Mira-qué-triste perdió su encanto primerizo. La rutina de recrear miserias ajenas no tenía efectos inmediatos y prácticos. Nuestra imaginación había desahuciado la totalidad del entorno. El último año del colegio fue demasiado largo. No pasaba nada. No hacíamos nada. Solo fumar, tomar ácido, tirar, ver porno en casa de Cacá, dar vueltas por Caracas en la camioneta de Flema, volver a fumar, volver a tirar, cansados, sin ganas, excitados por inercia. Y fue allí, en ese ciclo de placer domesticado, entre las sábanas sucias, donde Cacá inventó el más desalmado de todos nuestros juegos.
El profesor Rafael era un exseminarista arrogante. En esos días, hubo un examen difícil. Ninguno de nosotros aprobó. Cacá entonces, en broma o en serio, dijo que teníamos que hacer algo al respecto. El profesor Rafael era un perdedor integral, un miserable nato. Durante las clases le gustaba promover como ejemplo de vida su fracasada vocación sacerdotal. Siempre nos contaba que, por diferencias políticas con la Iglesia, decidió abandonar el seminario y dedicarse al estudio de las Ciencias Pedagógicas. «Solo a través de la educación los pueblos pueden cambiar y redimirse. Sé que, como docente, puedo aportar más», dijo en algún sermón matutino. Aquel reconocimiento nos pareció el testimonio más ridículo que habíamos escuchado en nuestras vidas. «¡Qué puede aportarle al mundo ese pobre infeliz! —solía despotricar Carmen—. ¡Pobrecito! ¡Se cree alemán!». Rafael fue nuestro profesor de Matemáticas en cuarto y en quinto año. Tenía la falsa convicción de que su materia nos interesaba, de que sus disparates sobre la aritmética podían tener alguna relevancia. Era un tipo gracioso, menudo, poco desarrollado. Su cara lampiña y chupada padecía una modalidad de rigor mortís. Para mí era un equis, un fantasma, un desperdicio de espacio. Mi cuaderno de Matemáticas era un portafolio de dibujos (desnudos, ahorcados, viejas, stop). El último año, reprobamos todas las asignaturas. No nos importaba. Al final, entre las clases particulares y los acuerdos económicos/etílicos con algunos docentes, siempre alcanzábamos el honorable diez. El profesor Rafael era riguroso. No aceptaba sobornos. El maldito no bebía ni fumaba. Además, era indiferente a las tentaciones. Eliana solía ubicarse en la primera fila, sin pantaletas. Cuando tenía problemas con alguna materia se sentaba con las piernas abiertas y mordía la borra del lápiz. El infeliz de Rafael parecía ser inmune a la belleza. La ignoraba por completo. Cacá, por su parte, también trataba de amedrentarlo: en medio de los exámenes, se paraba a preguntarle cualquier cosa y le montaba las tetas en la cara Gas tetas de Cacá eran inmensas). Les llamaba la atención con cortesía. Las trataba de usted, les decía señoritas, las miraba a los ojos sin mostrar amagos de lascivia. El profesor Rafael, con su purismo riguroso, se convirtió en un reto. Un día, durante un recreo, vimos llegar a su esposa, una mujer joven, embarazada. La barriga era amorfa, irregular, parecía que iba a explotar en medio del patio y a salpicarnos de asquerosa placenta. Rafael protagonizó varios episodios de mira-qué-triste pero nunca quedamos satisfechos. El y su esposa preñada salieron del colegio tomados de la mano. «¡Qué bonito!», dijo Loló con ironía. «¡Se quieren!», agregó Eliana. Esa noche, al recordar la escena, Carmen sacó la cabeza de las sábanas, se sentó con las piernas cruzadas y dijo: «Ya lo tengo. Ya sé lo que haremos. ¡Vamos a destruirle la vida!».
Todos sabíamos que el profesor Rafael mataba tigres dando clases particulares. Las tardes de los martes y los jueves los estudiantes mediocres, en grupos de cuatro o cinco, nos reuníamos en su casa. Vivía en un apartamento de la urbanización Santa Inés. En esas clases, repetía las mismas lecciones del salón pero lo hada de manera personalizada (si no entendías, eras un anormal), echaba los mismos cuentos y tenía simulacros de orgasmos cuando, por azar, resolvíamos algún ejercicio. Nos explicaba el significado de las fórmulas, nos contaba el origen de los términos matemáticos, el sentido filosófico de la aritmética, citaba a Pitágoras, Descartes... Siempre se empeñó en contagiarnos la pobreza de su entusiasmo. Cacá trazó el plan. El primer borrador me gustó, me dio risa pero no participé en el trabajo de campo. Mi relación con Giancarlo, el hombre grande que había conocido en la galería de mi mamá, estaba en su fase primaria. Aquella distracción justificó mi pasividad en la conjura. Un sábado de lluvia, acompañé a Loló a comprar ropa infantil al CCGT. No conocía los detalles de la misión, no pregunté nada. «Tres-cuatro años, así está bien», dijo Lorena en el mostrador. Compró varios vestiditos y guardacamisas. Esa noche nos reunimos en casa de Carmen. Lorena le entregó la bolsa con la ropita. Cacá nos mostró un pen drive. «Lo tengo todo acá. Pasado mañana arruinaremos al infeliz», dijo. Y tuvo un golpe de risa. Se desnudaron en la sala, se encerraron en el cuarto. «¿No vienes, mi Alain?», preguntaron. «No, no me siento bien», mentí. Aquel día, de manera clandestina, había quedado en encontrarme con Giancarlo en el lounge del Trasnocho. Me sentía profundamente transgresor. Tenía dieciocho años recién cumplidos y estaba saliendo con un carajo de cuarenta.
