resto de la sociedad que, de mutuo acuerdo, se considera una especie de corralito infantil, con cierto encanto pero en esencia inútil, donde los adultos pueden comportarse como niños —inventando historias, haciendo dibujos y esas cosas—, con la ventaja de ofrecer, más tarde, ciertos placeres a las personas serias que tienen trabajos de verdad. Los que defienden el arte desde una perspectiva utilitarista justifican su existencia insistiendo en una potencial eficacia política que suele exagerarse (a los propios artistas les encanta exagerarla), pero incluso si crees, como yo, en la potencial eficacia política del arte, difícilmente confías en que, además de ser eficaz, llegue en el momento justo. El pintor que termina un lienzo a las dos de la tarde y espera una transformación radical de la sociedad a las cuatro es presa de un delirio. Incluso cuando escriben manifiestos, los artistas son conscientes (o al menos eso espero) de que ese tono apremiante es prestado: apenas una imitación, un eco, de la urgencia de las reivindicaciones de la guerrilla o de las protestas de los activistas, más que una verdadera llamada a la acción. La gente a veces exige cambios; casi nunca exige arte. De ahí que el arte mantenga una relación ambigua con la necesidad y con el propio tiempo. Es «algo que hacer», sí, pero si de verdad hay que hacerlo y cuándo se consideran cuestiones que incumben sólo a los artistas. A menudo se intenta conectar el trabajo del artista con el de la verdadera clase trabajadora, pero la relación siempre es vaga, y la línea divisoria la marca, precisamente, esta cuestión del reloj: el trabajo se hace (y se paga) a golpe de reloj; el arte se toma su tiempo: es algo que hacer. Pero la crisis ha borrado esa división habitual entre el tiempo del arte y el tiempo del trabajo y la ha transformado. Ahora tenemos a los trabajadores esenciales —que no necesitan buscar algo que hacer, que llevan a cabo una tarea incesante y vital—, y a los demás, todos con cierta cantidad de tiempo entre manos (por no mencionar la bomba de relojería económica que, para mucha gente, explotó en las primeras semanas, o incluso en los primeros días: una de las posibilidades políticas radicales de nuestro nuevo y revelador espacio de tiempo «libre», como han notado muchos comentaristas, es que podría dar pie a una demanda colectiva de evaluar y explorar, como sociedad, vías para proteger los derechos de quienes llevan a cabo trabajos que existen sólo en la coyuntura, sin seguridad ni protección contra incertidumbres futuras, la más obvia de las cuales es la «baja por enfermedad»). Los demás nos hemos enfrentado de pronto al eterno problema de los artistas y los prisioneros: el tiempo, y qué hacer con él.
Lo que me sorprende de entrada es cuánto conflicto nos causa esta nueva libertad y/o cautividad. Por una parte, como cachorros que patalean en el aire cuando los sacan del agua, seguimos apretando el paso tal como hacíamos al salir a toda prisa de nuestros lugares de trabajo. ¿Sabemos parar? Quienes provenimos de culturas puritanas sentimos que «el trabajo es un deber», por eso preparamos un pastel, nos embarcamos en un proyecto de jardinería o negociamos con el otro escritor de la casa unas horas diarias libres de niños para poder trabajar en «algo». Horneamos bizcochos de plátano, cosemos vestidos, salimos a correr, completamos todos los niveles de Minecraft, hacemos algo, luego lo fotografiamos y no pocas veces lo colgamos en redes. Las reacciones son diversas, incluso en nuestro fuero interno; pese a hacer algo, nos culpamos: «Estás aprovechando esta situación extrema como si se tratara tan sólo de otra oportunidad de superarte, de otro intento absurdo de realizarte.» Pero ¿acaso no siente todo el mundo que está recuperando capacidades, aunque sólo sea la perdida capacidad de duelo? Habíamos delegado tantas cosas...
