«Primera mañana de mayo», un texto perteneciente al libro «Vida del Ahorcado» de Pablo Palacios

Ocurre que los hombres, el día una vez terminado, suelen despedirse de parientes y amigos y, aislándose en grandes cubos ad hoc, después de hacer las tinieblas se desnudan, se estiran sobre sus propias espaldas, se cubren con mantas de colores y se quedan ahí sin pensamiento, inmóviles, ciegos, sordos y mudos. Ocurre también generalmente que estos mismos hombres, transcurrido ya cierto tiempo, de improviso se sienten vueltos a la vida y comienzan a moverse y a ver y a oír como desde lejos. Ya cerca, un mínimo número de esos mismos hombres introducen sus pellejos en agua, bufan, tiritan y silban. Luego ocultan todo su cuerpo en telas especiales, dejando fuera sólo sus aparatos más indispensables para ponerse en relación con sus vecinos y abandonan esos grandes cubos, con los párpados hinchados y amarillos.

Ahora bien: en este momento yo he despertado. Fue así de improviso, como hacer luz, como apagar la luz. Estiro la pierna, amigo mío, y veo en donde he despertado. Este es un cubo parecido a aquél en que todos los hombres despiertan. Se puede ver aquí medianamente, ya es de día. Ya es la hora de ayer, compañero. Está todo en su sitio.

Pero los párpados vuelven a cerrárseme, pero ya es la hora de ayer.

 —Andrés —silba una voz bajita.

  Me incorporo de un salto. Escucho. ¿Quién me ha llamado? Aquí no puede haber otra voz que la mía. Retengo el aliento. Me levanto de puntillas, todos los sentidos abiertos. Es preciso observar, que en este cubo hay algo peligroso.

Venid, entrad, señoras y señores burgueses, señoras y señores proletarios. Entrad vosotros los expulsados de todo refugio y los descontentos de todos ellos. Entrad todos vosotros, compatriotas de este chiquito país. Vos, compatriota obeso; vos, compatriota esmirriado; vos, compatriota de la nariz de salchicha; vos, compatriota aburrido; vos, vos, vos.

No habed miedo de no tener sitio. Más bien venid a admirar la capacidad de este cubo de grandes muros lisos y desnudos, en donde todo lo que entra se alarga o se achica, se hincha o se estrecha, para adaptarse y colocarse en su justo sitio como obra de goma. Mirad al obeso compadre Tixi cómo ha perdido su enorme barriga para dar sitio a sus alegres y bondadosas comadres, y mirad a estas bondadosas comadres cómo han perfilado y achatado sus alegres rostros por no ser una molestia para las voluminosas rabadillas de aquel inteligente estirado como una tripa. Y mirad al venerable burgués Heliodoro cómo está de aplastado que parece un pobre dibujo en el piso. Aquí en este cubo hay sitio para todo el mundo.

Pero venid, entrad a ver cosas y cosas.

¿No queréis oír? ¿Sois sordos? ¿Vaciláis? ¿No os infundo confianza?

Bien, no importa.

Yo os traeré aquí a mi manera y os encerraré en este cubo que tiene un sitio para cada hombre y para cada cosa.

Quería explicaros que soy un proletario pequeño-burgués que ha encontrado manera de vivir con los burgueses, con los buenos y estimables burgueses.

He aquí un producto de las oscuras contradicciones capitalistas que está en la mitad de los mundos antiguo y nuevo, en esa suspensión del aliento, en ese vacío que hay entre lo estable y el desbarajuste de lo mismo. Tú también estás ahí, pero tienes un gran miedo de confesarlo porque uno de estos días deberás dar el salto y no sabes si vas a caer de este o del otro lado del remolino. Mas aquí mismo estás enseñando las orejas, amigo mío, tú, enemigo del burgués, que ignoras el lado en donde caerás después del salto.

Pero ya me lo aclaras todo: Estoy viviendo la transición del mundo. Aquí, delante de mí, está la volcadura de campana, del otro lado de la justicia, y aquí mismo, dentro de mí, están todos los siglos congelados, envejecidos y grávidos. Yo tengo un amor en estos siglos; yo tengo un amor en esta volcadura.