El profesor Rafael faltó al colegio la semana siguiente. Se reincorporó quince días más tarde. Cambió su semblante. Su expresión alegre-mongólica había desaparecido, estaba pálido e incómodo. Dejó de lado los sermones y dedicó la mañana a dictar ejercicios irresolubles. No volvió a sonreír. En esos días, alguien contó que su esposa había tenido un problema de salud y que el parto se le adelantó. Cacá se enteró de que el carajito había nacido con problemas y lo tenían entubado en una clínica. Pedro Pablo, un chamo del salón, un equis, nos dijo que, durante el recreo, había visto llorar al profesor Rafael cerca de la Coordinación. La noticia no me satisfizo. Aquella situación, quizás, dio lugar a un primer amago de conciencia. Mentiría si dijera que me compadecí por el doliente. En realidad, me dio lo mismo. Esa noche hubo una rumba en casa de Flema. Fue cuando conocí los detalles, el final del juego.
Ocurrió durante las clases particulares. Una o dos veces, antes de los exámenes de lapso, fui a las jornadas vespertinas en la casa del profesor Rafael. Mis amigas también asistían. Todos conocíamos el mobiliario. Las clases se dictaban en la mesa de la sala. El apartamento era pequeño; el baño, de baldosas azules, estaba al fondo del pasillo, al lado del único cuarto. Sabíamos que en la habitación, sobre una mesa, reposaba una laptop. El día de su tragedia, el profesor recibió una llamada por el intercomunicador. Debía bajar al estacionamiento del edificio a revisar un problema con su carro. Le dijeron que un vecino lo había chocado y le había volado un retrovisor (nunca supieron que el supuesto vecino había sido Flema). Rafael bajó. Se ausentó del apartamento durante quince minutos, aproximadamente. Lorena y Carmen se quedaron solas. Junto a ellas, había otras tres gallas de la sección C. A nadie le llamó la atención que Carmen pidiera permiso para ir al baño. Cuando se levantó y se ausentó cinco minutos les pareció normal.
No sé cómo consiguieron el número del teléfono celular. Esa tarde, después de la clase, llamaron a la esposa del profesor Rafael. Eliana colocó una franela sobre el auricular, puso voz de gente grande. «¿Es la señora Andrea? ¿La esposa del profesor Rafael Colmenero? Mire, disculpe que la moleste pero quiero hablarle sobre un asunto muy delicado. Estoy preocupada...», Cacá lo contó con entusiasmo. Flema estaba tirado en el piso, aturdido por la carcajada. Era fácil imaginar la escena: la mujer regresó a su casa con asma. Encendió la laptop del cuarto. Siguió las órdenes de la mujer extraña quien se identificó como una representante mortificada, mamá de un carajito de primaria. Una vez en el escritorio, buscó la carpeta Exámenes de Lapso 2> Algoritmos. El material estaba oculto bajo el nombre Planificación. Encontró más de veinte clips. «¡Coño, Cacá, te pasaste, chama! Le hubieras metido algo más soft. ¿Te imaginas la cara de la jeva?», dijo Loló. El disco duro estaba repleto de videos hardcore (el más radical contenido de Brazzers). La mayoría de las escenas estaban identificadas bajo la categoría teens, eufemismo web de pederastía. «¿Dónde encontraste esta mierda? Cacá, por favor, eres una maldita enferma», dijo alguno. A juicio de Flema, en la selección de Carmen había material muy fuerte. Me llamó la atención esa observación; Flema era un depravado absoluto. La esposa agraviada sin dar crédito a la evidencia, siguió las instrucciones de la informante. La curiosidad mató su iniciativa de desechar aquella llamada desagradable. Caminó hasta el armario. Allí, en la gaveta de las franelas, en un doble fondo, en un neceser negro, encontró ropa infantil endurecida y viscosa. Flema levantó las manos insinuando una supuesta inocencia. «¡La vaina apestaba, marica!», contó Caca. Carcajadas. «¡Pobrecita, chama!», logró pronunciar Eliana entre risas. Nunca supe cuál fue el destino de aquellas personas. Nunca supe qué tanto daño pudimos haber hecho con nuestro juego. Semanas después, el profesor Rafael renunció. No volvimos a verlo. En el colegio contrataron a un viejo pirata que, por dos botellas de Vat 69, nos pasó la materia. Aprobamos matemáticas con diecisiete. Destruir vidas se convirtió, entonces, en un regular pasatiempo. No contaré los otros casos. Sé que la imaginación humana es suficientemente escatológica. Pasadas tres o cuatro experiencias, nos aburrimos. Lo más triste fue que no solo nos cansamos del juego, también, sin darnos cuenta, nos aburrimos de nosotros. Comenzaron los problemas, las tensiones, los celos, las competencias. Ninguno supo cómo pasó. Solo sé que meses después, cuando decidimos destruir la vida de Nina Mathinson, nuestro mundo había dejado de ser el mismo.
Eduardo Sánchez Rugeles (16 de diciembre de 1977, Caracas, Venezuela) es un escritor y guionista venezolano. Reside en Madrid, España desde el año 2007. Estudió y se graduó como licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello (2003) y en Filosofía por la Universidad Central de Venezuela (2005). En España realiza dos maestrías: Estudios Latinoamericanos por la Universidad Autónoma de Madrid (2009) y Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid (2010). Ganador de la única edición del Premio Iberoamericano de Literatura Arturo Uslar Pietri con Blue Label/ Etiqueta azul (2010). Website. Nota biográfica.
Texto perteneciente al libro «Jezabel».
Todos los libros de Eduardo Sánchez Rugeles.
Photo by Baptiste MG on Unplash (public domain).
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