Tal vez cabría esperar que los escritores, tan familiarizados con los tiempos muertos y con la soledad, manejaran esta situación mejor que la mayoría; en cambio, desde la primera semana descubrí hasta qué punto una gran parte de mi antigua vida consistía en un intento de esconderme de la vida. Confrontada con la existencia a palo seco, sin distracciones, adornos ni superestructuras, apenas tenía idea de qué hacer con ella. Cuando volvía al corralito intentaba encontrarle sentido a la situación inventándome privaciones temporales como las que efectivamente sufren, por lo general, las personas que tienen un empleo. Cosas como la obligación de estar firme en tu puesto a las nueve en punto o un jefe que te dice lo que tienes que hacer. A falta de algo parecido, me inventaba metas difíciles de alcanzar o cosas de las que abstenerme. Límites artificiales: «sólo sé correr», «sólo sé escribir». Me imponía horarios: día de clases, día de lectura, día de escritura y vuelta al principio. ¡Qué idea tan árida, triste y mezquina de la vida! Y qué expuesta queda, ahora que las personas a las que quiero están en la misma habitación para presenciar cómo cumplo mi condena. Igual que he hecho toda la vida.
En mi caso, el cliché es cierto: para cruzar el río, he de mojarme los pies. Intentar proteger un poco de «espacio para ti» en la abarrotada esfera doméstica es como querer apresar el aire con las manos. Consigues ese tiempo que necesitas, tras mucha ansiedad y debate, te aíslas, y cuando abres las manos ves... que no hay nada: una victoria vana. A finales de abril leí, en un potente ensayo de otra escritora, Ottessa Moshfegh, esta frase: «Sin el amor, la vida es sólo “hacer tiempo”.» No creo que hablara únicamente del amor romántico, o del amor parental o familiar, ni, en el fondo, de ningún tipo de amor en concreto. Yo, al menos, lo leí en el sentido platónico: Amor con mayúscula, una forma ideal, parte esencial del universo, como la Belleza, o el color rojo, del que todos los ejemplos particulares de la tierra toman su naturaleza. Sin ese elemento, en alguna de sus manifestaciones, presente en nuestras vidas, la verdad es que sólo hay tiempo... y siempre habrá demasiado. El trajín no disimulará su ausencia. Incluso si estás trabajando desde casa durante todo el santo día, incluso si no tienes un minuto que perder, todo ese tiempo resultará vacío e interminable sin amor.
Escribo porque... bueno, sólo puedo decir que es un rasgo desarrollado en respuesta a ciertas flaquezas personales. Sin embargo, nunca llenará el tiempo de un modo realmente significativo. No hay una gran diferencia entre las novelas y los bizcochos de plátano: sólo son «algo que hacer», no pueden sustituir al amor. Las dificultades y complicaciones del amor —que existen al otro lado de la pared, más allá de mi portátil— son la tarea que tengo delante; aunque «tarea» es una palabra pobre en este caso porque, a diferencia de la escritura, no admite programa, planificación previa ni determinación de mi parte. Amar no es algo que hacer, sino algo que experimentar y vivir; supongo que por eso a tantos nos asusta, y tan a menudo lo abordamos con indirectas: toma esta novela (hecha con amor), toma este bizcocho de plátano (hecho con amor). Claro que, si no fuese por esta costumbre de ir por caminos indirectos, no habría cultura en el mundo, y muy poco placer realmente significativo para ninguno de nosotros. Aunque a veces me parece que el arte más potente es una experiencia y una vivencia; es amor recreado, expresado, contenido en la propia obra de arte, y por esa razón se lo debemos más a menudo a gente que se siente completamente sola en el mundo —gente que, por eso mismo, se ha entregado en cuerpo y alma a la tarea que tenía entre manos— que a otros rodeados de personas amadas. Pero el arte de ese nivel es muy raro: no todos podemos sentarnos cruzados de piernas como los budistas, día y noche, a meditar sobre asuntos sublimes.[2] Al menos yo no puedo. Sin embargo, tampoco quiero seguir cumpliendo condena sin más, como antes.
Y aun así no puedo renunciar: cuesta mucho abandonar los viejos hábitos. Me resulta imposible librarme de la necesidad de hacer «algo», de crear «algo», de sentir que este nuevo espacio de tiempo no se ha «desperdiciado». Pero agradezco tener compañía: viendo esta fiebre por crear, cultivar o «hacer algo» que ahora parece consumir a todo el mundo, me consuela descubrir que no soy la única persona de este mundo que no tiene ni idea de cuál es el sentido de la vida, ni de qué podemos hacer con este tiempo muerto, salvo llenarlo.
(Texto perteneciente al libro «Contemplaciones», Zadie Smith). Fragmento.
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