Me encantaría describir la casa, pero van a pensar que la estoy inventando; tiene una sombrilla verde clavada en el pasto y una cabra que se come lo que planta el abuelo. Las paredes son de madera, las trajeron de Bélgica en un barco. La armaron unos hombres con trajes especiales para no tener que desinfectarla una vez terminada. Dicen que el taladro de la madera, es un bicho que podría afectarla, y eso no es cosa fácil de solucionar.
Adentro la casa es un teatro donde somos actores y espectadores. Cuando vienen los primos traen sus marionetas, incluso los grandes, aunque hayan estudiado en la universidad. Yo no voy a ir a la universidad, prefiero quedarme como soy y no tener que viajar en colectivo. Por eso, vivo en la casa de las marionetas, donde el ruido que hacen las ojotas y el zumbido de los abejorros me advierten que el miedo siempre es poco.
En el jardín se me escapa un barrilete, quiero correr para alcanzarlo, pero me encuentro con el tío Juan, que me avisa que está por empezar la función: el primo de la cama de al lado pregunta por mí. En la familia todos tenemos nuestra marioneta y hablamos entre nosotros con ellas; yo lo llamo a mi primo por su nombre, Ernesto, pero no se levanta. Está siempre acostado en una de las camas, tiene la piel como de cera. El tío cierra las cortinas del cuarto hasta lograr el punto justo de penumbra, ni luz ni sombra, apenas la claridad del día para que sea todo el tiempo, el tiempo de la siesta. Cuando llueve no jugamos. Necesitamos luz natural para estas cosas, la luz eléctrica, la vibración de las lamparitas lo asusta a Ernesto, dice, porque las marionetas son más sensibles que nosotros, por eso las operamos con luz suave y les quitamos la ropa despacito, y algunas partes se limpian con la lengua como los cerebros con una cucaracha adentro.
Eso también me lo enseñó el tío: un hombre tuvo la desgracia de que se le metiera una cucaracha por la oreja mientras dormía y le llegó caminando hasta el cerebro. Entonces los médicos le cortaron un pedacito del cráneo (que es duro y por eso tuvieron que usar unas máquinas) y, como donde estaba alojada la cucaracha era peligroso para el hombre, no se podía tocar con una pinza, una doctora se la sacó con la lengua; por suerte la cucaracha ya estaba muerta. Eso no es lo que le pasó a Ernesto, es algo parecido. A él, me dijo el tío, le pasó en la panza de la mamá; y ahora, aunque su boca no se mueva, lo único que dice es mi nombre, hace una mueca que yo entiendo, y me pone contenta.
Cuando me mira con su ojo, el único con el que ve, la forma en que lo hace su ser encapuchado y con alambres, viene de una obra pornográfica que preparan con los más grandes. Tío Juan inventa el juego a medida que sucede, lo levanta a Ernesto con hilos para que cuelgue sobre mí: “Agarrala de acá suavecito, así, llevale la pielcita hacia arriba. Hacia adelante y hacia atrás”. Le gusta ver que a su hijo se le para el pito.
Todos en la familia tenemos nuestra marioneta, menos el tío Juan y Ernesto, pero, a decir verdad, no es así: el tío Juan lo tiene a Ernesto, y Ernesto lo maneja al tío Juan.
Pilar Rezzano. Nacida en Buenos Aires Argentina, ahora vivo en Quequén, una ciudad de mar de la provincia de Buenos Aires. Pinto, dibujo y escribo; además trabajo como restauradora en un museo hermoso de fauna marina que está en el Puerto de Quequén, uno de los más grandes del país. He publicado un libro de poesías llamado Del perezoso andar y escribí dos novelas aún inéditas.
Ilustraciones: la imagen ha sido remitida por la autora de la obra
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