«Fuera de juego» un relato de Jonathan Ocmin Gaslac

Los ruidos estentóreos del edificio llegaban a él por todos lados. Mientras avanzaba, la intermitencia del alumbrado resaltaba la atmósfera tétrica del lugar. De inmediato, eléctrica e involuntariamente, su cuerpo se contrajo ante el panorama: paredes decoradas por graffitis, ropa hecha jirones, jeringas desperdigadas por doquier y restos de sangre. Mientras todas sus células se constreñían, imperceptibles, en señal de alerta, caminó inseguro. De tiempo en tiempo, breves sonidos, incapaces de ser ubicados con exactitud, se impregnaban en su oído. Sentía la tensión ineludible del lugar proyectándose sobre él. 

En el espacio donde se encontraba, las paredes perdían profundidad, oscureciéndolo todo a cada paso. En aquel instante anhelaba ver más allá de la obnubilada sombra de la noche. Tenía ganas de orinar. ¿De nervios o de miedo? No lo sabía. En medio de ese nerviosismo, sus manos se humedecieron. «Excepcional», pensó. Nunca le había sucedido. 
Tras llegar al final de la pared y voltear, un chirrido lo obligó a disparar. Silencio sepulcral. Una lata empujada por su propio pie. «Mierda» se dijo ¿Qué haría ahora? Los había puesto sobre aviso. En los próximos minutos, en el momento crucial, esa bala podría hacer la diferencia. Eran vitales, imprescindibles y, él, desperdiciándolas en una lata de mierda. De pronto, entendió y le pareció obvio; el sonido lejano de esa voz, segundos antes, había empezado a perturbarlo.

Era entendible. Desde que entró sentía su mirada exigente, por eso le sudaron las manos y decidió concentrarse más, repitiendo con insistencia que saldría vivo de ahí; aunque el estruendo de una bala no ayudara a materializar sus deseos. No recordaba cuántos minutos llevaba ahí, pero la tensión física y mental era tal que no entendía cómo terminó en esa situación. Recordaba la llamada, también la imposibilidad de escapar o negarse. Había resultado inevitable que viniera, ¡pero estaba ocupado haciendo cosas importantes! «¿Cosas importantes?» se burlaron. «Después, después, que las dejara para después, esto era mucho más importante».

Estaba algo distraído por ratos, desorientado, pero con el miedo perenne a fallar, pues un solo movimiento en falso no solo implicaría el rotundo final, sino la deshonrosa idea de no cumplir el objetivo. Se deslizó, sutil, por el corredor. Las cuatro puertas del pasillo estaban bloqueadas por maderas cubiertas con una cinta amarilla que decía Warning. 
La inmundicia, desparramada a cada extremo, se mezclaba con la oscuridad del lugar, creando una atmósfera de desasosiego. El ambiente era corrosivo y opresor. Se escuchaban ruidos lejanos, dispersos, en los pisos superiores. Llegaban hasta él como ecos envejecidos, agrietados. No, no eran solo de ahí, se escuchaban también de afuera. Todo se mezclaba y confundía en ese infierno.

A cada paso dado recordaba la misión, el reto, el orgullo que lo habían llevado a esa situación. Aceptó por eso, lo sabían todos. Los sonidos foráneos resonaban como ecos de palabras ¿Por qué no se callaban? Finalmente, a la izquierda del corredor, una escalera lo conducía al piso deseado. 
Sabía lo que pasaría cuando llegara, por eso había intentado encontrar otro camino, lástima que no existiera. Sus pasos leves, su intento de observar todos los detalles del camino, no eran otra cosa que el signo de la silenciosa desesperación de un éxito rotundo, definitivo. Aunque, para su mala suerte, había empezado a padecer de movimientos involuntarios similares a espasmos que aparecían, entorpeciendo sus reflejos. Subió por la escalera, lentamente, rezando que algo no arruinase su laborioso sigilo. Un grupo de ratas —que recorría las tuberías extendidas por el borde de las paredes— avanzaba a ritmo propio, en la misma dirección. Su peculiar chillido era la única comparsa familiar. Cuando se arrimó a la puerta el arma le dolía entre las manos.

El asunto, en teoría, era simple. Entrar, recoger el paquete, liberar a los dos compañeros y salir. De ser posible, haciendo el menor ruido y sin ser visto por nadie. Caso contrario, las cosas terminarían mal. Los refuerzos, que esperaban afuera del edificio, tenían instrucciones de no dejar escapar a nadie, por lo cual no habían podido entrar con él. En medio del silencio sepulcral, nuevamente un espasmo involuntario, ahora seguido de un grito todavía lejano, pero de voz reconocible, lo hizo titubear. ¿Era su voz? ¿Qué hacía ella ahí?
Se detuvo, respiró profundamente, levantó la cabeza y pateó la puerta. Una especie de salón inmenso, lleno de cajas y restos de lo que parecía haber sido una sala de baile, ocultaban cómodamente a los enemigos que, tras el primer sonido, empezaron a disparar desde todos lados. Apenas pudo parapetarse contra un pilar a pocos metros de la entrada. Los disparos ensordecedores retumbaban con violencia en la habitación seguidos por un pequeño y breve haz de luz que profanaba, el reino de obscuridad del edificio. 
Sabía que, de quedarse ahí, moriría. Intentó serenarse y hacer cálculos certeros sobre las probabilidades de supervivencia. De pronto, una sombra salida de la nada, se le abalanzó desde atrás. Apenas atinó a voltear y disparar dos veces. El cuerpo cayó como una tabla hacia el suelo, la sangre fluía, veloz, por el agujero del cráneo y los oídos. Le pareció tan real el suceso, tan vívido: la sangre, el olor a pólvora, su transpiración, la sensación luego del disparo; que vomitó. Arrojó la granada de humo que llevaba en el chaleco como pudo. Los disparos cesaron de inmediato. 