Mi padre y mi madre están allá sin comprenderme. Mi padre y mi madre son mis enemigos primeros. No les llegó la voz a tiempo y el tiempo de llegar la voz ha puesto un siglo entre uno y otro. Y he aquí que estamos para con ellos tan próximos como lejanos en el mismo momento.

¿Eh? Anda, levántate, enciende algo, que estás retardando el equilibrio definitivo del mundo. Después verás lo que haces ante los ojos húmedos de la madre. Pero eso al fin qué importa. Toda traba es burguesa.

Lo que sucede es que tienes pena de tu vaca y de tu cochino. Estás enamorado de tu vaca y de tu cochino y en lo sucesivo no se te van a permitir esas pasiones bestiales.

Mira, vamos a hacer una nueva vida. Una nueva vida maravillosa. Vamos a suprimir la corbata y el cuello. Vamos a permitir que todos los hombres se dirijan la palabra con el sombrero puesto. Vamos a prohibir las genuflexiones y las reverencias. Todos podremos vernos cara a cara. ¿Qué más quieres? ¿Qué es lo que vas a perder con eso?

¡Abajo, abajo la burguesía!

Pero cálmate, estás haciéndote un loco, amigo mío. Tírale un puntapié a la lora y escucha este sermoncito que he garrapateado para molestarte las orejas.

«A ti, camarada burgués:

 Te ruego hagas por dar contestación a las preguntas contenidas en el pequeño pliego que voy a leerte y aguces el oído para las otras cosas que en él se dice».

Ejem. Ejem. Cúju, cúju.

 «Camarada:

Cuando estás delante del poderoso, ¿por qué tiemblas? Todo poder viene de ti. ¿Por qué no le escupes? ¿Por qué no le envileces con su misma pequeñez? ¿Por qué no le abofeteas?

¿Sabes que él esté hecho de otro barro que no sea una poca cosilla de miserias y vergüenzas? ¿Por qué te humillas? ¿Por qué?

Y no llegará el día en que te hayas reconquistado. No eres tan fuerte como para deshacerte del yugo.

  Mira el día pasado y el de hoy y mira así todos los días de tu vida. Estás hecho de esclavo como tu voz está hecha de sonido. Así totalmente y sin esperanza.

 He dicho, camarada».

  —¡Bravo! ¡Bravo el compañero Andrés!

 —¿Has oído todo? ¿Has oído?

 —¡Qué bien!

 —¡Pero si dice las verdades el camarada Andrés!

 —¿Has oído? ¿Has oído?

 —¿Has oído?

A eso aconteció que se hizo el silencio en el cubo.

Entonces todos pusimos nuestros ojos en el panadero Alejandro. Algo nuevo y grande iba a suceder ¡Pongamos todos nuestras miradas en el compatriota Alejandro!

Ha cerrado los ojos beatíficamente como un santo dormido. Ha cruzado los dedos sobre su hermoso vientre abombado.

Luego goza mucho y se ventosea largo, largo como un gemido. Todos vemos ¡todos lo vemos! cómo se le desinfla el vientre ¡aquí en el cubo!

¡Deteneos! ¡Deteneos, señores burgueses y señores proletarios! ¡Una sola palabra más! ¡Deteneos compatriotas de este chiquito país; compatriotas obesos, compatriotas esmirriados, compatriotas, compatriotas! ¡Deteneos!

…Pero ya nadie quiere oírme, ay, pobre de mí.



PABLO PALACIO, (Loja, 25 de enero de 1906 - Guayaquil 7 de enero de 1947), escritor, abogado y profesor ecuatoriano. Fue uno de los fundadores de la vanguardia en el Ecuador y América Latina. Su producción —emparentada con la narrativa experimental de Macedonio Fernández— se aparta del realismo social, predominantes en el ámbito literario de la época. Algunas de sus obras: Ojos Negros, El Huerfanito, Un Hombre muerto a puntapiés, Amor y Muerte, Rosita Elguero, Débora, y Vida del Ahorcado. A partir de 1936, Palacio comenzó a sufrir pérdidas de memoria y conocimiento, síntomas de una progresiva demencia que lo llevaría al manicomio desde 1940 hasta su muerte.

Texto perteneciente al libro «Vida del ahorcado».

Photo by Street Donkey on Unplash (public domain).

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