Nada es tan insoportable,como un hombre afortunado.Balzac.
—Estás sudando, colega–espetó, soltando una carcajada combativa.
—Estoy acalorado–respondí, temeroso por no saber decir no, en el momento exacto. “A qué doctorcito tan calenturiento”, siguió mofándose. Tosí, nada más.
Resultaba un horror presenciar su despliegue de personalidad. A empujones me llevó hasta una sala equipada con el instrumental de rigor de un laboratorio. Nada extraño, a no ser encima de una de dos planchas de acero un ataúd oxidado. Dentro del féretro hervía en sus orines y heces un hombre harapiento. Su herida humanidad desprendía vapores nauseabundos. Retrocedí. Aquella barbacoa se llamaba Géiser.
—Sin circunloquios–ladró Imán Maitorena—: Lo voy a matar. Tú Izcahualceta, servirás a otros fines. Si rehúsas revelaré que montas a las histéricas de tu clínica.
Tosí.
Escucha—: Hace tres años secuestré a Géiser. Le di su paliza. Lo obligué a consumir drogas del mercado común. Después de un año lo solté. Padeció el síndrome de las puertas giratorias. Regresaba convertido en un fantoche. A tablazos lo culpé de su ruina, haciéndolo pasar muchas noches en un pozo cuajado de excremento. Ahí le arrojé cuerpos desmembrados de hombres y mujeres. Más tarde lo abandoné en callejuelas donde pagué a malvivientes para que lo violaran. Quería hacerlo más tóxico, hacerlo bajar hasta donde han descendido otros y han muerto sin que él muriera; le suministré krokodile.
Deseaba responder a Imán, con trueno de justicia. Géiser fue nuestro mejor amigo de la infancia. Una mañana saltó el muro del colegio buscando sobrevivir. Proveyó a su hogar más allá de lo indispensable. Su constancia y don de gentes lo colocaron en su sitio. Evitó conductas de riesgo. Emisor de palabras puntuales se convirtió en coach de vida. Escribió libros.
—No te oigo–me apuró Imán, martilleando mi espalda con su puño.
“No tiene derecho a precipitarlo al abismo”, pensé decirle, “a presionar el botón de la vida de nadie”. Nada dije. Carecía del resorte para la acción. Era deshonesto y a la vez un sentimental. Al fin, grazné—: Usted hace lo correcto, doctor.
No pude contener una tos persistente.
—Me desasosiega el aguantar callado de esa cosa. No vaya a tener un milagroso despertar; aunque, está sumido en una larga estación. Quiero sus dones. ¿Entiendes? Tú harás el trasvase. Me los pasarás a mí. No estás aquí de animador.
—Somos siquiatras, especialistas–pronuncié fogoso, la sangre ardiendo—. No nos importe si Géiser trazó mapas de rutas interiores en sus textos. Dejemos florezca donde fue plantado. Y ríase, los dones que Dios da son irrevocables.
Imán sonrió como muchacha. Se acercó de nuevo. Pensé iba a besarme como en otras ocasiones. Abrí la boca.
—Excelente chascarrillo–dijo. No me besó. No me pegó. Dando un violento giro señaló—: Necesito esa cosa donde no haya más abajo.
Estiré la mano solicitando un hasta pronto. Sólo hallé el vacío. Encajando sus dedos en mi nuca, Imán metió mi cabeza en el ataúd. Vi el brutal desplazamiento de mi amigo.
—¿Estamos?–preguntó.
Tosí, y esto era una afirmación; sin embargo, armándome de valor protesté—: No admitiré sus imposiciones, ni permitiré marque mi manera de actuar. No es usted quien tiene el poder sino yo quien tiene esta debilidad. Por fuerza mía liberará a Géiser. Hemos llevado nuestras satisfacciones muy lejos. Estoy tratando de cambiar.
Maitorena, vino a mí. Picoteó mi nariz con la suya, enseguida declaró—: Toses a menudo queriendo parecer ajustado a las reglas básicas, que te acuestas con la rectitud. Toses como tosen los hombres inseguros, cobardes. Tanta tosedera delata también tus torcidas inclinaciones. Siempre estás muriendo de algo.
Cierto. Di un mordisco a su mentón. Lamí mis labios, luego lamí los suyos. En ese momento reaccioné. Una vulgar sesión de sexo interrumpiría el ascenso hacia mis altas metas. Y arrepentirse es no volverlo hacer. Lo empujé, gritando—. Géiser atravesó heridas, se convirtió en lo más acendrado, en un baluarte, en un ser en posición de revelar.
Riendo de mi gravedad, respondió—: Es de genios meterse en galerías y recovecos del alma, así se aniquilan solos, yo sólo apresuro el proceso, antes, quiero sus virtudes.
—Ya no lo combata, ya no lo rompa.
Mientras defendía a mi amigo pensé en los hombres sensuales como yo, que pierden tiempo, honor, libertad, hasta la vida, por satisfacer sus sentidos—: A convertido a Géiser en un esquizoide del tipo oral–continué—. Lo ha reducido emocional, somáticamente. Los orales ya no perseveran. Esperan todo llegue de fuera. O mátelo ya. Sólo no exija discreción.
Confieso dudaba de mi discurso. Cuando alguien desea cambiar su forma de vivir aparecen los demonios del pasado. A pesar de mí, seguí con mis advertencias—: Su obra merece un balance. Escribió libros de verdades despiadadas. Es considerado una luminaria por los destinos negros, los incurables.
—Eres digno de lastima–me reprochó Imán. Resuelto, tomó un tubo. Fue y le reventó los ojos a mi amigo.
—Si no míos, tampoco de él–dijo.