Con lo último de sus fuerzas se deslizó sigilosamente pegado a la pared, rodeando el contorno de la habitación mientras la espesa neblina empezaba a apoderarse de todo el espacio. En el camino, los espasmos eran más constantes, pero con menor fuerza. Los ignoró: debía concentrarse. No podía disparar apresurado, tenía poquísimas balas y usarlas informaría, incluso en la nebulosa densidad, su ubicación a todos los demás. Optó por sacar un cuchillo y continuó.

Cuando el humo se disipó por completo, habían transcurrido poco más de diez minutos. Se tomó su tiempo, pero al parecer, ya no quedaba ni una sola amenaza, al menos en la habitación. Decidió entonces regresar sobre sus pasos y trabar la puerta que permanecía abierta, para evitar que otros pudieran ingresar, quien sabe desde que maldito lugar del edificio. Faltaba poco y no estaba dispuesto a perderlo todo por un descuido de principiante.
Cerró la puerta de un golpe y, tras dar unos pasos, la escuchó rechinar. Cuando volteó la puerta continuaba abierta. Se acercó y la revisó. Al parecer, el picaporte se había estropeado por una bala despistada. Entreabrió la puerta y miró abajo por precaución. Los ratones ya no estaban. La escalera impedía observar el recorrido completo hacia abajo, en donde se imponía la obscuridad más absoluta ayudada por una tenue luz. 

De pronto, al mirar con atención, la intermitente luz del alumbrado dejó la engañosa sombra de una silueta moviéndose ágil y silenciosa, en lo más profundo del lugar. Acostumbrado ya a las sorpresas de aquel espacio, no esperó un segundo. Sacó el arma y disparó. Hizo un esfuerzo por ver a través de las sombras y divisó, levemente, una apariencia bestial. Se congeló por unos segundos al ver su forma descomunal, mientras la silueta se abalanzó, veloz, contra él. Reaccionó en cuanto pudo y empezó a descargar sus últimas municiones en respuesta.
La bestia danzaba entre los proyectiles mientras se acercaba a grandes saltos. Ya la tenía casi encima. Luego de sus últimos respiros, el arma soltó un chasquido hueco: las balas se habían agotado. El pánico absoluto se apoderó de él, pero tuvo la certeza de sacar el puñal del cinturón y, aún con miedo, esperó su llegada. Un último salto —el más sobrenatural que viera alguna vez— lo tomó por sorpresa. El enorme cuerpo sombrío se encontraba junto a él. Una mandíbula inmensa se abría sin fin sobre el umbral de la puerta donde se encontraba y, lo cubría, con la sombra de la muerte irrevocable. 

Se decidió, con pánico en el corazón, a clavar el cuchillo lo más fuerte posible. A segundos del impacto definitivo su cuerpo se sacudió otra vez, pero con más violencia que las anteriores. 
Una mano lo agarró.
—¡Carajo, Felipe, levántate! —dijo, delirante, la mujer reclinada sobre la cama —ya es tarde —agregó, mientras le agitaba el brazo con violencia para espabilarlo. 
Felipe notó la consola junto al televisor, silenciosa, inofensiva, apagada. 
—Es tarde. Nos están esperando —le gritó mientras abría el guardarropa y aventaba prendas al pie de la cama. Él la miraba, atónito. De pronto, cayó en cuenta y sonrió: «¡Mierda, casi!». 
—Dale, me lavo y nos vamos —respondió estirándose. 
—No. Ya es tarde —repitió la mujer con una voz grave y distorsionada, distinta a la inicial. El pestillo de la puerta se echó seguro por dentro apenas terminó de hablar.
Felipe se destapó, extrañado por esa voz que ahora, al cambiar, le resultó más familiar, aunque no recordaba por qué ni tampoco el nombre de aquella mujer. Cuando intentó incorporarse, el cinturón del arma, le incomodó.

La habitación empezó a oscurecer más y más. Él le habló, pero su voz se perdía en las paredes. Nadie contestaba. Toda la habitación era tiniebla ya. Percibía a alguien en el lugar, a algo, pero no podía verlo. 
Una respiración feral y cercana le hizo recordar las fauces de la bestia que lo engullía como la sombra de la muerte irrevocable, minutos atrás. En esta ocasión, nadie oyó su grito. Nadie lo sacudió.
A un lado, la consola parpadeaba. Encendida. Imperturbable.







Jonathan Ocmin Gaslac (Lima, 1991): Literato de profesión por la UNMSM, egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la misma universidad (2018-2019). Autor del blog Cinentremeses. Escritor con relatos y poemas publicados en las revistas literarias Nocturnario y Monolito de México. Se desempeña como redactor web de La República, docente y corrector.

Photo by Pawel Czerwinski on Unplash (public domain).

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