Géiser, se sentó dentro del ataúd. Chorreaba sangre casi coagulada sobre la costra de su cara. Pensé en las trastornadas de mi sanatorio. Las internaban para ser tratadas de locura propiciada por un opresor. Lejos de sacarlas de su tenebrosidad las metía en otra así resultara negocio. Ahora experimentaba en carne viva la opresión, esa contada en libros, discutida con intelectuales.
—Aún sin ojos no dejará de mirar–me animé a decir—. Podrá sacarle la sangre, más nunca será dueño de sus dones.
—Está lleno de ellos–respondió Maitorena—. Quiero esas alegrías.
De un puñetazo acostó de nuevo a Géiser en el ataúd. Pobló su cabeza de electrodos. Realizó otras conexiones. Encendió monitores señalándome en la pantalla la zona de los dones y sentimientos. “Son míos”, susurraba. De un cajón sacó un folletín. Lo tiró a mis pies—: Es el manual. Harás el trasvase. Tú sabes, tú conoces. Ahí están las instrucciones.
—No pido deje de intentarlo–respondí. Saqué el teléfono y llamé a la policía.
Me embistió. Rodamos. Cogí un filo de por ahí. Le hice un corte que le desprendió la cara desde la base de los ojos hacia abajo. Su piel colgaba cual máscara rota. Al hallarme contemplando su cara pelada, aprovechó para arrebatarme el puñal, el cual clavó en mi pecho, sin dañar órganos.
—Está dividido, en el último período. Qué más da–decía Imán Maitorena, mientras rodábamos por el piso, peleando. Tuve una erección, señal de esa triste voluptuosidad que se presenta cuando luchas por cambiar tu vida. “Señor”, le dije, “dejemos esto en paz.”
Géiser se enderezó. Temblaba. Imán dejó de pelear. Fue a extenderle un coctel de benzodiacepinas. Géiser lo rechazó. Sacó una pierna del ataúd. Estaba decidido a salir del hoyo. Sacó la otra pierna.
—Está en los escombros. Descartado el ascenso–decía triunfante Imán. Ha roto definitivamente con su entorno. Pudiera estabilizarlo con fenotiazina, carbonato de litio, una terapéutica electro-convulsionante, pero no, quiero sus virtudes.
Géiser se desconectó los electrodos. Saltó fuera de la caja. Imán Maitorena lo cargó y colocó de nuevo en el ataúd—: El trasvase, hagámoslo–me apremió.
Maitorena se tendió en la otra plancha. Fingí algunas maniobras. En esto aparecieron cuatro policías. “El hombre dentro del ataúd es inocente. El otro le sacó los ojos, porque veían lo que los suyos no”, fueron mis acusaciones, al ver a los representantes del orden.
Los policías estaban desconcertados. Un hombre con el rostro desprendido yacía palabreando en una plancha; en la otra un mohoso ataúd y dentro un indigente sin ojos. Yo, atravesado por un puñal. Había mucho trabajo para saciar la vocación. Algo murmuraron los gendarmes que se dispusieron a despojarnos de muestras billeteras, relojes, anillos, teléfonos. Se ajustaron los uniformes y se esfumaron. Alcancé a ver que en el hombro de sus camisas decía: Proteger y Servir.
Géiser volvió a saltar fuera del féretro. Decía a sí mismo que el drama de volver al mundo a contar la violencia sufrida y además, sin ojos, lo hacía más atractivo. Sería el mejor coach de vida. Como a mí, se le olvidaba que estuvo en el pozo.
—Quién dijo es fácil–pronuncié.
—¿Qué no es fácil?–preguntó Géiser, buscando a tientas la salida.
—Un cambio de dirección en la vida.
—Mi trabajo es hacer creer que es fácil..
—Lo digo por mí. Siempre deseé un cambio.
Géiser se fue. Vi a Imán Maitorena, acostado en la plancha manipulando botones. Por primera vez sentí compasión por alguien que no fuera yo. Me arranqué el puñal del pecho. Dejé atrás aquel edificio adorado por el sol. Algo pasó porque cerré mi clínica para siempre. Desde ese momento los días pasan como hojas en blanco. No los ensucio porque ahora sé que el arrepentimiento es un verdadero cambio de dirección en la vida, en mi vida, en la de nadie más.
Jesús Llanes, Monterrey, N, L, México. Narrador y poeta, con distinciones estatales, nacionales e internacionales. Tiene libros de cuento y poesía. Ha publicado poesía y narrativa en España y Colombia, así como en antologías para toda Latinoamérica. Recién ganó el segundo premio: POR AMOR AL ARTE, de poesía, presentado en la fiesta literaria de Barcelona. En Bogotá, no hace mucho fue publicada parte de su narrativa y poesía. La UACM, le extendió un reconocimiento a un cuento suyo acerca de la No Violencia contra la Mujer, por su aportación filosófica y humanística.
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Excelente. Gracias.
ResponderEliminarMe gustó mucho!
ResponderEliminarGracias!��
El texto deja en claro, el deseo excesivo de lo que algunas personas poseen, mientras aquellas que carecen de ese don, son capaces de actuar de la forma más cruel para conseguirlo; se observa
ResponderEliminarla brutalidad y la ambición que se padece en todo el mundo, y por supuesto, la corrupción.
El cuento nos hace reflexionar sobre los sentimientos del ser humano, las fuerzas, tanto la débil como la fuerte; también el arrepentimiento de uno y la fortaleza de otro para seguir su trayecto. (Es el presente)
Felicitaciones Jesús Yanes Esquivel, porque su cuento es para estudiarlo.
Gracias Carmen Flores por tu atención. Gracias a Amoxtli, que se tomó el tiempo para comentar.
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